Pocos títulos se definen a sí mismos tan bien a través de sus espacios como lo hacen los videojuegos de los franceses de Arkane. Cuando Dishonored (Arkane Studios, 2012) salió a la venta, su versión alternativa de la Europa industrial de finales del siglo XIX, plasmada en la sucia Dunwall, fue, precisamente, una versión alternativa de lo que estaba siendo el triple A en la séptima generación. Dishonored es un triple A que sigue bebiendo de convenciones que permanecen intactas desde los 90. Sin embargo, se atreve a confiar en un jugador inteligente, dándole entornos que, pese a su estructura lineal, son ricos y profundos. Cuatro años después, la mejor definición de lo que supone para la industria y para el medio Dishonored 2 (Arkane Studios, 2016) se resume en los ambientes del propio juego. La decadente Karnaka no es sino el máximo exponente de cómo la mastodóntica producción triple A tiene aún potencial si sabemos profundizar y escarbar un poco. Lo último de Arkane constituye todo un anacronismo: un juego de gran presupuesto lanzado en pleno 2016, centrado en torno a un modo para un jugador, basado en una historia lineal, altamente rejugable, sin multijugador y que no tiene pases de temporada ni contenido descargable alguno.
Dishonored 2 cuenta además con otra característica fundamental que lo sitúa como ese agradable anacronismo: su obsesión por el diseño de niveles. Arkane desempolva una herramienta del diseño de videojuegos que parecía haber caído en el olvido en el plano de las superproducciones. El equipo de Harvey Smith crea mundos increíblemente complejos, llenos de verticalidad, ventanas y puertas abiertas por las que entrar, salir, saltar, escaparse y explorar. Sus niveles no dejan de seguir un mismo esquema, pero hacen gala de una enorme versatilidad y pueden afrontarse con infinidad de opciones. El juego plantea en cada capítulo una estructura que acaba volviéndose clara: una primera fase más abierta, ambientada en las calles de la ciudad, que nos lleva hasta nuestro objetivo; este se encuentra en la que es la segunda fase del nivel, un entorno más cerrado, laberíntico y detallado. Esta segundo nivel alcanza su punto álgido en la mansión mecánica de Kirin Jindosh, un entramado de estancias cambiantes situado en el barrio de Alto Aventa que, desde Bukkuqui, señalaron como «uno de los mejores niveles de la historia del videojuego».
Arkane demuestra que el buen diseño de niveles no solo dota al juego de una mayor rejugabilidad —al llenarlo de vías alternativas—, sino que su arquitectura es un ejercicio de realismo que puede llegar a chocar con el estilo artístico tan marcado de la obra. La disposición de sus calles, balcones y puertas es de un natural e intuitivo que asombra, y que da paso a unos interiores que cuentan más de su mundo que cualquier escena de vídeo. Al igual que en su primera entrega, Dishonored 2 vuelve a colocar la trama principal como un hilo al que agarrarse de vez en cuando, y sus verdaderas historias están en una narrativa orgánica que reside en los habitantes de Karnaka, en la correspondencia de sus pisos y en los libros, carteles y mensajes que encontramos por todas partes. La narrativa se muestra en acciones que van desde la combinación de una caja fuerte (solución de comparar un libro y una nota situados en dos estancias de un mismo edificio), hasta pequeñas misiones alternativas y pistas que descubrimos por casualidad. Dishonored 2 es un juego cuyos grandes espacios cerrados se sienten vivos y piden a gritos ser explorados.
Al igual que su primera parte, ese trata de un título jugablemente impecable. En ese sentido, su mayor problema es, en todo caso, la ineptitud del jugador medio, esa de la que hablaba Julián Plaza en Mundogamers: «ver lo que nunca harás». Saber a ciencia cierta que, por mucho que pensemos nuestros movimientos y creamos estar explorando cada palmo de los barrios de Karnaka, la nuestra sigue siendo solo una de las muchas vías que plantean desde Arkane. Al fin y al cabo, la complejidad de los niveles de Dishonored 2, junto con la intersección de sus sistemas, da lugar a un sinfín de posibilidades y de salidas que uno nunca verá. En todo caso, se harán realidad un par de veces durante la partida, en momentos puntuales y, más pronto que tarde, acabarán frustradas. En cierto modo, hay dos juegos distintos: el que jugamos nosotros y el que se juega en YouTube, donde parecen estar rompiendo las reglas de algo que, en realidad, ha sido pensando de antemano hasta el último detalle.
No obstante, Dishonored 2 dista de ser en conjunto un juego tan bueno como lo es en el plano puramente interactivo. Ambientado 15 años después de la primera parte, quedan ya lejos en la memoria de los ciudadanos de Dunwall el trágico asesinato de la emperatriz Jessamine Kaldwin, la plaga de ratas que asoló la capital y la dictadura impuesta por el lord Regente. Para Emily Kaldwin, sentada ahora en el trono y aconsejada y entrenada por su padre, el lord Protector Corvo Attano, las cosas parecen marchar bien. Al menos hasta que Delilah, supuesta hermana de la difunta emperatriz, aparece apoyada por el duque Luca Abele, y los soldados mecánicos del filósofo natural Kirin Jindosh, para dar un golpe de Estado. Se trata, en definitiva, de un planteamiento argumental muy similar al de la primera entrega. En este caso, al decidir si jugamos como la joven Emily o el curtido Corvo, el otro personaje quedará atrapado en el salón del trono de Dunwall Tower esperando a que lo rescatemos. Viajaremos entonces a la decadente Karnaka, ciudad natal del Corvo, donde habremos de entender cómo estaba articulada la trama golpista antes de volver para enfrentarnos a Delilah y «recuperar lo que es nuestro». Así lo dicen los propios protagonistas, y es algo que chirría mucho. Por decirlo brevemente: ojalá Arkane fuera tan consistente en el plano narrativo como lo es en el jugable.
