Limitaciones y creatividad. Casi siempre que nos referimos a la escena independiente destacamos estos dos aspectos que se nos antojan antagónicos. Lo indie es una etiqueta que está estrechamente relacionada con la precariedad económica y la escasa mano de obra, pero también con la libertad creativa y la originalidad de sus propuestas. Sin embargo, lo que casi nunca se subraya es que ambos elementos se condicionan entre sí. Aunque no es una regla pétrea y constante, muchas veces se cumple: a mayores limitaciones, mayor creatividad. Algo de lógica encontramos en esta sentencia que nos recuerda que, al fin y al cabo, la necesidad agudiza el ingenio. Cuando tenemos pocos recursos, la innovación es casi una obligación. La escasez de dinero durante el desarrollo de un videojuego obliga a tomar atajos en la programación, a resolver los problemas con soluciones nuevas, ideas más baratas, insólitas, a veces brillantes. Muchas desarrolladoras independientes hacen de la estrechez, una virtud, configurando el producto en función de los víveres con los que cuentan. En un videojuego independiente las restricciones económicas pueden condicionar el género —¿qué tal puzles o plataformas?—, los escenarios —¿2D?— o incluso el estilo artístico —definitivamente píxeles en vez de polígonos—. El dinero es el punto de partida, un condicionante sobre el que edificar más tarde, pero la inventiva es la herramienta que moldea la obra.
La norma también se cumple a la inversa: a menores limitaciones, menor creatividad. Ya les digo que no es infalible, siempre hay excepciones, pero también es cierto que cuanto mayor es el presupuesto, menores son los riesgos que estamos dispuestos a correr. Detrás de esta filosofía se esconden las mecánicas clásicas que siempre funcionan, los aburridos tutoriales, las narrativas planas o la dificultad condescendiente que nos permite avanzar y avanzar. Los triple A puede que tengan el patrimonio y la creatividad de sus desarrolladores, pero ambos confluyen por caminos estrechos que eluden el peligro. Hay mucho en juego (nunca peor dicho).
Si algo debemos a la escena independiente son esas deliciosas limitaciones que derivan en propuestas puras y directas. Los videojuegos indie navegan entre la innovación y el homenaje, una mezcla que atrae tanto a jugadores de mecánicas clásicas como a aquellos entregados a los placeres del arte moderno. La inmediatez es su baza más importante, ahora que la moneda de cambio ya no es solo el dinero, sino el tiempo. Piensen en Guacamelee; Monument Valley; Braid; Papers, Please… que reclaman tan poco, pero entregan tanto. Lo indie parece pensado para redactores especializados con mil análisis pendientes, para los entretiempos de los padres de familia y para los jugadores de toda la vida, esos que ya no pueden ser esclavos de una sola novia virtual.
Con OlliOlli (Roll7, 2014) sucede algo similar, aunque con estilo propio: se vale de mecánicas clásicas, un elegante apartado audiovisual minimal y un sistema arcade que se acomoda en las partidas cortas, pero que despliega su potencial en función del tiempo que estemos dispuestos a perder. La experiencia se suministra en dosis pequeñas y agradables, pero en las que aflora el reto constante. La fórmula entra inmediatamente por los ojos hasta notar una suave caricia en las manos, a base de un sencillo scroll lateral que encierra la simpleza de los endless runner y la complejidad de los trucos made in skate de títulos pioneros en el género como Tony Hawk’s Pro Skater (Neversoft, 1999) o Skate (Electronic Arts, 2007).
OlliOlli demanda nuestra atención desde el primer momento, porque visualmente choca por su propuesta skateboarding y gráficos sujetos a dos planos. Estamos acostumbrados a que el género se valga de espacios abiertos y tridimensionales, donde los “trucos” luzcan y se perciban reales y orgánicos. El corsé de las dos dimensiones no parecen el mejor lienzo para un juego que reclama libertad de movimiento, pero esa idea se desvanece cuando comprendemos por dónde van los tiros. Lo cierto es que OlliOlli poco tiene que ver con los precedentes contemporáneos, de ellos tan solo recoge la implementación de los combos como mecánica principal. La maleabilidad del stick vuelve a ser clave para ejecutar los movimientos básicos y los grinds en raíles y bordes. Sin embargo, su estética y sistema de juego guarda más relación con los endless runner, algo compresible si, como sabrán, en un primer momento el proyecto estaba enfocado exclusivamente al mercado de los smartphones y las tabletas táctiles.
