Corría el año 1895 cuando dos despiertos y curiosos hermanos, originarios de Besançon (Francia), patentaron un nuevo invento. El artefacto, diseñado a partir de un kinetoscopio, era capaz de simular el efecto de la persistencia retiniana humana, a través de un complejo sistema de cámara y proyector. En otras palabras, y como se definió por entonces, un aparato capaz de «fotografiar imágenes en movimiento».
Cuando los hermanos Lumière presentaron Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon (la primera película de la historia y no La llegada del tren como se suele erróneamente pensar) en la Sociedad Nacional de Desarrollo Industrial de París, probablemente no tenían ni idea de lo que se traían entre manos (llegaron a declarar que su invento no tenía ningún futuro). Pero la realidad era bien distinta: habían creado algo que cambiaría la cultura popular para siempre. Había nacido el ocio audiovisual.
Por su propia naturaleza como medio de expresión artística y forma de entretenimiento, el videojuego guarda mucha relación con el cine. Es difícil ponerse de acuerdo sobre el origen de los videojuegos (algunos remiten a finales de la década de los 40, mientras otros acuden directamente al Tennis for Two de William Higinbotham de 1958) pero lo que es incuestionable es que son industrias que en cierto modo han crecido en paralelo, retroalimentándose mutuamente y entremezclando técnicas y recursos. El estatus actual del videojuego, en plena madurez y convertido en el medio de entretenimiento que más capital genera, debe muchísimo a ese cacharro ideado por dos inquietos hermanos franceses.
Sin embargo, no sería hasta los años 80 cuando la interconexión entre ambos sectores se hizo más patente. Numerosos cineastas empezaban a fantasear con historias que si bien no estaban estrictamente basadas en videojuegos, daban un gran peso a los elementos tecnológicos, la realidad virtual y la electrónica, creando nuevas temáticas y escenarios para una industria necesitada de explorar nuevos ambientes. La película de culto Tron(Steven Liesberg,1982) es el máximo exponente de esto que comento, pero ha habido muchos más, entre las que no puedo dejar de nombrar un clásico de la infancia como Starfighter (Nick Castle, 1984) o la magnífica ExistenZ(1999) de mi idolatrado David Cronenberg.
Por su parte, el videojuego miraba con envidia al cine, ya que las limitaciones técnicas impedían alcanzar un nivel narrativo similar al de las películas (si lo alcanzarán algún día está por ver). Pero eso no impidió que se encontrara un modo para generar beneficios propios a partir de los productos cinematográficos. En la década de los 80 empezaron a desarrollarse juegos basados en los grandes estrenos de la época, que utilizaban la notoriedad y popularidad generada por los films para recaudar unos dineritos. No se escondía que esa era la intención. La infame adaptación de la película de Steven Spielberg E.T. El Extraterrestre para Atari 2600, lanzada 1983, es el mejor ejemplo. No solo es considerado uno de los peores juegos de la historia, también fue capaz de generar uno de los más grandes mitos del mundillo (el entierro de miles de cartuchos del juego en el desierto) y es paradigma de la crisis que vivió la industria en los 80. El E.T. de Atari no sería el único ni el último caso: los jugadores hemos sufrido auténticas torturas interactivas gracias a productos basados en películas. Programas habitualmente inacabados, mal diseñados o carentes de presupuesto, cuyo único propósito era aprovechar el tirón comercial generado por la correspondiente película.
Por fortuna este mundillo que tanto nos apasiona siempre ha escrito sus propias reglas, y en una época en la que con tenacidad, pasión y una pizca de creatividad los adolescentes podían crear sus propios programas en cintas de case, comenzaron a surgir videojuegos que cumplían a la perfección con su principal cometido: entretener y divertir. A lo largo de todo el mundo aparecían nuevas propuestas e inevitablemente el videojuego se empezó a hacer un nombre dentro de la oferta cultural. El crecimiento de su popularidad provocó que el proceso se invirtiera: ahora era el cine el que quería fijarse en el videojuego.
Entre el cine y el videojuego existe una diferencia fundamental: mientras que el cine somete al espectador a un proceso de carácter pasivo, en el que se le presenta un argumento para su posterior desarrollo; el videojuego requiere participación directa, solicitando al usuario la ejecución de acciones e implicándolo activamente. El desarrollo de la historia depende de él e incluso a veces se puede «diseñar» en función de sus preferencias y decisiones. Tal grado de interactividad es inviable en el cine, y siempre lo será, porque desde el momento en que una película se pueda “manipular” ya no estaremos hablando de cine, sino de videojuegos.
Ésta es una de las razones por las que la industria cinematográfica ha basado su aproximación al sector del ocio interactivo en la adquisición de licencias de productos con buenos índices de popularidad, para realizar largometrajes habitualmente mediocres, pero que ayudan enormemente a sobrellevar el año fiscal de una productora. Es el mismo proceso y objetivos descritos previamente sólo que, 25 años después, se realizan en la dirección inversa. Las series animadas basadas en personajes como Pac-Man, Mario o Sonic dieron el pistoletazo de salida a la plena irrupción del juego en el medio audiovisual. Desde esos inicios de los 90 hasta hoy, desconozco cuántas películas basadas en videojuegos se han rodado, pero solo recuerdo como medianamente decente la basada en Silent Hill (Christophe Gans, 2006). De las adaptaciones a la gran pantalla de otras sagas reconocidas como Tomb Raider, Resident Evil, Max Payne, Mortal Kombat o Street Fighter es mejor no decir nada.
