En La Terminal (Steven Spielberg, 2004), Tom Hanks representa el papel de Victor Navorski, un hombre de Krakozhia (país ficticio de Europa del Este) que viaja a Nueva York y, por razones burocráticas y políticas, queda atrapado en el aeropuerto JFK. Más allá del problema en sí mismo de no poder volver a su país o visitar Nueva York, Navorski tiene un tercer problema: debe permanecer en el aeropuerto. Aunque puede parecer que esto no es un problema per se, sino el desencadenante de los otros dos, en realidad supone una verdadera ruptura con todo lo establecido en lo cotidiano de nuestra sociedad.
Navorski tiene que convertir un aeropuerto en su hogar. Esto resulta extraordinariamente complicado porque, para la sociedad, un aeropuerto no es más que un lugar de tránsito sin identidad. La Terminal es la película sobre cómo Navorski consigue darle cierta identidad al aeropuerto: cómo construye un espacio en el que vivir, relacionarse con otras personas (los empleados del aeropuerto) e incluso perseguir objetivos vitales tras enamorarse de una azafata. Lo que hace Victor Navorski es lo que el antropólogo Marc Augé probablemente llamaría «convertir un no lugar en un lugar».
En Los no lugares. Espacios del anonimato. Antropología sobre la modernidad (Marc Augé, 1993), Augé dice que «si un lugar puede definirse como un lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar». Estos no lugares son espacios de tránsito que se definen precisamente por los individuos que lo transitan: por sus pensamientos y por cómo deciden matar el tiempo en unos espacios que solo están diseñados para pasar de largo. Los no lugares pueden ser un aeropuerto, un hotel, una sala de espera o una autopista. Como por sí mismos no significan nada, suelen llenarlos de revistas para que la gente pueda hacer algo mientras espera o pasea, aunque ahora lo común es ignorar esa pila de revistas y rellenar el vacío del no lugar con un smartphone e Internet.
ISLANDS: Non-Places (Carl Burton, 2016) es una experiencia que nos obliga a fijarnos en los no lugares, nos muestra su vacío y después les da una vuelta surrealista para otorgarles una identidad. El juego reúne un total de diez experiencias en diez no lugares que parecen sacados directamente del relato de Marc Augé que hace las veces de prólogo en su libro: máquinas expendedoras, cajeros automáticos, aeropuertos, hoteles y aparcamientos. Esa transformación mágica que sufren (o más bien, disfrutan) los no lugares en ISLANDS: Non-Places es como un grito de auxilio, como si esos espacios estuviesen pidiendo una identidad, algo que los caracterice y los haga interesantes.
En un mundo en el que los no lugares parecen multiplicarse exponencialmente a una velocidad vertiginosa, es imposible no entender el título de Carl Burton como un grito de auxilio, no solo de los espacios en sí, sino de una sociedad que cada vez pasa más tiempo en ellos. En espacios en blanco. Es una reclamación similar a la que hizo antes Koyaanisqatsi (Godfrey Reggio, 1982), cruce entre documental y película que se limita a recolectar imágenes de nuestro mundo y de las personas que lo habitan. Koyaanisqatsi significa en una antigua lengua de los indios Hopi «vida sin equilibrio» o «vida que pide más», y el desequilibrio que refleja la película es claramente de exceso de espacios de tránsito, de no lugares (antes incluso de que Augé acuñase el término). Lo que hace ISLANDS: Non-Places es precisamente dar ese «algo más» que pide la vida a los no lugares que representa.
Es difícil juzgar a la obra como videojuego o incluso denominarla como tal. Toda la interactividad que ofrece consiste en girar la cámara con la que contemplamos lo espacios y hacer clic en luces parpadeantes para que la experiencia continúe. Las mecánicas son similares a las de los juegos de puzles, pero prescinde del uso del ingenio característico de estos y todo lo que concierne a la acción del jugador es demasiado evidente. Mientras jugamos a ISLANDS, a veces a uno le entran ganas de que simplemente las sorpresas y los acontecimientos se sucedan sin que le molesten con clics absurdos en luces que muchas veces ni siquiera tendrían por qué estar en el entorno. Esto, acompañado por un manejo del ritmo excesivamente lento, hace de ISLANDS un juego aburrido. Muy interesante, pero aburrido con demasiada frecuencia. Además, a veces se vuelve tan abstracto y surrealista que, o bien la interpretación es completamente libre (y complicada), o directamente roza el absurdo.
En el análisis de AnaitGames, pinjed citaba al poeta Agustín Fernández Mallo en referencia a las metáforas. Decía que «la metáfora no es otra cosa que relacionar dos objetos que en principio están muy alejados, para llegar a un solapamiento parcial de sus significados»; después utilizaba el ejemplo de «los ojos azules y el mar» para mostrar como la mayoría de metáforas son brillantes al principio, pero con el paso del tiempo dejan de tener sentido porque los dos objetos, que originalmente parecían muy alejados, ya están ligados en el imaginario colectivo. Por ello, cada vez es más complicado ofrecer metáforas verdaderamente originales y, en un intento por hacerlo, ISLANDS: Non-Places acierta algunas veces, pero otras, en lugar de resultar original, se pierde en un sinsentido.
Al final, se trata de un título que parte de un concepto muy interesante (el de los no lugares), con un enfoque igualmente atrayente (darles vida), pero que en la ejecución no termina de cuajar porque es demasiado ambicioso y le faltan referentes. The Beginner’s Guide es quizá lo más parecido que existe, tanto como juego poético, abstracto o lleno de metáforas, como en la poca relevancia que le otorga a la interactividad. Sin embargo, el juego de Davey Wreden consigue presentar sus ideas de forma original y sin perder claridad en el discurso. También es verdad que lo tenía más fácil por reflejar un tema personal y menos complejo que el que intenta exponer ISLANDS.
Puede que por este motivo no haya que desmerecer el esfuerzo de Carl Burton. Este tipo de juegos son necesarios para que el medio madure aunque, en este caso, me deje un sabor de boca parecido al que me dejó, en su momento, That Dragon, Cancer (Numinous Games, 2016): una buena idea que no termina de cuajar y que puede resultar aburrida. No obstante, se trata de un paso hacia delante para el sector porque se desmarca de lo habitual, incluso más de lo que lo hace la escena indie, y porque ampliar los horizontes y límites de lo que entendemos por videojuego es siempre positivo para una disciplina que todavía está descubriendo todas sus posibilidades.
ISLANDS amplía esos horizontes con el uso de metáforas y abstracciones. Es una lástima que lo mejor del juego sea el concepto en sí, aunque sus nuevas ideas pueden abrir el camino o servir de referente a futuros títulos y aprender de sus aciertos y sus errores. Además, no deja de llamar la atención que estemos hablando de una obra que explora un tema tan antropológico y basado además directamente en un ensayo académico. En ese sentido, ISLANDS también es una propuesta valiente, que rompe por completo con el concepto de videojuego del imaginario colectivo, y que incluso resulta novedoso para los interesados en propuestas originales e insólitas.