En este sentido, Canabalt (Adam Saltsman, 2009) parece un claro referente para Roll7, una evidencia que se deja ver en cada apartado del juego, ya sea en lo audiovisual como en lo estructural. Ambos títulos destacan por una estética minimalista y una cromática simple en los decorados. Canabalt juega con una amplia escala de grises, algo que OlliOlli copia descaradamente, aunque a mayores implemente otro color predominante dependiendo del nivel (tonos marrones en la Chatarrería, azules en el Puerto…). El diseño de las fases de OlliOlli sigue el mismo patrón en Canabalt, colocando las plataformas interactivas en un primer plano y dejando la ornamentación para los fondos. Incluso Roll7 parece dedicarle un guiño a Adam Saltsman con esa animación esporádica y característica del juego en la que una paloma levanta el vuelo a nuestro paso.
Si nos fijamos en la estructura y en la mecánica principal, las similitudes entre ambos títulos se mantienen. La acción se filma desde la misma perspectiva, con un scroll infinito que va destapando las plataformas según avanzamos. Incluso el tamaño ridículo de nuestro avatar es seña de identidad de ambas IP, que prefieren centrar la atención en los elementos que debemos sortear (caso de Canabalt) o grindear. De hecho, este travelling continuo es una de las bases sobre las que se sustenta el sistema de juego y que mide el timing correcto para ejecutar cada movimiento. En OlliOlli, como sucede en Canabalt, jugamos a ciegas con el escenario, debido a que no contamos con toda la información crucial que necesitamos para avanzar con éxito, sino que la recibimos sobre la marcha. El título de Saltsman se aleja del de Roll7 en dos aspectos clave: la naturaleza procedimental de sus escenarios y el carácter infinito de sus niveles. En OlliOlli los escenarios (diez por cada uno de los cinco mundos) tienen un diseño definido y finito, algo que le confiere más variedad en sus plataformas y unos objetivos más complejos que simplemente avanzar y recorrer kilómetros. De OlliOlli, los novatos extraen una lección importante: olvídate de ese deporte contemplativo en el que tú imponías el ritmo, buscabas las mejores zonas y te levantabas tras una lastimosa caída; olvídate, aquí si el monopatín deja de rodar, la partida termina.
Como experiencia, OlliOlli también tiene unas pretensiones similares a las de Canabalt. Ambas propuestas no se conforman con mecánicas adictivas para atrapar al jugador, sino que interpretan la zona de juego como si se tratase de un entorno zen en el que los elementos estéticos, mecánicos y sonoros fluyen para construir un espacio apacible durante horas. En este sentido, la música desempeña un papel crucial que los identifica no solo por el estilo y la candencia melódica de los temas elegidos, sino también por cómo los incrusta. La partida repetitiva que caracteriza a este tipo de juegos, llena de inicios y reinicios en una misma pantalla, les obliga a implementar las piezas musicales a modo de sesiones ininterrumpidas. La música ambiental permanece de fondo mientras enlazamos los combos, pero también cuando aterrizamos en el suelo con nuestras posaderas. La armonía no se detiene si se suspende la acción o retrocedemos al menú de opciones, al contrario, permanece inalterable hasta que deje paso a la siguiente. Un detalle que puede parecer intrascendente, pero que en realidad es una muestra más del diseño inteligente de OlliOlli. Lo contrario —cortar los samples cada vez que reiniciásemos la partida u ojeásemos la pantalla de combos— hubiera dado al traste con la experiencia y agotado la paciencia del jugador, tras la treintena de hostias en unas escaleras cualquiera.
