Enero de 2020. Diez días después de ser nombrado ministro de Cultura y Deporte del Gobierno español, José Manuel Rodríguez Uribe concede su primera entrevista a un medio de comunicación. El cuestionario publicado en el diario El País lo firman dos periodistas, Mónica Cebeiro e Iker Seisdedos. «Algunos de los grandes enemigos o, dicho a favor, de las grandes alternativas a la lectura también son de su competencia, como los videojuegos. ¿Son cultura? […]» La pregunta sirve de enlace de una cuestión previa que hace alusión al bajo consumo de libros y periódicos en España. El ministro da una respuesta corta: «Tienen una parte de cultura y una parte de industria. Aquí en España se hacen buenos videojuegos. Estoy dispuesto a escuchar y a ayudar al sector». Es todo lo que se hablará de videojuegos. La entrevista profundiza algo más en el cine, aborda cuestiones deportivas, repasa polémicas de actualidad política y pasa de puntillas por otras disciplinas como el teatro, la literatura o la música. En la conversación, solo se pone en duda dos veces la condición cultural de una actividad: la primera vez, al introducir los videojuegos en la charla; la segunda, para hablar de las corridas de toros.
«Algunos de los grandes enemigos o, dicho a favor, de las grandes alternativas a la lectura […]», dice la pregunta, que deja entrever que jugar y leer no son dos actividades complementarias. En el mejor de los casos, parecen decir, son dos opciones legítimas, pero excluyentes; en el peor, son rivales o contrarios. El prejuicio sobrevive incluso a la evidencia —como señalan los propios periodistas—, de que los videojuegos entran dentro de las «competencias» del ministro Rodríguez Uribe. Es decir, se cuestiona si son cultura a pesar de que se reconoce implícitamente que están en su radio de acción; pese al tajante titular que dejó su antecesor en el cargo, José Guirao —«El videojuego es cultura»—, hace apenas medio año en su vista a la última Gamescom de Colonia (Alemania); e incluso tras más de una década desde que la Comisión de Cultura del Congreso reconociese en 2009 al videojuego como industria cultural y, por consiguiente, pudiese beneficiarse del Plan de Fomento de las Industrias Culturales y Creativas. «¿Son cultura?», se pregunta.
Dos noticias de eldiario.es y El País en las visitas del exministro de Cultura y Deporte, José Guirao, a la última Gamescom de Colonia y al Gamelab de Barcelona.
En cierta manera, la entrevista es un reflejo del poco interés cultural que despierta el videojuego en determinados círculos en comparación con otras disciplinas. Si analizamos la prensa escrita española, por ejemplo, son muchos los periódicos que todavía ubican el videojuego en la sección tecnología —El Mundo, La Vanguardia o ABC lo hacen—, desligándolo casi siempre de la sección cultura —solo en El País y eldiario.es tiene esta consideración— a la que sí pertenecen el cine, la música, el teatro, la danza o incluso los toros. La tónica de las grandes editoriales es desplazar la actualidad del videojuego hacia blogs o portales especializados, como sucede con Meristation (El País) o Vandal (El Español), motivo con el que parecen justificar después su escasa presencia en las páginas generalistas.
De hecho, y con independencia de la sección donde se encuadre, si comparamos cine y videojuegos —por ser dos disciplinas audiovisuales de masas con una demanda e interés similar—, el número de noticias relacionadas con los segundos son mucho menor. Cualquier muestra es suficiente para comprobar la diferencia: del 1 al 23 de enero de este año (fecha en la que preparaba la documentación de este artículo), por ejemplo, El Mundo publicó cinco noticias con la etiqueta videojuegos, mientras que solo hizo falta una semana para generar cerca de 60 textos sobre cine. Una proporción similar se puede ver en El País, que publicó siete noticias de videojuegos en algo más de tres semanas y, sin embargo, en cine solo hicieron falta tres días para superar la treintena de artículos.
Campaña «explosiva» de 2019 contra la obesidad del Servizo Galego de Saúde (SERGAS) y la Xunta de Galicia.
