Echando la vista atrás, puede que Calendula (Blooming Buds Studio, 2016) haya sido el primer título sin menú introductorio al que he jugado. Si han leído algo de este primer intento de Blooming Buds Studio en el sector, seguro que, de partida, esta afirmación les chocará un poco. «¿Hablamos del mismo videojuego?», pensarán. Al fin de cuentas, estarán cansados de escuchar que, en Calendula, apenas hacemos otra cosa que trastear con lo que parecen las opciones de inicio habituales de cualquier juego. Y efectivamente será así (perdonen por el spoiler, pero es imposible eludirlo, además de ser la premisa con la que el estudio presentó la obra en sociedad). Sin embargo, Calendula es juego desde el mismo momento en el que desaparece de la pantalla el logo de sus desarrolladores. Sin saberlo, en poco más de 15 segundos, estarán manipulando su mecánica principal, en su escenario fundamental y con el avatar protagonista: usted, claro.
Esta paradoja de estar ante un «juego de menú» en el que no existe menú es la sorpresa que nunca les debían haber contado. La ruptura de la cuarta pared es en sí una sorpresa que desconcierta y fascina por el hecho de irrumpir sin previo aviso. Calendula se sitúa en ese borde extraño desde el comienzo y no la abandona nunca, por lo que haber mantenido en secreto este detalle se me antoja fundamental. El problema es que un estudio primerizo no se puede permitir el lujo de custodiar en la sombra su mayor reclamo: el valor que los diferencia del resto y que lo hace atractivo para el público. ¿Cómo lo hubiesen vendido si no? ¿Cómo habría llamado la atención de los que lo conocieron en la Madrid Games Week o con qué excusa hubiesen podido levantar tanta expectación entre la prensa especializada? Quizá un Davey Wreden podría haberlo colado de pronto en Steam, como ocurrió con The Beginner’s Guide (Everything Unlimited Ltd., 2015), título del que apenas se supo nada hasta la publicación de las primeras críticas. Quizá es que Calendula hubiese sido un ideal segundo título para un estudio triunfador, ese que hace videojuegos de autor y al que sus fieles acuden sin más señuelo que el de su firma. En fin, el caso es que la copia ha llegado hasta aquí con toda esa información previa que deberíamos haber evitado y la cuestión ahora es saber si esa cuarta pared es capaz de conservar el encantamiento de los primeros compases. Les cuento.
Calendula es una buena idea y con un planteamiento experimental muy atractivo, pero, a su vez, se trata de un proyecto tremendamente complejo de llevar a cabo dentro de los parámetros a los que se han aferrado desde Blooming Buds Studio. Aunque surgen algunas comparaciones con Pony Island (Daniel Mullins Games, 2016) en cuanto a su concepto de metajuego, ambos títulos se alejan en la forma con la que esa idea se ejecuta. Hay mayor margen creativo a la hora de introducir mecánicas de juego en una estructura como la de Pony Island, en contraposición a los límites autoimpuestos de un título como Calendula. En el de Daniel Mullins Games los códigos se rompen desde el principio, es decir, se abandona muy pronto la pantomima del juego de menús rebelde, para visitar otros espacios en los que el surrealismo puede adquirir nuevas formas. No existe esa intención de mantener la falsa ilusión de juego roto, al menos no desde la perspectiva realista que pretenden en la otra acera. Este aspecto afecta también a la propia narrativa, ya que Pony Island puede tirar de muchos elementos para comunicar matices en la historia, tiene más «actores» para representar la función; el título de Blooming Buds, en cambio, la mayor parte del tiempo se mueve dentro del propio minimalismo inanimado de un parco menú: aquí no hay otro camino que el de la imitación plausible de la realidad. Canlendula tiene espacio para lo paranormal, pero sin abandonar un marco general realista. Precisamente esas interferencias extrañas que lo vuelven siniestro funcionan si el resto de elementos se mantienen dentro de la normalidad.
Calendula es una buena idea, pero cabría preguntarse si, con su premisa, puede ser divertida, contar algo interesante o, cuando menos, ser lo suficientemente inquietante. There is no game (Kamizoto, 2015), título del que hablé por aquí para la sección Artcade, parte también de una base metaficcional para descolocar constantemente a su interlocutor. También, como sucede en The Stanley Parable (Galactic Café, 2013) se vale del humor absurdo, de la complicidad con el jugador, destruyendo la cuarta pared a costa de llevarle la contraria a un locutor omnisciente. Pero, pese a que no pasa de ser un excelente experimento, como en Pony Island, se reviste de la incoherencia para ser todo lo contrario: una propuesta consistente y coherente con la fantasía sin límites que propone. Calendula escoge un tono contrario en el que no hay cabida para el humor y en el que el surrealismo puede encajar, pero con otras intenciones distintas. En el título de Blooming Buds no experimentamos para ver qué sucede, su estructura es formal, la de cualquier título de puzles genérico. Encontramos un problema y debemos resolverlo con los elementos que tenemos a nuestra disposición. Digamos que, a diferencia de There is no game, no se va por las ramas, no desvía tu atención con una mecánica que no sirva para otra cosa que avanzar, aunque solo sea por el simple placer de romper otra vez la cuarta pared. En todos estos títulos que mencionamos existe una sensación de caos que nos hace preguntarnos qué será lo próximo, como si no existiese un control estricto programado.
