Al principio no había nada. El vacío total y absoluto. Unos acordes similares al Also Sprach Zarathustra de Richard Strauss cobran forma entre la luz mortecina del complejo Theseus. Theseus recuerda a thesaurus, del latín tesoro, almacén de conocimiento. Tal vez esta plataforma hostil (a nivel metafísico) donde se desarrolla el juego, contenga algo de eso, del arca del saber absoluto, la verdad sobre las civilizaciones. Una reverb convolutiva se expande como las estrellas y nosotros nos limitamos a andar hacia delante, titubeando con la linterna, sin saber muy bien dónde hemos ido a parar. Pero los accidentes no existen. La narrativa empieza a filtrarse entre salto y salto; hay intereses enfrentados en la excavación. El tutorial es breve, atendiendo a esa máxima de «fácil de aprender, difícil de perfeccionar». Tenemos una pistola-impresora 3D para crear hasta cuatro doppelgängers. La primera muerte deja un eco de crujir de huesos y el silbido de escafandras rotas en mil pedazos. ¿Somos acaso homicidas, o suicidas, tramposos al fin? Más vale acostumbrarnos. Bajo la luz azul no podemos crear clones. Bajo la roja no podemos usar el permutador —para cambiar entre ellos—, bajo la rosa no podemos hacer nada… conviene salir pronto del rosa. Hay corrientes de aire. El sueño de Ícaro se materializa sobre el arco perfecto que componen nuestros clones, ahora cadáveres de sombra, fútiles fantasmas.
El argumento central nos dice que la humanidad agotó sus recursos naturales y, para evitar el colapso, crearon siete puestos remotos en diferentes puntos, y así extraer materiales útiles que enviar de vuelta a la Tierra. En la introducción puede verse la Estación 7 desintegrarse devorada por su sol más cercano, mientras la número 6, la nuestra, pierde el contacto y una de las cápsulas acaba en un presunto yermo inhabitable, allá donde se encuentran los Chori V, una forma de vida similar al gusano de seda. Esta sintetiza un mineral más duro que el acero. Se descubre que dichas formaciones de roca de alta complejidad tienen algún tipo de actividad electro-química, mostrando síntomas de inteligencia primitiva; son los llamados Watchers. Pero como sucede en el perenne océano de Solaris (Stanislaw Lem, 1961), esas rocas, de millones de años de antigüedad, se comunican telepáticamente con la tripulación a través de los sueños, enloqueciéndolos. Lo que se antojaba como una virtuosa simbiosis de genética y minería, se torna en una caníbal pugna de poderes: ellos son superiores y ya no estamos invadiendo su terreno, estamos siendo invadidos por ellos.
The Swapper fue escrito por Tom Jubert durante 2012. Jubert es un joven inglés que obtuvo fama a partir de la saga Penumbra, las terroríficas piezas de Frictional Games. Después le siguieron Driver: San Francisco, Binary Domain y Faster Than Light, todos ellos juegos especialmente interesantes desde la interacción íntima entre trama y mecánica. Hoy su nombre aparece rubricado entre los más grandes gracias a The Talos Principle, para muchos el mejor juego del pasado 2014. En su blog Plot is Gameplay’s Bitch, Tom nos recuerda los pecados de las narrativas vagas y las lides entre grandes historias y mecánicas obsoletas, arrojando un puñado de respuestas sobre esta relación habitualmente desasociada o, cuanto menos, compartimentada. Para The Swapper, Tom fue contratado en los primeros estadios del proyecto; Olli Harjola, fundador y leader designer del estudio sueco Facepalm, tenía un guion previo, de traiciones y ambiciones, de meteoritos y lenguajes extrasensoriales, pero de Tom es la frase “los límites del lenguaje son los límites del conocimiento”, y otra centena de sentencias que asaltan la pantalla como interferencias cuando nos acercamos a unas piedras gigantes que parecen tener la respuesta a las eternas preguntas, sirviendo, además, de crípticas pistas en los momentos cruciales.
Accedemos a la consola central, y en el registro 6 de nuestro periplo leemos el primer nombre del juego: Sam Cook. ¿Quién narices es este mandamás? Una voz femínea sigue, con inquina pertinaz, invitándonos a nosotros, los jugadores, a abandonar nuestra curiosidad, a no seguir avanzando y recogiendo esos 124 orbes monocromáticos. La gran virtud del juego es colar esa multiplicidad de voces, componiendo un palimpsesto de filosofías, sin atenazar al jugador, sin agobiar al usuario que no busca la experiencia y sí los puzles espaciales, el timing nervioso y los juegos de lógica inversa. Uno se queda mirando al clon y asume que es un espejo idiota de nuestros movimientos. Hasta el instante donde poseemos esa proyección holográfica, y ya no es él, sino nosotros, con lo que ello implica: la fisicidad del cuerpo la define la consciencia depositada sobre el mismo. Se presenta la clásica dicotomía frente a la holística del cuerpo y la mente, donde Arthur Schopenhauer decía que el problema de la relación entre mente y cuerpo era «el nudo del mundo». Nosotros, como entidad, somos el tiempo que nos queda, con el cronómetro y la gravedad corriendo en contra. Nuestra raza siempre tuvo fecha de caducidad.
