El pasado que vuelve: el recuerdo
Como el tiempo no-cronológico, que siempre que avanza vuelve sobre sí mismo, recuperaré el artículo introductorio para extraer algunas ideas del filósofo Henri Bergson, esta vez en relación con los componentes de la memoria. Buena parte de las vivencias temporales que podamos tener en los walking simulators vendrán determinadas por la asunción de estas mismas bases. En esta ocasión, como ya augura el titular de este texto, el tipo de imágenes sobre las que orbitaremos serán las del recuerdo.
En su primer esquema, Bergson anuncia que tanto presente como pasado están indisolublemente enlazados y que, por lo tanto, es inevitable que se contaminen mutuamente en lo que él llama la «duración»: así es que, cuando miramos un objeto y apartamos la mirada rápidamente, lo siguiente que percibiremos seguirá teniendo un rastro de la imagen anterior. Esto provoca que, por un momento, la imagen presente se confunda con la percepción pasada; que sigue vibrando y repercutiendo en las imágenes futuras, igual que las ondas creadas por el choque de una roca contra la superficie del agua. Un buen ejemplo para entender este fenómeno es la música: las notas pasadas contaminan, desde un plano mental, la percepción presente, si no fuese así, no existirían melodías, solo sonidos aislados (Shores, 2011) [1].
Al respecto, Gilles Deleuze añadiría que, a veces, el pasado repercute con tanta intensidad nuestra percepción actual que la devuelve por la fuerza a su modo virtual, como si volviéramos a vivir o «reactualizásemos» unos sucesos que tendrían que pertenecer única y exclusivamente al pasado. El filósofo aplicaba esta teoría a la estructura de la célebre película de Marcel Carné Al despertar el día (1939), con los flashbacks que conducen al asesinato que inicia la cinta ocupando por momentos el fatídico espacio presente del protagonista (Deleuze, 1985) [2]. Claro que no solo son los flashbacks que irrumpen en el mundo actual de François, también los objetos relativos al triángulo amoroso protagonista actúan como «palancas virtualizadoras» de su mundo. David Mamet, al hablar de la película, diría: «Mucho de lo que Carné consigue en este film tiene que ver, también, con los objetos. Enseñas uno y el espectador se pregunta qué significará. Si vuelve a aparecer, tiene que significar algo. Lo vuelves a mostrar y el objeto cambia y funciona de un modo completamente distinto: hace que la gente diga ‘Oye, esto lo recuerdo’» [3].
Si el primer esquema de Bergson quería estudiar las inferencias de un pasado virtual en un presente actual, el segundo atiende al método de recuperación de este mismo pasado a través de los mecanismos del recuerdo. Aquí, el filósofo distingue dos tipos diferentes de reconocimiento, es decir, de contacto con la memoria con el estrato virtual –dos formas de llevar un recuerdo a la capa consciente del pensamiento, en definitiva–. Por un lado, el reconocimiento habitual, que nos traslada a un pasado virtual automático vía prolongamiento motor (cuando, por ejemplo, recitamos nuestras líneas de diálogo en una obra de teatro); un hábito que no requiere profundizar en los estratos más profundos de la memoria. Por el otro, el reconocimiento atento, que trabaja sobre el proceso de recuperación de un objeto, a menudo alrededor de unos pocos caracteres distintivos, para que, a cada contacto con la imagen virtual, se reformule y se reescriba a través de la acumulación de capas de pasado (Bergson, 1986) [4].
Cuando evocamos un suceso pasado, pero no automático (recordar uno de los ensayos de la obra de teatro del ejemplo anterior), seleccionamos algunos rasgos del hecho, los llevamos al nivel actual de la memoria y, cada vez que requerimos de su recuerdo, sustituimos nuestra imagen virtual del objeto por una de nueva, pasada por el filtro de la experiencia presente, habiendo acumulado capas de pasado (así, nunca recordaremos algo igual ni por completo). Estamos constantemente llenando vacíos de la memoria con otras capas de pasado para volver a actualizarlas, lo que convierte el mismo hecho de recordar en algo tremendamente subjetivo.