Sin embargo, existe un caso en particular, en el que una producción cinematográfica ha logrado conseguir un producto de calidad, sólido y, sobre todo, entretenido. Me refiero a la saga Piratas del Caribe, estrenada por Disney en el año 2003. Si habéis visto cualquiera de sus entregas puede que una inconfundible melodía esté resonando ya en vuestra cabeza. Y es que las aventuras del capitán Jack Sparrow se inspiran (o plagian u homenajean, elijan el verbo de su preferencia) inequívocamente en una de las más emblemáticas sagas del ocio electrónico: Monkey Island.
Tengo una costumbre un poco tonta. Como soy del sur, he sufrido muchos veranos de temperaturas que para sí quisiera el mismísimo Lucifer, por eso siempre que se acerca el periodo estival hago acopio (con enorme angustia, por cierto) de pelis, juegos y música que me acompañen en los involuntarios encierros en casa. Cuando eres el único pringado currando en agosto, se agradecen producciones que den una sensación de frescor y ayuden a sobrellevar esas noches en las que los termómetros no bajan de los 28º. Las cuatro películas lanzadas bajo el sello Piratas del Caribe me parecían un buen plan para cubrir un par de noches, y una vez visionadas mi satisfacción no puede ser mayor.
Aunque la saga tiene sus altibajos, funcionan a la perfección como producto comercial de entretenimiento, destacando por encima de todo un sentido del ritmo casi perfecto (sobre todo en Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra y Piratas del Caribe 2: El cofre del hombre muerto) y unas escenas de acción bien planteadas y ejecutadas (la batalla naval de la tercera entrega es increíblemente épica). Pero la mayor y más grata sorpresa ha sido descubrir que el mundo de Monkey Island (Lucas Arts, 1990), una de mis sagas de juegos favoritas y con la que me inicié en el mundillo, ha sido recurrentemente utilizada para crear las historias, los personajes, los escenarios y las situaciones de las que se nutre la saga.
Las películas están basadas en una atracción con el mismo nombre situada en el parque de atracciones Disneyworld Orlando, pero sorprende ver tantos detalles tan parecidos a los vistos en las aventuras del mítico Guybrush Threepwood. Es en los primeros compases del primer film, en la presentación del herrero William Turner, cuando experimentamos por vez primera una sensación de ‘esto ya lo he visto antes’. En esa escena el personaje interpretado por Orlando Bloom (un tipo que guarda muchas similitudes físicas y estéticas con Guybrush) está esperando para realizar una entrega a un alto cargo del Impero Británico. Como no tiene nada mejor que hacer, se dedica a toquetear objetos por el escenario, hasta romper un candelabro. Esta escena no sólo es un guiño a la dinámica de las aventuras clásicas point ‘n’ click, sino que también supone la irrupción de otro de los elementos clave de los juegos de Lucas Arts: el sentido del humor, a veces zafio, a veces abstracto, pero omnipresente en ambas obras. A partir de este momento la colección de referencias explícitas en las cuatro películas de la saga es continua.
No es mi intención abrir un debate sobre si Piratas del Caribe copió o no a Monkey Island, ya que sería una argumentación sin posibilidad de conclusión definitiva. Por la red muchas voces hablan de plagio descarado, pero esta teoría no se sostiene por el simple hecho de que el mismísimo Ron Gilbert, creador de la saga Monkey Island, ha reconocido en numerosas ocasiones haberse también inspirado en la atracción de Disneyworld Orlando para crear sus juegos (motivo por el que, según algunos, aparecen parques de atracciones en los Monkeys). Además, miembros del equipo de guionistas tanto de la película como del juego afirman haberse basado en la misma fuente bibliográfica: la novela On stranger tides de Tim Powers.
El caso es que para cualquier fan de Monkey Island el visionado de la tetralogía de piratas creada por Disney debería ser obligado, aunque solo sea por simple curiosidad y como ejercicio de identificación de referencias. De este modo, cada uno podrá elaborar sus propias teorías de imitaciones y plagios, y quizá, con suerte, descubra que existen otros modos de trasladar universos interactivos al mundo cinematográfico. Porque aunque Piratas del Caribe no esté basada directamente en ningún videojuego, ha capturado mejor que ninguna otra su espíritu.
Podríamos soñar con un estreno en cines basado en el universo Monkey Island, en el que a la entrada en vez de unas cutres gafas 3-D hechas de cartón nos dieran un muñeco vudú o un pato de goma, que como bien sabemos puede ser útil en infinidad circunstancias. Sin embargo, Disney no parece estar por la labor. No hace falta más que ver el uso que está haciendo de los derechos de esta y otras emblemáticas sagas, siendo el veto a un nuevo Monkey Island desarrollado por los fans el caso más flagrante.
Por eso, mientras los jugones aficionados al cine seguimos fantaseando con un largometraje con Guybrush de protagonista, una visita al mar Caribe puede ser una excelente manera de refrescarnos, combatir las altas temperaturas veraniegas y soltar más de una carcajada. Plagio mediante o no. Porque ya lo dijo el mismísimo Ron Gilbert:
«Cuando ví el último tráiler de la nueva película de Piratas del Caribe y pensé ‘Eh, yo esto lo he visto antes… No… Yo he jugado a esto antes… No… ¡Yo he diseñado esto antes!’ Y pensé ‘¡Esto es la película de Monkey Island!».