NOTA: este artículo se publicó en ZenhGames en julio de 2016. Se le han hecho las correcciones mínimas para poder adaptarlo al nuevo alojamiento, pero sin cambiar ni desvirtuar el original.
Confieso que, a mediados de los 90, cuando no era más que un renacuajo de seis o siete años, llegué a desarrollar una pasión casi enfermiza por las aventuras gráficas. Sin contar con las demo que conseguía a base de amontonar revistas, cada año solía hacerme con solo dos títulos nuevos: uno por Navidad y otro por mi cumpleaños. Por razones obvias, solía ser bastante precavido cuando llegaba el momento de escoger mis regalos ya que, de equivocarme, tendría que apechugar con aquella castaña hasta la siguiente fecha señalada.
Fue por esto por lo que en algún punto de mi infancia las aventuras gráficas acabaron por convertirse en mi género comodín. Se me antojaban gráficamente atractivas, interesantes y con un nivel de reto elevado (lo cual acababa por repercutir directamente en su duración). Otra de las razones por las que empecé a jugar aventuras gráficas como un poseso fue por la predilección que mi padre sentía hacia el género. Al tratarse de «cuasi» novelas electrónicas, mi padre, matemático de profesión y devorador de libros en su tiempo libre, parecía disfrutarlas tanto como yo. Por este motivo, a diferencia de lo que ocurría con otros títulos, no solía importarle que me pasara horas pegado a la pantalla del ordenador. Su nivel de implicación con el género no terminaba ahí: cuando me enquistaba algún puzle en concreto, mi padre siempre se mostraba accesible para ayudarme a resolverlo.
Mi padre parecía despachar sin demasiadas complicaciones los enigmas que yo catalogaba como más “adultos”, es decir, aquellos en los que para alcanzar la solución se requería de cierta dosis de raciocinio avanzado. Sin embargo, cuando la resolución del problema se alejaba de lo que él consideraba como racional, la cosa cambiaba. En el clásico Indiana Jones and the fate of Atlantis (LucasArts, 1992) no tuvo problemas en deducir que, haciendo uso del teodolito (un cacharro empleado en topología), Indi podía revelar fácilmente la localización de una de las reliquias que necesitaba para acceder a la Atlantida. Por el contrario, en títulos más abstractos como los de la saga Gobliins, se le atragantaban incluso los puzles más sencillos.
El principal problema que mi padre veía en aquel tipo de aventuras gráficas era que, en muchas ocasiones, hacían uso de una lógica que solo era tal dentro del propio videojuego. En otras palabras, la mayoría de situaciones que se planteaban a lo largo de la aventura no se podían proyectar en el plano de lo “lógico”. Mi padre concebía aquellos puzles como piedras en el camino, obstáculos diseñados exclusivamente para ralentizar el progreso del jugador y los repudiaba. Y aunque algo de razón no le faltara, hay que tener en cuenta que, cuando se trabaja con un sistema de referencia distorsionado (como suele ser el de un videojuego), el punto en el que una situación deja de ser lógica y pasa a ser absurda (o poco intuitiva) puede resultar una tarea harto complicada.
Se conoce como mecánicas de juego al conjunto de leyes virtuales diseñadas con el fin de proveer interacción en el interior de un videojuego, dando lugar con ello a la jugabilidad. Con el objetivo de crear experiencias accesibles a todos los públicos, muchos desarrolladores intentan esclarecer estas funcionalidades lo antes posible, ya sea mediante la inclusión de mensajes emergentes o la adición de algún nivel de prueba o tutorial. Otros optan por dejar que sea la propia jugabilidad la que acabe por adiestrar al usuario. Uno de los mejores ejemplos de esto lo encontramos en el primer nivel de Super Mario Bros. (Nintendo, 1985) en el que, en unas pocas pantallas de scroll lateral, se transmite al jugador todo lo que necesita saber para iniciar un golpe de Estado en el reino Champiñón.