Es interesante observar como la mecánica se mantiene inalterada durante todo el trascurso de la partida: desde que obtenemos la swappergun, asistimos a un crescendo narrativo acompañado de puzles cada vez más ingeniosos, pero en ningún momento se añaden elementos ni combinaciones a los cuatro botones o teclas básicos, más allá de los que descubramos o nos veamos forzados a aplicar. Quise saciar mi curiosidad mudando de mi partida de PC a consola. En la edición de PS4, el joystick derecho sirve para apuntar el arma y la linterna, mientras que con el izquierdo nos desplazamos por el mapa. En este punto, la inmediatez del ratón y el teclado se antoja más ágil, pese a poder calibrar la sensibilidad del mando. La traducción al castellano tampoco ofrece nada nuevo, fría y aséptica, así que me decantaría por la copia de escritorio. En cualquier versión, los Watchers nos enseñan una gran lección: la sacralización del nosotros frente al yo. Ellos no entienden la individualidad, la realización en términos freudianos de nuestra conciencia única y separada del resto. Ellos forman parte de una cadena de comprensión fluyendo y evolucionando a coro. Pero, ¿estamos dispuestos a entregarnos a ese amor glaciar de unificación total? Pregúntenle a la pila de esqueletos que fui dejando atrás.
The Swapper recuerda a Moon (Duncan Jones, 2009) y a todos esos antecedentes conspiranoicos de colonias terraformando lo imposible; huele a terror espacial; la ficción mesurada de desasosegantes futuros hechos trizas por obsesiones, máquinas desobedientes y secretos celosamente guardados que terminan por estallarnos en la cara. También recuerda a Braid, pero en este caso, la interacción íntima con el castigo y la pérdida de aquella magnífica acuarela, pasa a formar una parte mínima del contexto: estos puzles son más divertidos de resolver y su transcendencia puede ser sorteada; The Swapper no exige implicación activa. Recurriendo al efecto fotográfico tilt-shift —gran profundidad de campo pero atención selectiva, creando una sensación similar a las casitas de muñecas a escala— The Swapper coge mucho de la estética de Zero-G, de la mímica de la saga Oddworld, mezclado con un vocabulario narrativo propio de Arthur C. Clarke, para al final recombinarlo y subvertirlo en un cuento tétrico de tiempos y espacios espeluznantes. Uno se encuentra deambulando dentro de un pretérito invernadero y no puede evitar pensar en Glasshouse (Charles Stross, 2006), pero el juego en ningún momento empereza señalando hacia sus referentes, porque el conjunto se manifiesta orgánico… y original.
Este es un videojuego que no plantea dilemas éticos, ni subraya debates sobre nuestra ontogénesis, el significado del alma o la conciencia del hombre moderno. The Swapper logra algo mucho más complejo: llevarnos hasta esos estadios de pensamiento e incertidumbre de manera natural, mientras internamente nos devanamos los sesos luchando por encontrar la combinación adecuada y avanzar un poco más, sacrificando por el camino decenas de clones: para hacer una tortilla, hay que romper algunos huevos. Lo que a simple vista parece un metroidvania en 2D de facto, esconde tres años de desarrollo de poner y quitar, digitalizando decenas de maquetas en arcilla y cartón corrugado. Su diseño de rompecabezas impecable e implacable hace honor al nombre del estudio [Facepalm], aludiendo directamente al eureka! consciente y no al descubrimiento fortuito. Por otro lado, Carlo Castellano, graduado en Berklee y posteriormente en su nativa Nápoles en el Conservatorio Real de Música, compone el tapiz sonoro de drones granulados, pianos melancólicos, lúgubres texturas y leves ráfagas de cuerda, ordenando con lucidez el camino hacia el final del viaje. El resto lo hace Joonas Turner, el diseñador de sonido de joyas como Badland, Broforce o Nuclear Throne.
Mi viaje duró unas siete horas. Y pude sentir las sombras mudas de la Alegoría de la Caverna. Quedé bloqueado en dos puntos que al revisarlos en un walkthrough me sentí más tonto que una de esas piedras parlantes —siendo Jonathan Blow uno de los testers, The Swapper tiene poco de idiota—. Contra los momentos de tensión, nada mejor que ensayar el moonwalk. Puedo entender los prejuicios y el desasosiego de estar resolviendo acertijos todo el rato, pero si algo condena el juego, después del uso y abuso de la radioactiva swappergun, es que merece la pena luchar contra la mente colmena, antes que unirse cómodamente a ella. Este indie, de apenas 500 megas, logra incomodarnos con debates sobre culpabilidad, donde toda la tripulación ha caído en la quimera del falso deseo. Ellos se descubren cobardes y manipuladores pero nunca se reconocen en inferioridad. Nosotros, en cambio, tenemos la oportunidad de decidir. Y pocas cosas hay más honestas que confesarse en desventaja. Aunque cada uno es libre de hacer con sus clones lo que le parezca, ¿no? ¿Para qué vivimos, si no es para tomar decisiones?