En su vídeo sobre cómo hacer el tráiler de un videojuego indie, Mark Brown dice algo muy interesante sobre el aspecto gráfico de estos. Según él, una vez se ha pensado lo que va a ser el juego en términos generales (género, mecánicas básicas, temas que tratará, etcétera) la pregunta inmediatamente posterior debería ser: «¿Cómo va a lucir?» O al menos si su pretensión es ser mínimamente exitoso a nivel comercial.
Y es lógico. En una época dominada por la imagen, donde las primeras impresiones son de vital importancia, lo normal es que el aspecto gráfico de un videojuego se halle en la matriz de su desarrollo o muy cerca de ella. De hecho, algunos juegos se saltan ese primer concepto/boceto y pasan directamente a imaginar su estilo visual. Se me vienen a la mente ejemplos como GRIS (Nomada Studio, 2018) o Cuphead (StudioMDHR, 2017) que, con mejor o peor resultado, primero fueron estética para después añadir mecánicas jugables como excusa para poder ser videojuego. Sustancia antes que esencia.
Dentro de este panorama, una obra como Lonely Mountains: Downhill (Megagon Industries, 2019) cobra valor doble por cómo su aspecto también delimita su esencia. Echando un vistazo rápido, podría parecer que su estilo low poly y la paleta de colores que utiliza están ahí para llamar la atención, para diferenciarse artísticamente (siempre me da rabia referirme así a esta faceta de los juegos). Pero, una vez echas a rodar ladera abajo y derrapas en la primera curva, las sospechas se disipan por completo. En Megagon Industries saben lo que hacen.
En Lonely Mountains: Downhill el terreno es protagonista absoluto. Su incidencia en el manejo de la bici está presente en cada movimiento, por nimio que parezca. La dificultad puramente física de navegar sus escenarios hace necesario que sean fáciles de leer sobre la marcha. De ahí su aspecto poligonal y sus sencillos colores.
Gracias a ambos apartados, deducimos el paisaje de manera inconsciente. Si una pendiente es inclinada o tiene muchos pliegues de terreno, será más complicado descender por ella. Los caminos color tierra son seguros y permiten una mayor aceleración. También hay zonas de un color algo desgastado, indicativo de que es un camino más complicado, pero también viable. En cambio, si el color es uniforme y sin caminos marcados, usted transita por aquí bajo su cuenta y riesgo.
La arquitectura poligonal, además, tiene un propósito muy marcado. Los entornos y objetos de cualquier videojuego tridimensional tiene una estructura basada en polígonos (la malla, «lo que tocas», junto con su hitbox para detectar las colisiones) y otra formada por texturas (su color, la superficie, «lo que ves»). Por eso es tan coherente que un juego donde la fisicidad tiene tanto peso, donde cada contacto de las ruedas con el terreno responde a unas leyes físicas depuradas hasta el extremo, lo que se vea sea lo mismo que lo que se “toca”.
Caer desde una altura considerable sobre una rampa irregular acelera a nuestro avatar, pero solo si orientamos su peso de la forma adecuada (y siempre y cuando nuestro ciclista no se parta la crisma). La mayoría de combinaciones acaba con la pérdida de la trayectoria deseada. Una vez en vuelo, cualquier piedrecilla puede suponer una tragedia.
El descumbrimiento en Lonely Mountains: Dowhill
Lonely Mountains: Downhill es, sobre todo, un homenaje continuo a los desafíos que empezó a afrontar el videojuego a mediados de los 90 con el salto a las tres dimensiones. Con la posibilidad de abrir los entornos jugables, la exploración y el descubrimiento alcanzaron un nuevo significado. Dos aspectos en los que los títulos de aquella época siempre se quedaban cortos en comparación con las ansias del jugador por peinar cada centímetro del paisaje. Jak & Daxter (Naughty Dog, 2001) fue mi primer plataformas en 3D, y todavía recuerdo tratar de nadar hacia el horizonte una y otra vez porque se veían islas a lo lejos. Sin embargo, cuando te alejabas demasiado, aparecía un pez gigante y te tomaba de almuerzo. En mi mente de niño debía de haber una forma de zafarse de aquel tiburón y de llegar al archipiélago de aspecto sinuoso que se divisaba a lo lejos, y que ya había visto que mi hermano mayor visitaba en su partida. Pero no. Había que ir en una barca.
Este es un rápido ejemplo de cómo los mundos se quedaban cortos ante los instintos más básicos del jugador. ¿Quién no ha intentado en un sandbox subir a una montaña por todos los medios hasta cerciorarse por completo de que es imposible? Este fenómeno también sucedía antes en los JRPG donde la aventura llamaba a la exploración, pero su dimensión era mucho menor.
El uso de la cámara en estos juegos, ya sea la tercera persona de los de mundo abierto o la cenital del JRPG, llamaba a la libertad de movimiento. En Lonely Mountains: Downhill, el jugador no controla la cámara, solo al avatar, por lo que curiosear se convierte en un mayor acto de fe, ya que aquí el enfoque del plano solo sugiere desvíos cuando ya estás muy cerca del camino alternativo.
A este respecto, recorrer cualquier ruta en el título de Megagon Industries se convierte en un incesante estímulo. Cada pocos segundos aparece una pregunta del estilo «¿y si bajo por aquí?», «¿este camino será un atajo?». Y también a la inversa: «Vaya, parece que había otro desvío que llevaba hasta este punto». Todo esto provoca que no te enfrentes dos veces de la misma forma a un descenso. No solo porque cada derrape, salto o acelerón sean diferentes, sino porque es extraño que, dadas las posibilidades, recorras el mismo camino. Lo normal es que después de haber pasado una hora en una ruta que se desciende en dos minutos, todavía desconozcas la mayoría de recovecos que esconde.
Además, desviarse por un camino remoto no solo es excitante por preguntarte a dónde llevará, sino porque enfrentarte a él supone improvisar ante lo desconocido, sobre todo si la superficie es peligrosa y vas con el freno echado por miedo. Esta sensación alcanza el cénit de lo gratificante cuando el camino se reconecta con una zona de la ruta que ya conocías y que te ha hecho recortar mucho tiempo. O mejor aún, cuando acabas en otra zona de la misma montaña que pertenece a una ruta que no preveías visitar.
Puede que algunos jugadores sientan satisfacción al descubrir el lugar de descanso que hay en cada ruta, que permite pararse y admirar el paisaje. Sin embargo, para mí, la exploración de Lonely Mountains: Downhill no es la que acaba en un paraje bonito donde descansar, sino la que te obliga a luchar cada pedalada hasta que demuestras que el desvío que has tomado al fin se hace viable.
La perversión del curiosear
Es una pena que los problemas Lonely Mountains: Downhill lo castiguen tanto, ya que precisamente se encuentran en su exploración. Para desbloquear nuevas rutas y montañas tendrás que explorar, pero más por arañarle segundos al cronómetro que por la simple curiosidad del descubrimiento. Cuando afrontas una y otra vez un desvío peligroso para ganar tiempo, se deja a un lado la exploración y aparece la repetición por lograr el perfeccionamiento y que te permita cruzar antes la meta. Un campo, el del riesgo-recompensa más puro, en el que Lonely Mountains: Downhill sigue siendo bueno por su profunda comprensión de la fisicidad, pero en el que se diluye la potencia con la que impactan sus momentos de descubrimiento. Los tiempos a batir no suelen ser muy exigentes, pero hecha la ley, hecha la trampa: la pericia por llegar antes se impone a todo lo demás.
El propio juego duda entre estas dos vertientes en su diseño de niveles, pues la tercera montaña de las cuatro que hay reduce muchísimo esa sensación de aventura y se enfoca mucho más en la parte de desafío más inmediato.
Me gusta imaginar un hipotético Lonely Mountains: Downhill como una especie de Outrun (Sega-AM2, 1986) donde conoces el principio y el fin, pero no el trayecto. Donde la única forma de descubrirlo es recorriéndolo. Si los senderos, rutas y montañas se revelasen a nuestro paso sin necesidad de batir a un cronómetro, Lonely Mountains: Downhill quizás no sería tan basto ni sus entornos tan complejos, pero su mensaje permanecería más puro.