Pese a las buenas intenciones del desarrollador, siempre existe la posibilidad de que el usuario no se muestre receptivo frente a este tipo de indicaciones. En estos casos, podemos concluir que la comunicación entre jugador y videojuego no está fluyendo de la forma en la que debería. No obstante, en géneros algo más flexibles como el de las aventuras gráficas puede llegar a darse el caso contrario: aquel en el que, a pesar de los esfuerzos del jugador por afrontar cierta situación, no sea capaz de entender como encararla.
En 1995, Psygnosis lanzó Discworld para PC y PlayStation, una aventura gráfica tan original como desquiciante. Discworld bebía directamente de la maravillosa saga de novelas homónima de Terry Pratchet, la cual hacía gala de un universo muy particular donde la magia y la picaresca estaban a la orden del día. Los desarrolladores, Perfect 10 Productions, sabían que, si querían contentar a los fans de Terry, el juego debía ofrecer el mismo humor retorcido de las novelas. Esto, que no tendría por qué haber sido algo negativo, acabó por repercutir en el diseño de sus puzles, generando una brecha infranqueable entre el título y aquellos que no habían oído hablar jamás de Rincewind, Mort y compañía. Y lo peor de todo era que, aun habiendo leído cada una de las novelas de Pratchet, muchos de los movimientos que el juego esperaba de nosotros resultaban simplemente irracionales.
Por ejemplo: durante la segunda etapa de la aventura necesitamos arrebatar a un pescadero su cinturón de oro. La resolución del aparentemente inocente enigma pasa por encontrar unas natillas con propiedades afrodisíacas, hacérselas beber a un pulpo (al cual previamente habíamos atado y encerrado en un váter) y mandar al pescadero al urinario haciendo uso de unas prunas. En contraposición a las aventuras gráficas de tono más «serio» como la ya mencionada Indiana Jones and the fate of Atlantis, donde incluso se contempla la posibilidad de resolver un problema por diferentes vías, Discworld se regodea en su absoluta opacidad. La aventura de Psygnosis plasma a la perfección el carácter impredecible de las novelas de Pratchet, trazando un acertado retrato de sus excéntricos personajes. Sin embargo, yerra el tiro cuando trata de incluir al jugador en dicha realidad, convirtiendo cada paso hacia adelante en un reto innecesario y recurriendo constantemente a la prueba y error.
Si bien Discworld corresponde con esa concepción que mi padre tenía sobre las aventuras gráficas de carácter creativo, existen muchas otras que no solo desbaratan esta teoría si no que, además, demuestran que se pueden desarrollar juegos originales, estrambóticos e incluso absurdos, sin dejar de ofrecer retos coherentes. En Sam & Max: Hit the road (LucasArts, 1993), el estudio apadrinado por George Lucas idea una aventura épica para su antropomórfica pareja de detectives freelance (creada por Steve Purcell): el circo local de criaturas bizarras pierde de vista su atracción principal, el Bigfoot, y es tarea de Sam, el perro sabiondo, y Max, el conejo sociópata, el seguirle la pista. Gracias a los carismáticos personajes y al tono socarrón de su narrativa, los estrafalarios puzles del juego se adhieren al argumento con una naturalidad pasmosa. Y pese a que el título sea surrealista y algo exigente, nunca deja de lado al jugador, preocupándose en todo momento por hacerle partícipe de su peculiar universo. Sam & Max: Hit the road se construye en base a una lógica que parece más una broma interna que otra cosa. A pesar de ello, y a medida que progresamos en la aventura, esa «broma» acaba por interiorizarse, haciéndose un hueco en nuestra psique y dando lugar a su propio tren de pensamientos.
Esto resultaba más evidente en el ecuador del juego, cuando se suceden los eventos del Gator Golf, un campo de minigolf situado en Florida y plagado de cocodrilos. Allí, el dúo protagonista sufre un encontronazo con sus respectivos antagonistas: Conroy-Bumpus (un magnate de medio metro con respeto nulo por los animales) y su matón personal, Lee-Harvey. A estos no les hacía ni pizca de gracia que Sam y Max anduviesen metiéndose donde no les llamaban, por lo que deciden frenar en seco su investigación. Tras un enfrentamiento con Lee del que Sam no sale muy bien parado, Conroy utiliza a Max a modo de pelota de golf, catapultando al conejo hacia el interior del lago infestado de cocodrilos. Afortunadamente, Max aterriza sano y salvo en una de las atracciones del circuito y es Sam el que debe idear un plan para sortear a los reptiles y rescatarlo. La forma de alcanzar dicho objetivo es el siguiente: si se reemplaza la cubeta de pelotas de golf por otra repleta de truchas, se puede usar estos nuevos «proyectiles» para reorganizar a los cocodrilos del campo, creando así un escamoso camino por el que cruzar y salvar a Max.
