Una cabra sube por un ascensor al ritmo de una música simple, pero pegadiza a base de kazoos pasados por un sintetizador. Las puertas se abren, y el animal se encuentra con una lujosa fiesta en una terraza, momento ideal para robarle el sombrero al DJ y embestir a la multitud congregada alrededor del escenario, ensartando a un pobre señor de chándal rojo con su jetpack (sí, lleva un jetpack). La gente del público se arrodilla, se esconde, corre para alejarse o directamente cae inconsciente en el suelo, pero la situación se normaliza al cabo de unos segundos: cada uno vuelve al sitio que ocupaba delante de la tarima y sigue bailando, rodeando a la violenta cabra y su pasajero, y al señor del chándal rojo que ha acabado atrapado entre el jetpack y el lomo del animal. Aun así, no todo el mundo ha vuelto a su posición inicial, porque aún hay cuerpos desmayados en el suelo y gente corriendo, dándose de cabezazos contra las paredes invisibles de la terraza. Ellos seguirán ahí durante lo que quede de partida. El animal, arrastrando a su maltrecho y progresivamente deforme acompañante, empieza a correr otra vez por la terraza y, en esta ocasión, los perseguidos empiezan a tener convulsiones esporádicas y aleatorias. Serán más los que corran y queden atrapados con la cabeza contra la pared y menos los que se levanten para seguir bailando tras el sobresalto. Pero la cabra se mantiene impasible y se dirige sin prisa hacia unas turbinas un poco apartadas del alboroto. Desde allí, sale propulsada por el aire y, en el momento de suspensión a máxima altitud, los cuerpos del animal y de su acompañante se estiran, desfiguran y se liberan de su forma para convertirse en dos masas de color de naturaleza casi alienígena.
Esta es una experiencia que, los que hayáis jugado a Goat Simulator (Double Eleven y Coffee Stain Studios, 2014) —o a cualquiera de sus DLC, todos siguen el mismo parámetro—, habréis identificado inmediatamente, porque el juego de Double Eleven y Coffee Stain Studios no es tan fácil de olvidar. ¿Cómo? Realmente no hay nada excepcional en el universo que se nos presenta para que se quede grabado en la memoria del colectivo de jugadores: aunque haya easter-eggs, el terreno de juego son solo edificios corrientes, con personas corrientes que no hacen nada del otro mundo. Con una cabra. Lo realmente excepcional en esta obra, y lo memorable de verdad, son las interacciones del animal y los verbos que las construyen dentro de un entorno delimitado. Y, sobre todo, recordaréis estas acciones como distorsionadoras del status quo que impera en el ordinario y pacífico mundo jugable.
Somos distorsionadores a la vez distorsionados: «¡Hay millones de bugs!», declaró Armin Ibrisagic, uno de los diseñadores de Goat Simulator, cuando hicieron público que habían mantenido la mayoría de disonancias físicas en remasterización del juego para Xbox One, eliminando solo aquellos que impedían seguir jugando (quedarse atrapado en algún sitio intermedio y no poder salir), porque, según ellos, «los bugs son parte esencial del juego»[1].
Aunque no se explicaron en más profundidad, partiremos de esta premisa (la necesidad de los bugs para la esencia del juego) para analizar desde una perspectiva estética la experiencia videolúdica de Goat Simulator.
Para empezar, no resulta descabellado afirmar que se trata de un juego de humor basado en los paradigmas de subversión por vía de lo absurdo. La premisa es bastante diáfana: cabras diabólicas que sacrifican humanos al dios del infierno cabruno, lo que ya garantiza una buena dosis de sinsentidos durante las partidas. Pero lo inherentemente genial en este caso es que el Goat Simulator incorpora una cuestión más compleja que el simple desafío a la lógica cotidiana con sus mecánicas. Por ejemplo, comparemos el humor de los Monty Python y la obra que nos ocupa: si bien los dos casos ciertamente hacen uso de lo absurdo, difieren en una cuestión básica para su comprensión, simplemente por el hecho de que unos trabajan en el cine y los otros en el videojuego. Así pues, aunque los cómicos ingleses subvierten géneros y tropos allá por donde pasan, y para ello llevan a cabo maravillosos espectáculos de feísmo y depravación, las imágenes renderizadas de la cabra voladora van un paso más allá y atentan contra la esencia misma que las compone a través de una característica exclusiva del noveno arte: los bugs.
Para entender mejor el quid de la cuestión, nos desviaremos para viajar en el tiempo hasta 1982, cuando el filósofo Eugenio Trías publicó su célebre ensayo en dos partes, Lo bello y lo siniestro[2], libro que repasa las ideas de belleza que la metafísica de Kant ya había introducido cuatro siglos atrás. Trías propone añadir dos conceptos más a la definición kantiana de «bello» (lo real transfigurado por la estética, fuese bonito o no) contrapuesto a lo «feo» (todo lo contrario), dos conceptos, en el fondo, adquiridos como herencia del Romanticismo y para matizar la experiencia estética de cualquier espectador: lo sublime y lo siniestro. Nos centraremos en el estudio del segundo, aplicándolo al cornudo tema que nos ocupa.