La “desubicación” y las escasas noticias relacionadas con los videojuegos en los medios de información generalistas construyen una imagen sesgada del medio y de la disciplina. Fuera del entorno especializado, la mayoría de las veces los videojuegos son tratados más como un producto tecnológico que como una obra cultural. Es cierto que cada vez son más las voces que se suman en señalar las capacidades artísticas del medio, con artículos periodísticos que ponen en valor el videojuego como producto cultural, pero lo cierto es que ese tratamiento luego se desvanece en el día a día. Lo que interesa en este escaparate de la información de masas es su expansión en términos económicos y de impacto, pero no tanto su perspectiva creativa o autoral. Los periódicos inciden más en las cifras, en el alcance de un megaproyecto como Red Dead Redemption 2 (Rockstar, 2018), que en su contenido artístico o su reflexión. Llama la atención que en periódicos como La Razón, los videojuegos carezcan de hueco en sección alguna, pero los recientes esports tengan un espacio propio en la sección de ocio y compartan ese privilegio con otras temáticas como televisión, gastronomía, viajes y sí, nuevamente toros. Una señal más de que lo que atrae casi siempre es su potencial de negocio. Los videojuegos generan información en muchas esferas distintas: pueden ser tecnología, entretenimiento, un acontecimiento deportivo, un negocio, un fenómeno social… pero también son una obra cultural y alejarnos de ese enfoque, de sus consideraciones como creación artística, es ocultar una cualidad esencial para entender su valor.
Por supuesto, esta imagen que proyectan los videojuegos no debe estar exenta de autocrítica. El sector a veces parece estar cómodo con su condición de entretenimiento inocuo: incapaz de admitir que, como obra, también posee argumentarios políticos, de responsabilizarse de algunos aspectos nocivos asociados al juego (loot boxes) o de tomar conciencia de sus estereotipos negativos y de su naturaleza, en ocasiones, violenta, hipersexualizada y sexista. Esta infantilización del medio transmite un mensaje confuso al exterior, porque no se puede reclamar derechos sin responsabilidades, porque no se puede ser a la vez un arma y un juguete.
VIDEOLUDIFICACIÓN, EMPATÍA Y CIENCIA
La «videoludificación de lo real» a la que se refiere el investigador Daniel Muriel, coautor —junto al profesor Gary Crawford— de Videogames as Culture (Routledge, 2018), es una evidencia de hasta qué punto el videojuego influye en la cultura y la sociedad contemporánea. En este sentido, explican Muriel y Crawford, «diferentes aspectos de nuestras vidas son colonizados por la lógica y las mecánicas de los videojuegos». Por ejemplo, señalan que «ámbitos como los de la economía, el trabajo, el ocio, la política, la educación, la salud, las relaciones sociales, las identidades o el consumo son atravesados por la razón que gobierna los videojuegos». De la misma manera, en el análisis del trabajo de Crawford y Muriel que hace Luca Carruba, director de ARSGAMES, en su artículo La cultura en juego, se indica también el camino a la inversa, es decir, que el videojuego no es ajeno al mundo que le rodea, reproduciendo, entre otros aspectos, «las racionalidades políticas neoliberales de la sociedad contemporánea». Carruba pone como ejemplo Super Mario Bros. (Nintendo, 1985), en el que todo su mundo «son cajas, objetos, artefactos que podemos destruir sin importar quién usa/vive/habita ese espacio, ya que está diseñado como nuestro personal parque de diversión. Y no es baladí que sean monedas lo que Mario recolecta, elemento que mejor representa el proceso de acumulación dentro de la sociedad capitalista: acumulación sin importar las consecuencias de nuestras acciones en los demás y en el ambiente». Nadie puede discutir la dimensión cultural del videojuego porque su producción no solo tiene un gran impacto en la sociedad, sino que esta, a su vez, moldea su discurso. Además, el videojuego sirve para conocer o entender mejor la realidad, pero también, como apunta Carruba, puede trazar y experimentar con «contranarrativas», y tiene un lenguaje propio para hacerlo. El videojuego puede imaginar nuevos órdenes, «verdaderos mundos de ficción», que diría Antonio J. Planells.
Una de las herramientas propias del videojuego es la interactividad, un arma poderosa no solo desde su obvia perspectiva lúdica, también en su faceta expresiva o discursiva. Como apuntan Crawford y Muriel, el medio lúdico tiene un gran potencial para ponernos en la piel de otras personas y comprender mejor sus problemas. A través de esta empatía, el videojuego puede añadir matices que otras artes no pueden transmitir, como por ejemplo para mejorar la compresión de dilemas [Paper, Please (3909 LLC, 2013) o The Walking Dead (Telltale Games, 2012)]; para ponerse en el lugar de las víctimas ante una experiencia dolorosa o una enfermedad [That Dragon, Cancer (Numinous Games, 2016)]; o para la identificación de vivencias cotidianas o amorosas [Florence (Mountains, 2018)].