El reconocimiento atento es un viaje mental de ida y vuelta: desplazamos la imagen que percibimos de un objeto hasta los confines de la memoria y, cuando la actualizamos a través del pensamiento, la hacemos atravesar e incorporar todas las capas de pasado desde el momento de la percepción, transformándola según nuestra propia experiencia (Bergson, 1896) [5]. El recuerdo derivado de este reconocimiento atento, pues, se pone en contacto con otras imágenes virtuales de nuestra memoria e inicia un circuito cerrado que nos transporta del presente al pasado (de la imagen actual al recuerdo puro), y de vuelta a un presente que, habiendo estado en contacto con una imagen-tiempo pura, la del recuerdo, se ha entregado al movimiento aberrante y no encuentra reacción posible.
Sobre papel, la teoría del circuito del recuerdo puede parecer idónea, pero su aplicación en el campo del arte ha sido un tanto problemática. El cine ha buscado la representación del recuerdo en la clásica técnica del flashback (Deleuze, 1985) [6], una fórmula lingüística basada en un círculo cerrado desde el presente al pasado y de vuelta al presente. Aun así, este es un procedimiento extrínseco a nuestra memoria, basado en la pura convención: por regla general, se inaugura con un fundido encadenado y las imágenes que expone suelen estar sobrexpuestas o tramadas. Es como si alguien pusiese un cartel con un enorme «¡Atención – Recuerdo!» delante de imágenes que podrían estar perfectamente conjugadas en presente. Y, aunque se apueste por un lenguaje menos convencional para enunciarse, el flashback tampoco interrumpe necesariamente la progresión lineal de una trama completamente alejada de las situaciones ópticas y sonoras puras que la imagen moderna reclama. El problema del flashback como lenguaje del recuerdo es, por lo tanto, que solamente puede ejecutarse si lo convocamos desde el presente y, además, habitualmente se utiliza como mero justificante de alguna acción de la narrativa principal –cuando la imagen-memoria, fuera de la ficción, no necesita de ninguna justificación externa de parte del presente, es válida por si sola–.
El walking simulator, como ya hemos introducido, es un medio de expresión que, por naturaleza, se vuelca a representar estratos del tiempo que no se conjugan en presente puro y duro. Para empezar, al no estar sometido a un sistema de narración tradicional, puede permitirse divagar en situaciones ópticas y sonoras puras, fuera de toda imagen-tiempo. Son espacios vacíos, antes poblados por grandes historias, que ahora sobreviven solo como espejismos del pasado, donde caminamos sin rumbo. Por definición, se trata de marcos mucho más propicios que el cine para inserir recuerdos y otros imaginarios virtuales. Es por eso que, como veremos a continuación, el walking simulator puede rechazar la convención narrativa que representa el flashback e introducir el recuerdo directamente en la imagen.
De turisteo por el apocalipsis
El primero de los tres estudios que vertebrarán nuestra aplicación de la imagen-tiempo en el walking simulator se centra en Everybody’s Gone To The Rapture (The Chinese Room y SCE Santa Monica Studio, 2016). Con el imaginario apocalíptico británico de los años 60 y 70 como referencia –y la obra de John Christopher y Robert Wade como fuentes explícitas (MacMullan, 2014) [7]–, este título sirve para plantear dos cuestiones interrelacionadas: por un lado, su particular relación con el género postapocalíptico y, en segundo lugar, cómo desarrolla sus elementos temáticos y formales alrededor de la permanencia de un pasado meticulosamente inalterado.
Si el walking simulator ya es muy dado de por sí a la alienación máxima del jugador respecto del avatar que controla, aquí se apuesta directamente por la supresión completa de la identidad tras la mirada que guía nuestros pasos, en primera persona. Nos movemos por Yaughton, un pequeño pueblo de la campiña inglesa, deshabitado por culpa de un «incidente» que ha acabado (o acabó) con toda la población –así nos lo comunica Katherine Collins, cuya voz emana de una radio abandonada a las puertas del Observatorio astronómico local–. Las mecánicas son las esenciales de este tipo de juegos; caminamos sin rumbo fijo por un escenario vacío, detallado con un preciosismo casi sobrecogedor, acompañados solo por un orbe de luz que nos señala dónde se encuentran los pedazos de información necesarios para desentrañar qué sucedió en la comunidad inglesa. Así, al explorar ciertos rincones del pueblo, de la misma materia luminosa compuesta por nuestro particular serpa postapocalíptico, surgen figuras humanas, dioramas enteros que subrayan pasajes importantes de los últimos días del pueblo y que se desvanecen al poco de aparecer, ofreciéndonos slices of life escuetas y desordenadas que debemos reconstruir para obtener un retrato global de las tramas que se desarrollaron en Yaughton justo antes del fin del mundo.
