Para los que no conozcáis The Red Strings Club (Deconstructeam, 2018), voy a empezar diciendo que es un juego que mezcla alfarería, coctelería e imitación de voces por teléfono en un universo futurista cyberpunk con corporaciones malignas y aumentos cibernéticos. Es un curioso cocktail (jaja) de elementos, la verdad, pero esta introducción no es más que una descripción superficial. La realidad es que el juego esconde muchas virtudes, pero si tuviera que elegir una a sería que realmente ha logrado hacerme reflexionar. Sé que es una forma un poco cursi de empezar una reseña, pero es la pura verdad. Y para explicaros por qué es así, os voy a contar un poco de backstory primero.
The Red Strings Club es un título de Deconstructeam, el equipo detrás de Gods Will Be Watching (2014), otro juego con cuatro palabras en su nombre y con algunos elementos en común con el juego que nos ocupa. Deconstructeam, debo añadir, es un grupo de gente que conozco y que aprecio desde hace bastante tiempo. Sí, eso hace que este texto no sea imparcial, pero yo que sé, nadie me ha dicho que tuviese que serlo así que da igual, supongo. ¡Quedas advertido, lector! Tras el lanzamiento de GWBW, los miembros del equipo quedaron un poco tocados por lo bipolar de las críticas. La mayoría de jugadores parecía apreciar el arte, el ambiente sonoro y la narrativa, pero el juego se llevó bastantes palos por su dificultad. Era difícil, es verdad, y el hecho de añadir modos de dificultad bastante más sencillos redujo el problema, pero al mismo tiempo iba en contra de uno de sus pilares fundamentales, ya que había sido concebido con esa dificultad en mente desde su origen. En fin, una larga historia sobre otro juego, así que no voy a profundizar mucho en ello. El caso es que este detalle dejó huella en el equipo, ¿vale? Paradme si me voy por las ramas.
Como querían mejorar en este aspecto, durante un tiempo experimentaron con videojuegos sin el concepto de muerte, de fracaso, ya sabéis, el «oh vaya, olvida los últimos minutos de juego y vuelve a intentarlo, pero mejor». Ahí hubo una época de experimentos bastante interesantes de los que puede que no hayáis oído hablar, como Atticus VII, Zen and the Art of Transhumanism, Supercontinent Ltd o From Ursula With Love. Este último era un bonito juego de hacer piruetas en una avioneta cuyo giro final era que la protagonista, una chica aventurera llamada Úrsula, en realidad era Albert Einstein. Contened el hype, porque no lo encontraréis en Google.
De qué estaba hablando… Sí, la dificultad. Eso. Experimentos bonitos que prolongaron a lo largo de meses y en los que dieron rienda suelta a todo tipo de ideas y experiencias. Al cabo de un tiempo surgió la idea de The Red Strings Club —el juego del que aún no he hablado casi nada—. Como la mayoría de sus proyectos, el propósito era ofrecer una experiencia narrativa preciosa y atmosférica. No voy a hablar del arte del juego ni de su banda sonora porque son cosas que, simplemente, entran por los sentidos. Miradlo durante dos minutos y veréis de lo que hablo: el ambiente de ese bar es brutal. No, no voy a hablar de eso y tampoco voy a hablar del argumento, para ahorrarnos los spoilers. Voy a hablar de lo mío, que es el diseño.
El largo camino recorrido hasta TRSC ha llevado al estudio a conseguir una cosa en la que muchos juegos narrativos fallan: eliminar completamente el concepto de «jugada óptima». ¿Sabéis cuando en Infamous matáis a personas para conseguir puntos de karma malo, o en Fallout disparáis a granjeros en la cara para robarles los zapatos? No es que seáis malas personas (puede que sí), es vuestro cerebro diciéndoos que esa es la mejor combinación esfuerzo/beneficio posible. Ese pensamiento siempre está ahí, lo contamina todo y hace que, en lugar de seguir lo que nos dicta el corazón, pensemos «espera, ¿si hago eso conseguiré más recompensa?».