No obstante, es necesario recordar que los videojuegos tienen más recursos que los simplemente narratológicos. En el medio, la historia solo es una posibilidad, no un imperativo. Y esta “carencia” no les resta cualidades, porque el videojuego es una disciplina que mezcla a la perfección ciencia y arte, técnica y expresión, objetividad y subjetividad, y su mensaje no se reduce a un guion. Los mundos que crean los videojuegos y la acción que se desprende de ellos son constructos narrativos en sí mismos, con una coherencia que no depende de una historia ni de un contexto al uso, sino de un sentido mecánico. Digamos que la importancia de Bayonetta (PlatinumGames, 2009) no está en su extravagante argumento, ni en el carisma de su protagonista, está en la manera en que el jugador interactúa con el escenario, con los enemigos, en la capacidad para expresarse a través del combate, a través de la combinación de botones casi coreografiada que produce una respuesta orgánica y placentera. El videojuego no tiene por qué imitar la realidad ni a otras artes, puede salirse de la historia lineal, de la composición tradicional de otros medios y ocupar espacios que hasta ahora no se podían explorar (o al menos no de la misma manera).
Quizá, el menosprecio hacia los videojuegos tenga algo que ver con esta dualidad entre ciencia y arte. En su artículo Arte y tecnología: una frontera que se desmorona, Xavier Berenguer, profesor de la Universidad Pompeu Fabra, explica cómo, con el tiempo, las dos comunidades opuestas de las que hablaba Charles Percy Snow en Las dos culturas, esto es, la de los científicos y la de los artistas, han acabado por reconciliarse. «Durante la antigüedad, no había ninguna separación entre artistas y científicos. Los griegos no hacían distinciones, todo era techné (arte, habilidad, técnica, destreza…)», pero el divorcio entre artistas y científicos «tuvo su inicio con Newton y su modelo mecanicista del universo, y se consolidó a continuación con las consecuencias de su método, singularmente durante la Revolución Industrial». Berenguer habla de que la reacción de los artistas fue la de refugiarse en sí mismos. Durante el siglo XIX y buena parte del XX lo habitual era una actitud como la de William Morris: «El artista y la máquina son absolutamente incompatibles». Sin embargo, entre los artistas hubo visiones alternativas como la de los futuristas (la tecnología como aliado), el dadá (la máquina como motivo), los constructivistas (uso de nuevos métodos y materiales)… En la actualidad, y desde la irrupción del ordenador personal, señala Berenguer, su aplicación «en la comunicación y expresión audiovisual ha progresado extraordinariamente; su práctica constituye un claro ejemplo de fusión entre arte y tecnología».
Captura de pantalla extraída del vídeo de Carlos Coronado, Detail Textures in Unreal Engine 4 and INFERNIUM.
La actitud de aquellos artistas del siglo XIX, que renegaban de los avances de la ciencia y de su implementación en el arte, me recuerda un poco a esa misma inmovilidad que vemos hoy en las élites a la hora de expandir su idea de arte o de alta cultura. Como si artes clásicas como la pintura no hubiesen accedido a nuevos materiales o la música hubiese permanecido siempre ajena a la tecnología. De hecho, Berenger resume con precisión cómo el secado rápido de las pinturas acrílicas tras la Segunda Guerra Mundial supuso toda una revolución o cómo la música “perdió su pureza” cuando John Cage, en 1938, trucó las cuerdas de un piano con diversos materiales y propuso la composición basada en el azar (música electrónica).
Por su puesto, esta percepción elitista del arte no es nueva y varias voces del medio han denunciado lo absurdo de este desprecio a la cultura popular. En 2016, Steven L. Kent, autor de La gran historia de los videojuegos (2001), en una entrevista para El Cultural aseguró que los artistas ajenos al sector desdeñaban el videojuego y que incluso las élites habían «redefinido el arte para excluir la interactividad». En este sentido, Kent parecía sugerir que el desprestigio cultural del videojuego guardaba relación con la vieja distinción entre alta y baja cultura, entre lo que llamamos cultura de masas y la que acogen las élites. En esa línea apunta Daniel Aranda, profesor de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), asegurando que «lo que está mal visto es cualquier recurso cultural que no esté asociado a la alta cultura». A Aranda le preocupa el argumento de que solo es buen entretenimiento lo que se asocia a alta cultura y «lo que queda fuera es juzgado bajo el miedo social».
Esta obsesión por identificar lo que es o no es alta cultura no tiene la sana intención, como sería lógico, de delimitar un espacio o de crear una clasificación de productos, sino que solo sirve para emitir un juicio de valor. De esta manera, la asociación es sencilla: cuando se aparta al videojuego de la alta cultura, lo que se sugiere es que se trata de un arte menor. Se cae así en una categorización clasista que se aleja de lo que de verdad nos debería importar, que es tratar un contenido cultural desde su propia perspectiva cultural. Por eso, en vez de preguntarle al ministro si los videojuegos son cultura, como los toros, habría sido más interesante saber por qué no los tratamos como tal.