Podremos saber qué ocurrió entre sus habitantes, pero Everybody’s Gone To The Rapture no deja nunca claro qué desencadenó el cataclismo que acabó con todos ellos, algo muy común, en cambio, en la mayor parte de narrativa postapocalíptica (Gurr, 2015) [8]. Preguntas como cuál fue el error y, consecuentemente, cómo afrontar la supervivencia (o si es posible empezar de nuevo) quedan sin resolver, en pro de un silencio poco reconfortante, vertido completamente al recuerdo de un pasado que aún pervive en las motas de luz que iluminan cada esquina, cada granero abandonado. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tiene un tiempo presente o futuro, actual, cuando no se ha definido ni la personalidad del avatar que se controlamos? Eso, si suponemos que tiene alguna, porque el juego no justifica en ningún momento la desaparición de un sujeto actante, lo que ya instiga a la reflexión distanciada y existencialista: «¿Quién soy?». ¿Un fantasma?, ¿un visitante ajeno a todo?, ¿el último humano vivo sobre la Tierra? No lo sabremos nunca. Lo que sí sabemos es que ya no podemos encarnar a ese modelo de self-made man que proponen por definición las narrativas postapocalípticas, ese «emprendedor con aires de cowboy que se reinventa a sí mismo, que mejora gracias a la crisis» (Sugg, 2015, 809) [9], por la simple razón de que ya no podemos encarnar a nadie, a nada. El walking simulator nos vacía, a la vez que se cierne completamente a la imagen virtual, temporal, y hace del emprendedor, observador; del doer al watcher o, como veremos, al recaller. Pero ya recuperaremos este punto al final del texto.
Óliver Pérez tiene una visión bastante clara acerca del porqué de este alejamiento del arquetipo heroico tradicional. El hecho de llegar tarde, de poder ser solamente testimonios de una serie de relaciones humanas de carácter redentor, ya conociendo su fatídico final, dice Pérez, nos coloca inevitablemente en el papel de un espía omnipresente y no hace sino generar una tremenda sensación de piedad hacia todo el conjunto de personas que habitaban el valle de Yaughton (Pérez, 2017) [10]. El resultado es la imagen de la comunidad como algo más que la suma de sus individuos, así como la nostalgia extrema por haber dejado ¿atrás? esa red de relaciones personales que tan de cerca habíamos conocido.
La idealización de un pasado como algo homogéneo e indisoluble es una característica clave de lo que se conoce como «anemoia». La anemoia, nostalgia por un tiempo nunca vivido, es aquella punzada de melancolía que sentimos cuando miramos fotos de gente que vivió hace muchos años, pero que, de alguna forma, sentimos cercana: «Personas que durmieron en las mismas casas que nosotros conocemos, que miraron al mismo sol o que respiraron el mismo aire, que vivieron como nosotros, pero en un mundo completamente distinto» (Koenig, 2012) [11]. Por otra parte, LP Hartley decía, en su célebre El mensajero (1953) que «el pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de forma diferente» [12], es decir, que en el fondo, lo pretérito es un mundo inalcanzable, que funciona con dinámicas completamente diferentes a las del nuestro. Para poder comprender y evocar el pasado, pues, deberemos recurrir a los mecanismos del reconocimiento atento, quedándonos solamente con esos rasgos que, como espectadores (como recallers) podamos traducir a nuestro presente actual. Un gesto, una disputa, aquello que encontremos universal en un mundo que no podemos penetrar. Así, extrañeza y familiaridad se disuelven en un retrato globalizado y a la vez sesgado de otro tiempo, muy similar al que tenemos de aquellos países que alguna vez hemos visitado como turistas. Para poder recuperarlo, temporalizamos el relato, lo virtualizamos y lo trasladamos, como si se tratara de un souvenir.
