One Night Stand: Damisela sin apuros


First dates, el reality show diario de Mediaset, es un valioso documento del comportamiento humano en materia de seducción. O mejor dicho, del peculiar comportamiento masculino. Al final de cada cita, se pregunta a la pareja si quieren quedar de nuevo. La pregunta es individual, casi siempre realizada primero al hombre. No es un detalle casual: el hombre casi siempre dice sí, de forma que muchas veces es la mujer quien decide. Es lógico que sea ella la última en responder. El transcurso de la cita es igualmente revelador. Al hombre no le suele importar que la mujer no sea afín a sus gustos, que no tenga cosas en común o que no esté receptiva. Siempre va a intentar que la cita sea exitosa. ¿Y si no lo es? Es indiferente, por lo general va a decir que sí quiere tener una segunda cita.

Desde la comodidad de mi sofá, me río con desdén de mis compañeros masculinos. Del nulo amor propio que algunos profesan, de la desesperación sexual que se respira en el ambiente. Sin embargo, un buen día, decidí jugar a One Night Stand (Kinmoku, 2016) para contemplar como mi actitud pedante se venía abajo, hasta colocarse al nivel de aquellos hombres de baja autoestima que llamaban amor a sus ganas de pillar cacho.

En One Night Stand encarnamos a un hombre que despierta en una habitación desconocida. A su lado hay una mujer desnuda, presuntamente la propietaria de la casa. A causa del alcohol y otras drogas, no recuerda nada de lo que sucedió la noche anterior. A través de la interacción con los objetos del escenario y la toma de decisiones en los diálogos, ayudamos a nuestro protagonista a indagar en lo que ocurrió aquella noche y a relacionarse con la chica que acaba de conocer.

El juego no establece ningún tipo de objetivo ni nos indica nada en particular. Cómo afrontar la situación queda a libre elección del jugador. Acostumbrado a las mecánicas tradicionales del medio y a los hábitos que nos ha dejado nuestra querida cultura, traté a la chica como un objetivo a conseguir. En mi cabeza solo había espacio para salvar a la princesa y las clásicas apologías del romanticismo. One Night Stand era una historia que debía acabar bien, es decir, chico conoce chica, se enamoran y son felices.

En mis primeros pasos, busqué pistas que me ayudasen a saber qué había sucedido, para ocultar el hecho de que no recordaba absolutamente nada. No sabía ni su nombre, pero aun así, había decido que iba a conseguir el desenlace romántico de la historia. El siguiente paso fue cotillear entre sus pertinencias y conseguir algún detalle para darle conversación. Cuando ella me hablaba, temía no tener nada interesante que decir. Ciertas decisiones estaban cargadas de tensión, pero conseguí superar pruebas difíciles (como torear el hecho de que no recordara cómo se llamaba) y caerle en gracia. Amparado por el deficiente sistema de relaciones que ofrecen los videojuegos, donde todo se reduce a decir lo que un personaje quiere oír para ganarte su confianza, pensaba que ya lo tenía hecho. Había ganado. Entonces, llegó la decisión final:

Era la oportunidad de lanzarse. «How should I respond?» venía a ser la famosa pregunta de «¿Tendrías una segunda cita con ella?» que se realiza a los pretendientes de First Dates. Y como no podía ser de otro modo, yo tenía que decir que sí. «I need to see you again» rezumaba una desesperación inquietante, especialmente para alguien que acababa de conocer. Pero la alternativa era inmolarse y quedar como amigos. Pensé que, con suerte, la frase sería la típica que al seleccionarla variaba ligeramente, tal y como hacen muchos sistemas de diálogos en otros juegos, adquiriendo un significado menos acosador. A continuación, sucedió lo inevitable: cual Ted Mosby, le dije cuánto me había gustado y que teníamos que volver a vernos. Entre la inquietante desesperación y dar por hecho que en esa habitación había un «nosotros», su reacción fue enseñarme la puerta por donde debía salir. Recogí mis cuchillos y me fui a casa. Sin embargo, aquello no fue un rechazo, sino una demolición del romanticismo, que también se llevó por delante mi ego.