Pues eso. En TRSC no puedes fallar, por lo que esa subrutina cerebral es eliminada por completo, dejándote totalmente solo frente a un abismo de ambigüedad moral que te mira fijamente y te dice «¿tú qué harías?», sin tener ningún tipo de sistema de juego en el que escudarte, porque el título es sincero y te dice «solo quiero que me digas tu opinión».
Suena bien, pero probablemente ya estéis pensando en algún juego en el que también os haya pasado, por lo que voy a hablar de la guinda final del cocktail (¿los cocktails tienen guinda?).
A pesar de ser un juego futurista lleno de androides, cyborgs y demás technozarandajas (en el mejor sentido de la palabra), los temas de los que habla TRSC reflejan claramente dilemas de tu vida cotidiana. Habla de libertad, de creatividad, de individualismo, de evolución, de nuestro desarrollo como raza humana y como sociedad, de sexualidad y de cómo nos creemos muy listos, pero no dejamos de aceptar términos y condiciones sin leerlos. Te dispara constantemente preguntas de las que solo te hacen tus amigos cuando tenéis un subidón filosófico (probablemente ebrio) a las cuatro de la mañana y de las que no generan una respuesta rápida, sino que te hacen llevarte las manos a la nuca, inclinarte hacia atrás, mirar al techo y decir «uuuuuuuffffff… no lo sé, ni idea».
TRSC es un bombardeo de sensaciones de ese tipo. Puedes coger cualquiera de ellas, soltarla un día durante una conversación, y tendrás debate durante horas. Y el juego está dispuesto a debatir estos temas contigo, ya lo creo que sí. Construye tu argumento y él te lo atacará. Insiste e insistirá. Nada es negro ni blanco, no se trata de averiguar la respuesta correcta (excepto en determinados momentos en los que se premia el haber sacado la máxima información dentro de una conversación), se trata de razonar, de mirar dentro de ti mismo y de reflexionar. Y vaya si me hizo reflexionar.
Me acerco al final de este artículo y confieso que tenía pensado hablar de muchas más cosas. Quería hablar de cómo se hila la historia entre tres personajes jugables, sobre como todo el mundo en TRSC manipula a los demás de distintas formas, sobre las pinceladas de realismo mágico que te sorprenden esporádicamente, sobre cómo se aplican magistralmente pequeñas variaciones a la jugabilidad con la frecuencia justa o sobre lo relevante que es este juego en temas LGTB en los tiempos que corren —se ha llegado a criticar duramente al juego por este tema, pero a mí me parece muy importante—. Por desgracia, me estoy quedando sin espacio y no quiero reescribir el texto entero (sinceridad al poder), así que os voy a dejar un pequeño último párrafo como conclusión.
Esa búsqueda de mecánicas sin el concepto de «fallo y reinicio», así como todos los experimentos que se terminaron uniendo, los centenares de dilemas filosóficos que se plantean constantemente, ese mimo por los detalles, ese ambiente que consigue atraparte sin que te des cuenta… TRSC está impregnado de la realidad que vivió el equipo detrás de su desarrollo. Todos los miembros de Desconstructeam respiraban el mismo aire, se iban a dormir pensando en su proyecto, se levantaban pensando en ello, hablaban del tema con sus amigos, entre ellos, se divertían aprendiendo coctelería y leyendo mangas sobre barmans. Eso se nota en todos y cada uno de los aspectos del juego.
Si tengo que ponerlo en pocas palabras: The Red Strings Club es un juego imposible de hacer en una oficina. Es algo que solo se puede lograr mediante la obsesión total y el amor, cuando imprimes tu vida, tus experiencias y tu personalidad en lo que haces, cuando todo el equipo se siente autor de lo que se crea, cuando estás tan orgulloso de tu criatura que. incluso mientras estás lejos del ordenador, una parte de tu mente está pensando en cómo hacer tu juego aún mejor.
Eso es el mejor ingrediente que puede aportar un equipo indie para lograr una bebida de sabor inigualable. Y sí, he quemado la metáfora de la coctelería, pero no me arrepiento.