Cozumel y las aventuras que guardábamos en el cajón


Desde hace ya un tiempo, cuando pienso en mi disco, película, canción o [introduzca aquí el lector el artefacto cultural que crea conveniente] favorito, mi mente se retrotrae de forma automática a ese tiempo en que todo era aparentemente más fácil, sencillo e inocente. A ese tiempo, claro, en el que yo era un niño. Así que, ante la pregunta que da sentido a este texto (¿cuál es mi videojuego español favorito?), mi cabeza ha dado un salto de 30 años, a una época donde los veranos duraban tres meses, solo había dos canales de televisión y hablar de cambio climático era citar ese momento del año en el que había que sacar la rebeca de entretiempo.

Y sí, ya sé que este proceso forma parte de una trampa mental que nos hace confundir realidad, gustos y recuerdos falsos —en realidad, si nos paramos a pensar, la infancia no tiene nada de idílico: es un lugar bastante incierto lleno de inseguridades, fantasmas y terrores escondidos debajo de la cama—. Y sé también que la dulcificación del pasado no es otra cosa que una herramienta de supervivencia de nuestra psique ante el futuro; algo así como un bote salvavidas en forma de recuerdos almibarados al que podemos agarrarnos en caso de que algo se nos tuerza, se nos atragante o se nos venga abajo en nuestro viaje hacia allá donde sea que vayamos. Como digo, soy víctima bien consciente del engaño. Pero ya sea por edad, por (in)madurez o por circunstancias, en estos momentos esta clase de engaños me resultan muy interesantes.

Así que, para buscar mi juego favorito, he viajado mentalmente a finales de la década de los 80. En ese momento, en casa de los Oliván el ocio giraba en torno al Amstrad CPC 464 que reinaba en el dormitorio. Era uno de esos modelos de 8 bits que funcionaban con cintas, y cuyo monitor desprendía un monocromático y ácido color verde (las versiones de disquete y con monitor en color estaban reservadas para familias más pudientes). Los videojuegos, la inmensa mayoría de ellos serie media low cost comprada en quioscos, los guardábamos en un cajón de la mesilla. Era el cofre del tesoro. Haciendo un rápido repaso por alguno de los títulos que guardábamos en él, hay un puñado de ellos que bien podrían haber sido elegidos como tema de este artículo. Emilio Butragueño Fútbol, de Topo Soft, o Fernando Martín Basket Master, de Dinamic, por ejemplo, nos proporcionaron centenares de horas de enfrentamiento, épica y agonía deportivas, sobre todo por las derrotas que Luis (cuatro años mayor que yo, doce años mayor que Mario) nos infligía sin piedad.

    Emilio Butragueño Fútbol (Topo Soft, 1987) y Fernando Martín Basket Master (Dinamic, 1987).

También podría hablar de La abadía del crimen, de Ópera Soft, y su alucinante proceso de creación de personajes y espacios. Un juego que, pese a ser demasiado pequeños para entenderlo en toda su dimensión, nos transmitía una sensación de fascinación que aún recuerdo perfectamente. Y además estaba Navy Moves (Dinamic Software, 1988), y Viaje al centro de la Tierra( Topo Soft, 1989), y Mad Mix game( Mad Mix game, 1988)…

Pero en un rincón de ese cajón, había un hueco reservado para un tipo de juegos por el que sentíamos una especial predilección: las aventuras de texto con imagen, o, como las llamábamos en España, las «aventuras conversacionales». Estos juegos proponían una experiencia muy diferente a la del resto de géneros de la época. En estos títulos, mecánicas, arte y sonido (en los pocos casos en los que éste último se incluía) trabajaban a la vez con el objetivo de que el jugador fuera descubriendo y desarrollando su propia narrativa. Es decir, en estas aventuras de texto, todo, absolutamente todo, giraba alrededor de la creación de una historia.

Además, había otro factor que hacía de estos títulos algo memorable, sobre todo a través de los ojos de un niño: el sumergirse en ese espacio de juego construido a base de descripciones, sugerencias y metáforas provocaba una sensación que muy pocas veces he experimentado de nuevo siendo adulto. Tenía la impresión de que en ese espacio tridimensional, creado mano a mano entre los textos y gráficos de los desarrolladores y tu propia imaginación, podía pasar cualquier cosa. Que no había ninguna clase de límite, salvo los que establecía la propia historia.

Pantalla de carga de Cozumel (Aventuras AD, 1990)

Hoy, tres décadas después, uno ya es plenamente consciente de los verdaderos límites que existían en esta clase de juegos. Por ejemplo, las dificultades que provocaba un parser primitivo que muchas veces era incapaz de interpretar las acciones y frases más básicas. Y por supuesto, las limitaciones que imponían los precarios 64Kb de memoria de los equipos de la época. Y esto hace que el trabajo de los creadores de estas aventuras fuera mucho más meritorio aún: su increíble capacidad narrativa, expresiva y de sugerencia, así como sus historias y sus mundos, quedaban perfectamente sintetizados en títulos que no ocupaban más espacio que el que ocupa hoy un archivo de Word en blanco. Por eso la selección de Cozumel (Aventuras AD, 1990),  como mi juego español favorito. Bueno, como nuestro juego español favorito. Porque, en cierta forma, sin la experiencia de vivir estas historias alrededor del viejo CPC 464, probablemente ni Mario, ni Luis ni yo hubiéramos creado nunca Fictiorama Studios.

 

Cozumel fue uno de los proyectos más ambiciosos de Aventuras AD, estudio especializado en aventuras conversacionales que dirigió durante años el gran Andrés Samudio. Podría haberme centrado en otros títulos sobresalientes del estudio (La aventura original, Jabato, Los templos sagrados, Chichén Itzá), pero fue en Cozumel donde, en mi opinión, mejor puede apreciarse el enorme talento de Samudio para la creación de mundos, personajes y tramas complejas condensadas en apenas un puñado de kilobytes. Además, Samudio no sólo era la cabeza visible del estudio, sino también el escritor, diseñador y director de todos y cada uno de los títulos que publicó Aventuras AD. En este sentido fue, sin duda, el primer gran diseñador narrativo que hemos tenido en nuestro país. Así que sirva este artículo como una humilde reivindicación y reconocimiento a su enorme trabajo.