No solo debemos agradecer este detalle, ya que posiblemente OlliOlli cuenta también con la mejor selección de temas posible, incluso si nuestro gusto no es especialmente sensible al dubstep, el chiptune o la música electrónica. La variedad de las piezas escogidas pasan del bombardeo psicodélico de temas británicos como Society (The Qemists) a piezas más relajadas como Dwarf Dace (Flako), pasando por melodías con reminiscencias de hip-hop, jazz o bebop. Una banda sonora recomendable en la que destacan temazos de Ackryte como Lazy Susan o de Sweatson Klank como I Can’t Explain, que a veces a un servidor le recuerdan a las interminables sesiones con Lumines (Q Entertainment, 2005).
OlliOlli propone un estilo directo y sin preámbulos, ni pretensiones narrativas. Desde un primer momento queda claro su objetivo, que no es otro que el de superar nuestros propios límites. El tutorial (optativo) es casi una obligación antes de abordar los niveles. Los controles siguen la ruta minimalista que marca la propia estética, con un botón para impulsarnos y aterrizar en el suelo, y la palanca para dibujar los combos aéreos y grindear las barandillas. Los trucos están abiertos desde el principio, desde el kickflip más básico al Backside Bigspin para expertos y que requiere de los gatillos superiores del mando. En OlliOlli está todo listo y dispuesto para que experimentes desde el primer momento.
La curva de aprendizaje, así como los espacios cortos y repetitivos de sus niveles, le confieren una característica singular a OlliOlli: un título que el jugador disfruta, pero el observador aborrece. ¿Por qué? La partida en un escenario al azar puede durar entre 7, 13 o 30 segundos, por decir algo. OlliOlli te sumerge en una vorágine de caídas y reinicios constante que solo puede soportarla el que desata la tormenta. Detrás de todos tus errores, pulsiones a destiempo y saltos mal calculados brota el aprendizaje, amaestramiento que irá endureciendo tus pulgares hasta alcanzar objetivos por los que, diez minutos antes, hubieses pagado por evitar. OlliOlli es un juego difícil, sobre todo cuando desbloqueas los diez niveles de cada mundo y descubres con asombro cuán majestuosa como puñetera puede ser la posición de un cubo de basura. En el horizonte tan solo estás tú y el escenario, como cuando intentabas arañar segundos al cronómetro en cualquier tramo de un Colin McRae, solo que ahora lo que te separa de la gloria no es una buena interpretación de una curva, sino reaccionar una milésima de segundo antes, tras saltar entre dos plataformas donde tan solo cabe un monopatín atravesado y el tacón de unas Reebok.
Cuando agotas los escenarios, el secreto que mantiene el punto de sal justo es el modo Daily Grind, con un nivel nuevo cada día en el que compites con el resto de jugadores del mundo. Una modalidad que resume de forma extrema el sentido de pureza y perfección que reclama OlliOlli, ya que podrás ensayar los combos y grindeos hasta que los dedos se ruboricen, pero solo tendrás un intento para pasar a la posteridad. ¿De qué te sirve ser un genio si no lo puedes demostrar cuando llega el momento? Solo tienes un intento para dejar tu puntuación en el ranking mundial (¡Uno! ¡Llevamos uno! Como diría el monigote de Gomaespuma en aquel sketch de conquistadores del Nuevo Mundo) y de nada te servirá haber batido el récord en un ensayo previo.
Las limitaciones y la creatividad. Quién lo iba a decir. Los indies están ocupando el hueco que han dejado aquellos arcades sencillos y adictivos que se han evaporado casi sin darnos cuenta. Ese nicho, en el que nos encontramos algunos jugadores que ya no tenemos tiempo para monsergas de 90 horas, lo están ocupando videojuegos independientes como OlliOlli, de mecánicas precisas y directas, pero con una profundidad que se adapta a los tiempos de su público. Tan solo hemos tenido que quitarles el dinero y los recursos, a cambio recogemos los frutos del trabajo creativo.