La incertidumbre es todo lo que te esperas cuando empiezas un juego como Calendula. La propuesta parecería encaminada irreversiblemente hacia esa falta de certezas, porque es la base que te da la bienvenida y es lo que la atmósfera se esfuerza por acentuar constantemente. Sin embargo, la mecánica principal de Calendula es reiterativa: una frase encriptada como pista para que luego manipulemos un parámetro que nos permita avanzar. La fórmula apenas varía y, aunque los puzles en ocasiones están muy bien resueltos, esa estructura tan ordenada y lineal no refuerza la inquietud y el desasosiego que debería dominar durante el gameplay. Es decir, el jugador siempre sabe cuál es el siguiente paso. Y no solo eso, probablemente también sepa qué se encontrará inmediatamente después, evaporándose un poco ese desconcierto con el que comienza la partida.
Calendula no se reduce a ese «juego que no quiere ser jugado», eslogan martilleado en los teclados cada vez que salía su nombre a relucir. Esa es su premisa jugable, pero en realidad el título intenta contarnos una historia que nada tiene que ver con un software sublevado. Blooming Buds utiliza ese inusual lienzo para desplegar un arco argumentativo paralelo lleno de simbología y de naturaleza conscientemente disruptiva. No existe, como se pudiese pensar a priori, ese diálogo entre máquina y jugador, en el que el primero pone trabas al segundo con algún tipo de secreto u objetivo oscuro detrás. En su lugar, la trama gira en torno a una metáfora de la vida en la que las acciones del jugador son, en realidad, una representación alegórica dentro de un escenario también figurado. Las imágenes y secuencias sobre raíles a las que podemos acceder de vez en cuando no son las entrañas de una hipotética partida guardada en Calendula, sino parte de esa ensoñación surrealista que solo podemos entender al final.
Esta doble vertiente que adquiere el título trae consigo aspectos negativos y positivos. Por un lado, se pierde la armonía entre la narrativa que desarrollan los elementos audiovisuales, y la narrativa que se desprende de cada puzle. Dan la impresión de caminar por separado, aunque permanezca siempre esa ligazón entre su atmósfera inquietante y la también turbadora sensación de que algo falla, de que el juego no reacciona a los impulsos del jugador. Por otro lado, el arco argumental principal se refuerza con una gran ambientación y fuerza visual: los escenarios que en principio pudiesen parecer postales maniqueas de lo que Booming Buds entiende por el terror o lo siniestro, adquieren otras connotaciones más interesantes con la revelación final. Esa complejidad hace que Calendula resulte enigmático cuando menos, con todo ese surrealismo fantástico acompañándonos en los menús asépticos y nuestras incursiones fuera del escenario principal.
Calendula es un buen juego, pero no es el juego que esperaba. Eso no se lo puedo criticar, pero sí advertir. El título se ha comportado en mi cabeza como un verdadero camaleón, con prejuicios (positivos) antes de jugar por primera vez, buenas sensaciones después de probar su demo y, finalmente, con una sensación agridulce en esta versión final. En el debe queda esa puesta en escena contradictoria, que promete confusión y desorden y acaba por respetar casi todos los convencionalismos del género. Se trata de un juego de puzles bien armado, pero que en ocasiones no es todo lo sutil o todo lo transgresor que uno desearía. Incluso me ha sorprendido el desenlace final, que aporta unos matices muy significativos para terminar de entender la obra, pero que no deja apenas espacio para la interpretación. Una sorpresa, como digo, la de toparse con un final tan transparente después de una hora de información conscientemente borrosa, abrupta y desconcertante, y a la que quizá le hubiese hecho justicia una resolución menos definida o más enigmática. En el haber queda esa magnífica puesta en escena que recuerda a los universos de Darren Aronofsky y David Lynch, este último una de las referencias que se han esforzado por transmitir desde Blooming Buds Studio, como si esa habitación roja de menús fuese otra pesadilla más del director, en la linde entre la vigilia y el sueño, entre lo real y lo aparente.
Al final, Calendula es un buen primer intento, una digna ópera prima que ha intentado arriesgarse y transitar por los bordes de la habitual zona de confort de los estudios, con una empresa muy difícil de sacar adelante, con errores, pero también aciertos. Me pregunto qué hubiese sido de él si esta propuesta llegase en el segundo intento, con la ruptura de la cuarta pared agazapada y acechando al primer incauto que probase Calendula.