Rescatando la memoria colectiva de Yaughton
Este proceso de atemporalización solamente es posible gracias a las situaciones ópticas y sonoras puras que impregnan todo nuestro recorrido por la localidad inglesa. El tiempo se acumula en el paseo en silencio por los campos, sobre los coches mal aparcados, los televisores encendidos, estáticos (no hay nada que suspenda más el tiempo que el hipnotizante sonido de una pantalla estática). Ante la anulación de la vectorialidad temporal y narrativa que caracterizaría una gameplay en estricto presente, la virtualidad irrumpe y, con ella, los dioramas del pasado yaughtoniano, imágenes extraídas directamente de un pasado no-cronológico, con las cuales no podemos interactuar. Como vimos, las escenas se transforman en imágenes-tiempo que desarticulan cualquier reacción del jugador y elevan su consciencia, penetrando las capas de la memoria y constituyendo este auténtico gran circuito de recuperación del recuerdo.
De esta forma, el espacio y los objetos que lo ocupan se transforman en auténticos tesoros pretéritos, en perfecta conservación, colocados en un mausoleo para el que el paso del tiempo resulta absolutamente insignificante. A la vez, las escenas que vamos encontrando a nuestro paso, imágenes derivadas del reconocimiento atento, han quedado tan arraigadas al pasado que se han convertido en una especie de naturalezas muertas (ver Deleuze, 1985) [13]. Retratos de un solo trazo, las imágenes del pasado han mantenido solo uno de los rasgos que las ligaban al estrato actual (la luz o la voz de Katherine en las radios), capaz de entrar en diálogo con capas de la memoria mucho más profundas que las imágenes obtenidas de un reconocimiento automático, horizontal. Porque, para la historia, no importa qué color de pelo tuviese la gruñona Wendy, o qué tipo de suéter llevase, lo que importa, lo que realmente debe sobrevivir al paso del tiempo, es su paulatina redención hacia Jeremy, el sacerdote del pueblo. Los detalles que acompañan este arco de personaje son lo que realmente importa, y son lo que la luz (el recuerdo) conserva.
A diferencia del cine, este tipo de evocaciones, al estar tan indisolublemente enlazadas a un tiempo no-cronológico, son capaces de subsistir sin ninguna necesidad de justificarse narrativamente, ni ninguna convención externa que nos avise de que eso, efectivamente, es un recuerdo. Además, estos dioramas ya no reclaman prolongación motriz alguna (ni la posibilitan), vaciando el presente de cualquier continuidad narrativa tras la tragedia. Así lo da a entender el personaje de Katherine en su reflexión final: «Hemos intentado dominar el tiempo, controlar la luz, porque teníamos miedo de la oscuridad que se aproximaba. Pero ahora lo entendemos: aferrarse a la luz es no vivir. La luz que proyectamos transciende nuestra muerte. El patrón que hemos formado durante nuestras vidas ha creado un puente en la oscuridad». Aquellos que testimoniaron el apocalipsis murieron antes que nosotros, pero Katherine sabe que su recuerdo permanecerá, igual o más fuerte que nunca, a pesar de que no quede nadie para contarlo.
Pero, ¿de quién es el recuerdo que flota por encima de las imágenes actuales? ¿Quién recuerda? Si hubiese un protagonista identificable, fuera quien fuera, sería indudable que la evocación le pertenecería. Aun así, el personaje jugable no es nadie, no dispone de forma física ni mental. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que no haya alguien como sujeto del recuerdo: el pasado es potente, pero sigue siendo claramente distinguible del presente. Además, las representaciones del pasado tienen que ser desbloqueadas, no solo a través del movimiento (recordemos que el reconocimiento atento es un viaje de ida y vuelta), sino también realizando un gesto con el mando para las escenas clave. Con todo, queda claro que en Everybody’s Gone To The Rapture nos encontramos ante una evocación mental retrospectiva, no ante una realidad distorsionada (como sí veremos que sucede con la imagen-cristal).
