“Lo importante es participar”, nos decían desde bien pequeños cada vez que la derrota nos tumbaba de un izquierdazo; como si aquellas palabras guardaran un significado mágico que debíamos atesorar. Sin embargo, con la edad y la experiencia, la lógica nos va demostrando que prácticamente todo el mundo es capaz de participar, y no son más que unos pocos los afortunados que consiguen alzarse con la corona de la victoria. En toda nuestra vida, y por simple estadística, lo más probable es que perdamos más veces de las que ganemos. Y aun así, seguiremos intentándolo. Desde las profundidades de la mediocridad, una fuerza misteriosa nos empuja hacia la superficie, a reclamar un nuevo triunfo que, según creemos, nos pertenece por derecho propio.
Este enigmático aliado que nos hace persistir no es otro que el orgullo; una peligrosa arma de doble filo que puede hacer las veces de último estertor como de nudo en la soga. El orgullo es un concepto sustancialmente abstracto en la psicología, su hábitat natural, que aún se vuelve más obtuso si lo trasladamos al marco de los videojuegos. En la vida real, siempre que uno se enfrenta a un reto las reglas están muy claras: o ganas o pierdes, así de sencillo. En el plano virtual, la derrota se presenta como algo más orgánico, parte inevitable del proceso de aprendizaje a la par que conclusión final de acciones erróneas o precipitadas. La principal diferencia entre ambas realidades es que, por lo general, la primera pocas veces nos brindará una segunda oportunidad. En el plano de lo real equivocarse puede apartarnos permanentemente de la meta deseada, lo que traducido al lenguaje de los videojuegos vendría a ser una permadeath: la ausencia absoluta del reintento.
Fear is the mindkiller
Gracias a la naturaleza benévola de los videojuegos, la debacle no tiene por qué suponer una pesada carga emocional para el jugador, ya que siempre tendrá la posibilidad de enfrentarse, una vez más, al mismo reto. El hematoma emocional nacido del desastre previo empieza a cicatrizar en el mismo momento en que se visualiza la luz al final del túnel: una nueva oportunidad para hacer las cosas bien.
Y aun con todo, pocos son los géneros que consiguen que algo tan frecuente como el reintento resulte satisfactorio. Un claro ejemplo de corta-rollismo en la derrota lo observamos en el género RPG y, en particular, en la saga Shin Megami Tensei. Cada vez que la party es aniquilada en combate, el juego reproduce la misma cinemática una y otra vez machacando al jugador sobre la vida, la muerte y demás temas filosóficos; retrasando, de forma innecesaria, un potencial segundo asalto. Claro que, por definición, el RPG es un género lento y con una gran cantidad de capas. Volver a colocar al propio jugador ante un jefe final con solo pulsar start después de morir sería contraproducente para el ritmo del propio videojuego.
Si tomamos el RPG como la cruz de la moneda, el extremo opuesto vendría ilustrado con la cara, algo magullada pero siempre sonriente, del rey de los salones recreativos: el arcade. Cuando uno muere en mitad de una partida de Streets of Rage es plenamente consciente de que no van pasar más de cinco segundos hasta que se encuentre de nuevo repartiendo puñetazos como panes. A diferencia del ejemplo anterior, donde morir equivalía a sufrir una moderada cantidad de dolor emocional durante un período de tiempo considerable, en los arcade la derrota no es más que un fugaz latigazo cerebral. Un error de ejecución del que el jugador debe resurgir en cuestión de segundos. Y es esto, precisamente, lo que hace al género tan sumamente satisfactorio y adictivo pese a su sádica dificultad: la elevada cadencia de juego que se retroalimenta de los errores del jugador.
Si hoy tuviera que ponerle cara al rey de esta metafórica moneda, sería sin ninguna duda la simpática criatura en llamas que sirve de logo a Vlambeer, un estudio que se ha ido desmarcando del resto de desarrolladoras por pequeños trabajos, perlitas, como Ridiculous Fishing o Luftrausers, que les han llevado a estar en manos de muchos y en boca de todos. Cuando a principios de 2014 Vlambeer puso Nuclear Throne en early access de Steam, pocos se imaginaban la bestia que saldría de todo aquello.
The struggle continues
Después de una docena de meses mutando y evolucionando, ya nadie duda de que Nuclear Throne se haya convertido en la novena sinfonía que el género necesitaba. En NT, la línea que separa el castigo de la recompensa es prácticamente inexistente, basta con pestañear en el momento preciso para lanzar por la borda una partida perfecta. Esto hace que el nivel de concentración que se le exige al jugador sea siempre el máximo disponible, y debe mantenerse así durante toda la partida. Cuando la derrota solo puede ser evitada mediante una ejecución impecable, un error se convierte en un navajazo emocional, profundo como el mismísimo infierno. No obstante, el Trono es benevolente y, con tan solo pulsar un botón, el renacer sucede. Para cuando el cerebro se haya molestado en realizar las conexiones necesarias para procesar el dolor, el jugador ya no estará allí para escucharle.
La celeridad con la que el juego pasa de cero a cien, sumado a su carácter aleatorio e infinito, producen un efecto peligrosamente adictivo sobre el jugador. En el momento en el que se acaba la partida y nos damos de bruces con el vacío de la realidad, la única forma de volver a sentir ese subidón es tomar otra dosis, respawmear.
Cuando, inevitablemente, soltamos el mando y cerramos el juego, uno se pregunta: ¿realmente ha valido la pena? Innumerables muertes después, abandonamos la partida con una mezcla de desasosiego y calma. Lo primero motivado por la impotencia de sentir que no se avanza, de cerrar el ciclo con una última muerte. Mientras que lo segundo nos recuerda que, pese a todo, hemos desempeñado efectivamente nuestro cometido. Puede haber sido en la última, penúltima o incluso en la primera partida, pero lo importante es que en algún momento de nuestra sesión de juego hemos tocado el cielo. Probablemente ni siquiera hayamos superado nuestra mejor marca, pero eso no quita que no hayamos disfrutado. El participar se manifiesta entonces como prerrequisito para la diversión y la superación personal.
Quizás, de toda la librería de géneros disponibles, el arcade sea el menos cercano a la realidad. En ambos planos (el real y el virtual) se mantiene como axioma el aprender de los errores. Sin embargo, mientras que en la vida real la derrota se entiende como un “punto y final” fruto de una deficiente preparación previa, en el terreno de los bullet-hell y las ingentes marabuntas de enemigos, el fracaso hace de “coma” en el camino, una breve pausa para tomar aliento antes de volver a saltar inmediatamente a la acción.
En cualquier caso, y por muy alejados que dichos planos existenciales puedan encontrarse, ambos esconden en sus entrañas una única y poderosa regla de oro. Y es que, en contra de los principales dogmas que abraza la sociedad competitiva en la que vivimos, los verdaderos perdedores no son quienes no consiguen dar con la victoria, sino aquellos que dejan de intentar alcanzarla.