A grandes rasgos, Trías concibe el arte como puerta y filtro entre lo humano y lo real: lo que nosotros, espectadores, podemos concebir, comprender y aprehender, y algo mucho más hondo, inconcebible e impenetrable, pero igualmente existente, lo infinito. Una concepción muy kantiana, pero en la que propone al arte como intermediario humano para intentar racionalizar lo irracional. El filósofo pone un ejemplo para ilustrar su teoría. Resumiendo mucho, una mujer va en carruaje una noche de tormenta por un camino al lado de un acantilado. Llegado un momento, la mujer abre la ventana, saca la cabeza y «paisajes imposibles se le cruzan por delante de sus ojos muy abiertos». La mujer, de vuelta a la ciudad, intenta explicar lo que vio y no consigue describirlo, pero entonces va a una exposición de Turner y lo ve clarísimamente reflejado en uno de sus cuadros. En ese acantilado, la mujer supo atisbar un poco de infinito, algo que la superaba con creces, absolutamente superior a lo concebible para los humanos. Según Trías, esta mujer lo explicaría a sus compañeros, pero la transcripción encajonada en palabras, conceptos racionales, devolvería lo real a su escondite alejado de categorías. Solo el arte puede concentrar en un lienzo o partitura lo abstracto, inaprehensible en la cuadriculada dialéctica humana, que después será decodificado por nuestro inconsciente para intentar trascender de nuestra comprensión humana a un nivel más profundo que simplemente mental.
Porque mentalmente no estamos preparados para enfrentarnos al horror que supone la idea de infinito, esta deberá permanecer o bien oculto o filtrado por la pátina del arte. Cuando podemos captar mínimos atisbos de esta presencia infinita, cuando lo que debería permanecer oculto empieza a manifestarse (pongamos el caso de la mujer romántica), entonces hablamos de la aparición de lo siniestro, condición pero a la vez límite de lo bello, lo racional, instante en que lo representado ya no cabe en nuestros parches racionales y se desborda, mostrándose por vez primera.
¿Qué es un bug? La teoría informática nos dice que es un error en el código que provoca que el sistema colapse cuando se introduce una variable inesperada en nuestra interacción con él [3]. Pero, interpretando el fenómeno desde una perspectiva metafísica, un bug vislumbra la naturaleza misma del videojuego, a la que puede que no queramos acceder.
Cuando en un juego nuestro protagonista se deforma, los humanos se quedan corriendo, dándose cabezazos contra paredes invisibles o simplemente un objeto tiene un comportamiento físicamente imposible, el programa, de apariencia absolutamente verosímil, deja ver su auténtica naturaleza y nos permite asomarnos por las puertas del terreno de «lo real». Eso puede ocurrir en cualquier mecanismo informático, desde Facebook hasta Excel, porque todo software es susceptible de contener errores en su código, pero es especialmente notorio en el caso de los videojuegos, ya que (en su mayoría) acarician la idea de máximo realismo y aspiran a recrear un universo paralelo en el que podamos sumergirnos como si del mundo extradiegético se tratara. Los videojuegos mantienen una relación de complicidad inmersiva con los jugadores, que, aunque sabemos que son solo código en constante renderización, aceptamos que lo que vemos es «real» como la vida misma, con el propósito de recrearnos en las experiencias que los desarrolladores nos sirven en bandeja.
Es por este pacto cómplice entre imagen verosímil y jugador receptivo que, cuando surge un bug, nos sentimos tan desprotegidos. Lo que no debía ser mostrado se nos aparece: con un pequeño fallo en el sistema hemos descubierto lo que se ocultaba detrás de la capa superficial, racional, de la obra artística. El universo intradiegético con el que tanto nos hemos implicado es tan solo un programa prediseñado. A primera vista, descubrimos un código que espera órdenes y genera respuestas, pero a la larga esto tiene implicaciones mucho más serias con respecto a nuestra relación con el videojuego. Hemos atisbado lo que hay detrás de nuestro sentimiento de control sobre el mundo jugable: los indicios de que detrás de todo lo que hay en pantalla hay un submundo programado informáticamente que no dominamos nosotros, sino un ente anónimo e inidentificable que es el código, que nos permite actuar solo según unas preferencias predeterminadas. Cuando hay un bug, en definitiva, caemos en el sentimiento de lo siniestro porque podemos atisbar que nuestra relación de confianza mutua con el programa videolúdico es menos sólida de lo que creíamos y que solo habíamos experimentado una mínima parte superficial del juego «real».
Parece lógico que los desarrolladores intenten borrar, o al menos esconder, el máximo número posible de bugs en sus productos, porque esos fallos destruyen inmediatamente la experiencia inmersiva del jugador, más poderosos que cualquier rotura de la cuarta pared. Pero recordemos el lema de los responsables de Goat Simulator: «¡Hay millones de bugs!». ¿Por qué querrían mantener los bugs a pesar de todo? La respuesta viene enlazada al siguiente paso tras el descubrimiento de lo siniestro, que es nuestra reacción ante él. Los seres humanos, según Trías, para sobreponernos al indeseado desvelamiento de lo «real», para sobrepasar este momento de vértigo colosal, respondemos haciendo uso del maravilloso mecanismo de la risa.
Ante el vacío más absoluto, ligado al hecho de entrever que en realidad estamos siendo manipulados por un código de y ceros y unos, y que todo el resto lo ponemos nosotros, no nos queda más que echarnos a reír. Cuando la cabra se deforma y el juego nos recuerda que somos estúpidos por querer buscar experiencias trascendentes en un simple conjunto de líneas programadas, soltamos una carcajada genuina. Al fin y al cabo, el humor absurdo sirve para reflejar, mediante todos los sinsentidos del mundo, algo de verdadero en nuestra mísera existencia, y para acabar riéndonos de ella. Porque, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Ilustración exclusiva de la portada: Guillem Romans
NOTAS:
[1] Makuch, E. (28/04/2017). ‘Goat Simulator Hits Xbox One With «Millions of Bugs»’, Gamespot. Recuperado a 16/07/17
[2] Trías, E. (1982). ‘Introducción’, dentro de Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Debolsillo.
[3] Computer Hope (26/04/2017). ‘What is a bug?’, Computer Hope. Recuperado el 17/07/17