Tratándose de un estudio que dice crear experiencias especialmente inmersivas, choca cómo la trama de esta segunda entrega es algo que nos saca del juego más de una vez. El principal problema que tiene Dishonored 2 con su historia radica en que esta es un arma de doble filo. Por un lado, sirve como motor de los acontecimientos; la típica excusa para ponernos en marcha. Por otro, tiene que ser consistente con el mundo que se dibuja en todos esos documentos, libros y cartas que vamos encontrado. En última instancia, esta consistencia debe extenderse a los personajes, cosa que, desgraciadamente, nunca acaba de ocurrir. Ni la joven emperatriz ni el lord Protector parecen querer aceptar que, antes del golpe de Estado, la situación del imperio no era precisamente ideal. Emily Kaldwin eludía sus obligaciones como emperatriz en la medida de lo posible, y ciertos sectores de la población (algunos explícitamente herederos de las ideas autoritarias del lord Regente) conforman una oposición de la que se habla en esos documentos diseminados por los escenarios, pero que nadie quiere luego mencionar.
En su ensayo La caída de la rebelión (Tony M. Vinci, 2007), el escritor y académico Tony M. Vinci plantea un problema similar en las precuelas de Star Wars. Destaca el marcado contraste entre el institucionalismo con el que se relaciona a «los buenos» en los episodios I, II y III y el de la trilogía original, en la que el institucionalismo es cosa del Imperio. Este cambio de perspectiva se debe, entre otras cosas, a la época en que fue rodada cada trilogía, pero lo cierto es que, una vez percibido, es algo que chirría. Además, la asociación de ciertas ideas con «los buenos» hace que cualquier clase de crítica a lo que representan caiga en saco roto para el espectador, que no repara, por ejemplo, en la actitud más individualista de Qui-Gon Jinn al rechazar un puesto en el Consejo Jedi. Lo mismo ocurre con el canciller Palpatine, al que ningún espectador presta atención cuando critica la burocratización de la República y el excesivo control que ejerce una secta religiosa sobre el gobierno de una organización supraplanetaria aconfesional. En fin, que la República Galáctica debía caer.
En Dishonored 2 nadie se pregunta con qué derecho —más allá del de linaje y descendencia— pretenden Emily y Corvo «recuperar lo que es suyo». Tal vez en el caso de un padre intentando rescatar a su hija tiene un pase, pero es que Emily nunca acaba de cuestionarse si el pueblo que quiere salvar vivía mejor bajo su gobierno. Los escasos intentos de algún personaje de poner en duda nuestra moral caen pronto en saco roto. Cuando nos dedicamos a degollar a los soldados de la Guardia Mayor de Serkonos para «recuperar lo que es nuestro», sin que haya consecuencias en lo argumental, es que algo se ha pasado por alto. El juego pretende, como tantos otros, hacernos creer que podemos de verdad optar por una vía pacífica, pero hasta la más sigilosa de las vías tiene un componente sádico que chirría con la despreocupación con la que Emily Kaldwin y Corvo Attano actúan a lo largo del juego. Sí, Dishonored 2 padece también de las archiconocidas disonancias ludonarrativas.
En un nivel más secundario, la obra de Arkane tiene ciertos problemas con el universo creado, aunque esto afecte también a su primera parte. A partir de su segunda mitad, la trama del juego se imbuye de un aura sobrenatural y un misticismo que desentona con lo que parece en realidad el Imperio de las Islas: un mundo cruel, pragmático y adulto, en el que todo está regido por tensiones y conspiraciones políticas tramadas en los más oscuros rincones de los palacetes del imperio.
En ese sentido, al universo de Arkane le ocurre lo mismo que a Juego de tronos (David Benioff, D. B. Weiss, 2011-); plantea, por un lado, una iglesia oficial, cuya religión parece, a todas luces, ser una farsa diseñada para el beneficio de los altos cargos de la institución. En Juego de tronos la Iglesia de los Siete es una organización corrupta que acusa los mismos vicios que pretende erradicar, cuya opulencia se contradice con la pobreza de los habitantes de Desembarco del Rey. En un principio, esto supone una crítica a la propia religión y deja además patente que en un lugar tan cruel como Poniente, donde reina la sangre y la astucia del hombre, no hay Dios misericordioso que vele por nadie. El Señor de Luz, sin embargo, echa por tierra todo esto, demostrando que sí existe lo sobrenatural y que parece haber un orden y un destino en un mundo que creíamos gobernado por las apetencias irracionales del hombre y su sed de poder. Lo sobrenatural del Señor de Luz en Juego de tronos y del Vacío y del Forastero en Dishonored choca con lo que se nos presenta primero mediante la Iglesia de los Siete y la Iglesia de los Decanos, respectivamente. Suponen un factor ciertamente atractivo, pero a ratos dinamitan la visión que pretenden ofrecer de su mundo.
Con todo, Dishonored 2 es, aun con sus disonancias ludonarrativas y esas ligeras inconsistencias, un juego muy sólido con ciertas pinceladas magistrales. Para algunos, será el juego de sigilo perfecto; para otros, un precioso mundo en el que poner a prueba un frenético sistema de combate en primera persona. Cuatro años después del original, Arkane ha vuelto a crear un juego cuya mejor definición está en sus propios ambientes. La decadente Karnaka es la propia expresión de lo que el título supone para el medio y representa para la industria: una visión alternativa que escarba en su pasado y lo refina para crear una superproducción con personalidad propia. Si algún día nos toca volver al Imperio de las Islas, será interesante ver qué representará entonces para el medio videolúdico el lugar que nos toque visitar.