Mi hipótesis es que el jugador controla un personaje que se ha alienado de forma tan absoluta, que ha encarnado fragmentos de recuerdos de toda la población de Yaughton. No disponemos de cuerpo porque, en el fondo, representamos el mismo pasado que restauramos. Puede que nuestro recaller sea más bien una figura metafórica que rescata la memoria colectiva de una población al límite de la desaparición que no un intruso individual, corpóreo y humanizado. Vista la importancia de las relaciones personales en el juego, esta figura podría representar perfectamente la idea de comunidad como red, como cuerpo total, alejado de las diferencias individuales entre personajes. Esto encajaría lógicamente en una narración centrada en reparar los conflictos de grupo que sus mismos integrantes originan, ya que durante la mayor parte del juego la mayor fuente de sufrimiento de los habitantes no es el patrón ni ningún otro fenómeno sobrenatural, sino el recelo y el deterioro del trato entre vecinos. Aun así, a medida que los personajes se van dando cuenta de que el final se acerca, empiezan a establecer una verdadera comunión entre ellos y la idea de comunidad finalmente se impone a las diferencias entre individuos. Katherine Collins lo resume perfectamente en su monólogo en el observatorio: «‘¡Allí!’, dijo [Stephen], ‘¡Ese es mi hogar!’, pero todo lo que veía desde el tren eran manchas de color. Tengo la sensación de que hasta este preciso instante no he entendido que uno pueda contener todo el resto tan completamente». Y, hablando sobre el patrón: «Sé que no quería hacerles daño [a los habitantes]. Pero, ahora mismo, son todos felices. Están todos juntos. Ahora lo comprendo. El patrón es un coleccionista de tiempo».
Es una forma un poco retorcida de seguir el dicho «cualquier tiempo pasado fue mejor», pero el juego parece indicar que los lugareños solamente podrán ser felices habiendo atravesado las puertas de la extinción, o simplemente siendo testigos del inminente fin de su existencia. La luz, pues, no habría hecho más que un gran ejercicio de reconocimiento atento, en el sentido más literal, para salvar la memoria de todos los habitantes del pueblo. Así, habría «desactualizado» la comunidad, liberándola de las cadenas de un tiempo cronológico y convirtiéndola en materia virtual, en tiempo, en pensamiento, relanzándola como potentísimo recuerdo autónomo de vuelta al plano actual, convertido en imagen óptica y sonora pura. Solo así, la imagen idílica de Yaughton sería capaz de sobrevivir al apocalipsis.
Ilustración exclusiva de la portada: Guillem Romans
NOTAS:
[1] Shores, C. (08/06/2011). Motionless Duration in Deleuze’s Bergson, en Pirates & Revolutionaries Research Machinery.
[2] Deleuze, G. (1985). Estudios sobre cine II: La imagen-tiempo. Barcelona: Paidós. p. 72-73.
[3] Knudsen, T. (30/04/2017). What I Learned From Watching Le Jour Se Lève, en CinemaTyler.
[4] Bergson, H. (1896). Del reconocimiento de las imágenes. La memoria y el cerebro, en Materia y memoria: Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu. Buenos Aires: Editorial Cactus. pp. 93-147.
[5] íbid. 3, 28.
[6] íbid. 2, p. 76-78.
[7] MacMullan, T. (27/07/2014). Where Literature and Gaming Collide: How games are mining literary sources of inspiration, en Eurogamer.
[8] Gurr, B. (ed.) (2015). Introduction: After the World Ends, Again, en Race, Gender, and Sexuality in Post-Apocalyptic TV and Film. Nueva York: Palgrave Macmillan US. pp. 1-13.
[9] Sugg, K. (2015). The Walking Dead: Late liberalism and masculine subjection in apocalypse fictions, en Journal of American Studies. Vol. 49. nº4. pp. 793-811.
[10] P. Latorre, Ó. (22/05/2017). Everybody’s gone to the Rapture y la narrativa post-apocalíptica, en Presura.
[11] Koenig, John. (21/12/2014). Anemoia: Nostalgia For A Time You’ve Never Known, en Seeker.
[12] Smith, Alli (17/06/2011). Rereading: The Go-Between by LP Hartley, en The Guardian.
[13] íbid. 2. pp. 31-32.