Lo que no comprendimos, los pretendientes de First Dates y yo, es que delante teníamos a un ser humano. Era una mujer. No una recompensa, un objeto. No era un consolador para nuestro apetito sexual. Y la humanización de un personaje que no es controlado por el jugador es todo un prodigio en el medio. One Night Stand es una vuelta de tuerca de las relaciones humanas en los videojuegos, mostradas de forma natural. Robin Smith (averigüé su nombre en una segunda partida, husmeando en su cartera) es una persona independiente, que no obedece a ninguna regla en particular más allá de su libre albedrío, por mucho que estemos jugando con un sistema programado.

La humanización no se debe tanto a la sencillez que desprende el personaje (que también), sino a un diseño pensado en su autonomía. Robin no está al servicio del jugador. Es cierto que su sistema de diálogos no introduce ninguna innovación respecto a su enfoque tradicional: cajas con frases que seleccionamos para dirigir el curso de la conversación. Las opciones disponibles varían según los objetos que observamos cuando Robin no está en la habitación. Pero la sorpresa salta cuando tomamos las decisiones. La incertidumbre se adueña del monitor, pues ella es una completa desconocida. Sus respuestas, aparte de imprevisibles, son propias de una persona incómoda ante la rareza de la situación (despertarse desnuda junto a un hombre que no recuerda nada tras una one night stand) y no de un NPC cualquiera o de una IA que cumpla nuestras órdenes. Hay titubeos, dudas, preguntas, meteduras de pata. Los diálogos entre ambos personajes son un intento de comprenderse, de llegar a un consenso propio de una relación bilateral, en lugar de centrarse en las cuestiones que marca el jugador. One Night Stand no busca ofrecernos un control sobre el entorno y se aleja del egoísmo intrínseco de la mayoría de los videojuegos.

Su estilo gráfico, de corte minimalista (el juego se desarrolló en una jam), nos ofrece una visión entre tenue y borrosa, fuertemente iluminada por la luz del sol que entra en la habitación. Una perspectiva idónea para trasladarnos a una mañana dominada por la implacable fuerza de la resaca. La lograda animación de Robin alberga múltiples reacciones y estados de ánimo, que contemplamos siempre en primera persona. Dicha perspectiva confiere una naturalidad normalizada en muchos videojuegos, pero difícil de encontrar en otro medio audiovisual como el cine, donde representar los diálogos mediante contraplanos supone un recurso cada vez más artificioso.

One Night Stand ofrece una valiosa lección a aquellos jugadores que vivimos entre la constante apología del romanticismo en la ficción y aquellos juegos obcecados en que los personajes secundarios son herramientas o recompensas. La cuestión no es si hay un final feliz entre los 12 existentes, más bien cómo vas a interactuar con el ser humano que tienes enfrente. Los diálogos nos hablan de la fragilidad de conocer a una persona, la facilidad con la que uno puede pasar de ser amable a un idiota en una situación idéntica y en base a pequeñas pero trascendentes decisiones. No se trata del eterno «las elecciones importan», sino de hacer fluir una conversación, una escena, mediante acciones y reacciones. Si en su lugar buscas una meta, un objetivo, rescatar a la princesa, te vas a estrellar.

Cada final incluye una serie de frases concisas acerca de los resultados que han generado tus decisiones. Lejos de ofrecer un discurso moralizante, esta última imagen cargada de texto no es más que un espejo de nuestro comportamiento. One Night Stand saca a relucir la naturalidad de sus dos personajes (y, en consecuencia, la del jugador) en lugar de forzar una historia dramática, eludiendo los tropos románticos que podían esperarse. Y por eso mismo puede ahuyentar a muchos incautos. Porque es una historia en la que no ocurre nada, donde la interacción es mínima y dura apenas treinta minutos. Al mismo tiempo, es increíble todo lo que es capaz de evocar un guion sencillo, encerrado en una pequeña habitación donde dos personas interactúan, sin importar que se trata de una ficción donde debe haber drama y romance.

El estudio Kinmoku, formado únicamente por Lucy Blundell, nos transporta a nuestra propia realidad; a un espacio donde el videojuego ya no es solamente una fantasía de poder: un escenario más intimista, donde la sinceridad, la introspección y las relaciones humanas sustituyen a la fantasía, a la acción y a la cosificación de las personas.