Desde fuera, el puzle del minigolf es igual de surrealista que el del cefalópodo en Discworld, pero, a diferencia de lo que sucedía en la aventura del mago, en Hit the road, cuando dabas con la idea del cambio de cubos, deducir el resto del enigma pasaba a ser trivial. Y esta es precisamente la principal diferencia entre los dos juegos: aunque ambos están basados en mundos fantásticos y retorcidos, la interacción con el entorno es más intuitiva y coherente en el título de LucasArts.
Que una aventura gráfica sea excéntrica no tiene por qué derivar en una jugabilidad incoherente. Como comentó alguna vez el bueno de Ron Gilbert, padre, entre otras, de la saga Monkey Island (Lucasfilm Games, 1990), «los puzles y sus respectivas soluciones han de tener sentido. No tienen por qué resultar obvios, solo tener sentido». El quid de la cuestión no reside tanto en la naturaleza del problema planteado sino, más bien, en si la atmósfera que el título provee es la apropiada para alcanzar dicha meta.
Retomando el ejemplo de Discworld, lo que llama la atención en el puzle del cinturón y el pescadero no es la resolución del problema en sí, más bien el hecho de que Rincewind, el protagonista, sea «consciente» de la solución (y del porqué de sus actos) y el jugador no. En una aventura gráfica, el único recurso que posee el jugador es la información que recibe su personaje y el feedback que este le proporciona al interactuar con el entorno. Si el curso de los acontecimientos no resulta evidente para el usuario, pero sí para su avatar, no solo es un problema de comunicación, sino de coherencia interna.
Monkey Island 2: LeChuck’s revenge (LucasArts, 1991) ofrece un caso muy concreto de cómo integrar una lógica creativa sin caer en la incongruencia narrativa. Durante la primera parte del juego, nuestro protagonista, el ahora pirata Guybrush Treepwood, ve toda su fortuna arrebatada por un rufián de tres al cuarto llamado Largo LaGrande. Tras una serie de tropiezos, Guybrush acaba en la choza de una hechicera de aspecto tribal que le instruye en el místico arte de los muñecos vudú: una suerte de artilugio arcano fabricado a partir de los efectos personales del objetivo («algo de tela, algo de la cabeza, algo de su cuerpo y algo de sus muertos») con el que Guybrush podría neutralizar fácilmente a Largo sin recurrir a su (inexistente) fuerza física. Este primer capítulo sirve de introducción a un concepto nuevo, la magia vudú, que se desliga de la trama principal durante los subsiguientes actos hasta que se introduce nuevamente en el intervalo final. Si bien es cierto que durante este último capítulo se requiere de bastante más inventiva (y de algo de idea feliz) para reunir los materiales mencionados por la chamán, el jugador ya posee background suficiente como para que el escalado en la dificultad de los puzles resulte justificable.
Tan importante como llevar un buen ritmo narrativo o construir interesantes personajes es mantener la coherencia entre lo que ocurre alrededor del jugador y el objetivo a alcanzar. Obviamente, uno no puede pretender que se lo den todo mascado: el placer de las aventuras gráficas reside precisamente en el reto que supone resolver ciertos enigmas mientras avanzas en su trama. Aun así, como digo, el juego debe de proveer al jugador de todo lo necesario como para que estos tengan cierto sentido, sin confundir solución creativa con otra más irracional. Y si bien es cierto que la línea que separa ambos conceptos es delgada y quebradiza, puede resultar más sencillo diferenciarlos si tenemos en cuenta que, mientras que la creatividad requiere de perseverancia, imaginación y algo de inspiración, la irracionalidad se encuentra únicamente a un pulpo de distancia.