Déjenme jugar, tengo prisa


Esta semana ha vuelto a servirse uno de esos fenómenos de masas que tanto gustan a los estadistas: a cada inicio de sesión en PSN y XboxLive me encontraba con una veintena de personas online jugando a The Witcher III: Wild Hunt, la nueva big thing de CD Projekt. Esto viene a ser el 80-85% de personas conectadas por sesión. Vamos, que está todo el mundo paseando a Geralt de Rivia por los magníficos senderos de la mandadería virtual. Mientras tanto, he dedicado mis tardes libres en jugar y completar Lifeless Planet, The Unfinished Swan, el Paper Mario de N64, Grim Fandango y el bello relato iñupiat Never Alone. A juego por día. No pretendo aleccionar sobre diversión/distribución temporal y demás conceptos tan personales como subjetivos, sino arrojar cierta perspectiva. Recuerden las jocosas palabras de Peter Gelencser, diseñador de niveles en el estudio polaco: «[…] whomever finishes the game in 100 hours will get a medal because it’s gonna be a speedrun, there’s a lot of content!».

Mucho ha llovido desde que Gutenberg gastara los ahorros de su vida y los créditos de Johann Fust en llevar a cabo ese hito histórico que es la imprenta. Desde 1449, el ritmo no ha parado de crecer hasta consecuencias nocivas: igual que la imprenta trajo consigo la democratización de las publicaciones y la profusa edición de libros —que no literatura—, la ascendente producción de contenido digital ha desembocado en una espinosa polución. Pese a la caída del papel, el sector editorial español publicó en 2014 72.416 libros, el equivalente en manuscritos a toda la Biblioteca del Serapeo. La media del tráiler cinematográfico actual supera en duración cualquiera de aquellas diez piezas de 17 metros que los Hermanos Lumière presentaron en el Salon Indien. Con el auge en la pasada década del cine digital, el pánico a portar toneladas de latones inflamables ha derivado en llevar a la misma sala de rodaje un portátil con un HD externo. Y con la muerte de la cinta magnética y el asentamiento del CD, el compositor perdió el miedo a concentrar su obras en 45 o 60 minutos y empezaron a relajar la perspectiva: ¿por qué no un DVD lleno de caras B?

Por un lado, al autor ya no le preocupa disparar los costes de su producción, sino acumular en su cámara DV la máxima cantidad de material para seleccionar «lo mejor». El fotógrafo no aspira a la toma perfecta sino a concentrar sin el menor sentido estético todas las posibles instantáneas. Diremos que, tomando las palabras de Huxley, necesitamos darle significado a nuestras vidas más que nunca. Y el reseñista malvende piezas a 20 euros limitándose a cubrir el hueco de la columna cultural y generar con ello suficiente tráfico para que la cabecera no dé por finiquitado el acuerdo. Nos quejamos del ajetreo mundano, pedimos más horas al día, pero procrastinamos más que nunca. Sirva esta vieja gráfica para explicitar cómo la duración de las películas es cada vez mayor —y, de ceñirnos a Filmaffinity, las notas de los filmes compondrían una gráfica inversa—:

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Este discurso os sonará a déjà vu. Normal. Por otro lado, existe una corriente popular que sentencia que toda obra por debajo de 500 páginas no merece ser leída. Es usual encontrarse con autores noveles sometidos a esta máxima para financiar su primer escrito, pariendo así una cantidad ingente de hojarasca digna de acabar bajo una manualidad de Art Attack. Aunque, salvando las distancias, dudo que alguien prefiera al King de Under The Dome sobre The Long Walk, igual que obritas como Pedro Páramo, El Extranjero, La Metamorfosis o El Viejo y el Mar reciben no sólo un hueco entre sus hermanas mayores sino espacio justo y apropiado. ¿Qué hace Fight Club entre las diez mejores películas de la historia, si no deja de emular un relato radicalmente generacional de apenas 200 páginas? En quinientos folios Philip K. Dick, ese escritor menor, tendría espacio para colarse una decena de cuentos que nos romperían el coco durante años.

Y claro, de un tiempo a esta parte cada vez tengo más prisas. Y no lo digo yo, es vox populi. Especifico un poco: opto por piezas breves de digestión lenta por encima de la verborrea ruidosa planteada como un contenedor se sucesiones. Recuerdo alguna conversación donde se alababa el arrojo de los seriales británicos por apostar sobre la idea por encima de las audiencias. Encontrarse propuestas inglesas como Psychoville, Life on Mars o Utopia, temporadas de seis capítulos como The Misfits o pequeñas píldoras concentradas como Black Mirror sanean mi tiempo libre bastante mejor que los eternos giros churriguerescos en veintiseis episodios y temporadas que se eternizan porque la estrella de turno cae bien al respetable. Y esto lo digo reconociendo que, entre mis canciones favoritas, ninguna anda por debajo de los 10 minutos. Al consumidor medio cada día se le acumulan más necesarios, imprescindibles, obras maestras, testigos de su era, y discernir entre tanta oferta pasa ya no tanto por ser selectivo sino ser concreto.

La tendencia a dilatar un producto por el simple hecho de poder hacerlo es quizá la forma más contaminante de crear, aunque la tesis publicitaria diga que aquello más esperado por la audiencia debe ser subsanado empacho mediante. Recordemos a ese profesor de literatura cansino que se obstinaba en recortar(nos) adverbios, —terminados en mente—, verbos compuestos, voces pasivas y todo aquello que ensuciara una exposición clara. Aquí, desde luego, habría que debatir sobre qué es bueno, eludir los experimentos que fundamentan su mensaje en estas apoyaturas y señalar que no hay nada mejor que el debate pausado y sosegado, sorteando por rutina esa usurpación precipitada que tanto abunda, que reduce a iconos, tags o gifs cualquier posible exposición madurada.

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The Witcher III: Wild Hunt es un juego hábil a nivel mecánico y eficaz al narrativo, digno de las alabanzas que está cosechando, aunque sometido a las normas del sandbox ansioso y completista. Es un espléndido modelo de cómo hacer las cosas bien. Que sus jugadores vivan semanas dentro, como bien podrían navegar entre Minecraft, Dota II o el enésimo shooter de moda, no viene a significar en absoluto algo negativo. Pero esto expulsa a quienes no podemos, por cuestiones personales o culturales, volcarnos a ello. Nos aísla como a ese poblado devorado por las llamas sobre la ladera de una montaña. Pero la vida es demasiado corta para cabalgar sobre los mismos píxeles una y otra vez, y otra. No coincidimos con tantas puestas de sol como quisiéramos. Gracias a la oferta de contenidos, propiciada por la citada democratización y pluralidad, tenemos la oportunidad de elegir —aunque estos tótems de millones de dólares tiendan a fagocitar a sus contrapartidas menores—. Y, aunque elegir conlleva no pocas veces un periodo electoral que ríete tú de las posturas adoptadas por los nuevos partidos, pocas experiencias hay mejores que un pelotazo de tres minutos: