[NOTA: EN ESTE ARTÍCULO HAY SPOILERS SOBRE DEATH STRANDING. LEE BAJO TU RESPONSABILIDAD]
Quien haya jugado a la última Kojimada sabrá de sobra el carácter especial que el autor de Death Stranding (Kojima Productions, 2019) le confiere a la lluvia. La mecánica es simple: cuando llueve —aquí llamado declive—, las gotas aceleran el paso del tiempo afectando a todo lo que toca. El ciclo de la naturaleza se acelera, produciendo extraños efectos como el de los arcoíris invertidos; los objetos que se consumen antes y, sobre todo, esto afecta a las personas, los actores que sufren las consecuencias de este declive.
Además, esta cuestión meteorológica se da en un contexto de casi extinción de la raza humana. Death Stranding se desarrolla en un mundo —aunque solo visitamos Estados Unidos— completamente desgastado por una sucesión de explosiones sobrenaturales que trajo consigo la desconexión de las comunicaciones a nivel global y, por consiguiente, una vuelta a civilizaciones más cercanas sin tanto alcance territorial, casi como si de ciudades-Estado se trataran.
En relación a la jugabilidad, el declive no es algo que afecte mucho, funciona como un contrarreloj para que no tardes más de lo que el juego quiere que tardes en entregar los paquetes y, también, sirve como excusa para que las herramientas que nuestro protagonista usa durante su aventura, Sam —interpretado, como sabréis, por Norman Reedus—, se desgasten y tengamos que usar recursos para repararlas o fabricar nuevas. El declive realmente cobra importancia narrativa cuando entramos en una cinemática.
O cuando nos paramos a pensar en él.
La vida es secuencial y aparentemente lineal. No podemos dar marcha atrás y corregir nuestros errores; tampoco podemos volver a repetirlo todo, una vez acabe, esperando que esta vez sea distinto. El peso de nuestras acciones va en consonancia con el paso del tiempo, que se vuelve más difuso a medida que avanza. Cada gota que cae en Death Stranding es una marca de óxido que antes no estaba, una flor que muere, una arruga más. También nos trae la sensación de saber que aquella cagada que hicimos con esa persona que nos importaba no se puede arreglar, que nos hemos equivocado a la hora de tomar muchas decisiones, de esas que marcan el rumbo de nuestras vidas. O de todas esas cosas que se nos escapan de control y aun así nos repercuten directamente.
Fragile, el personaje de Léa Seydoux, tiene que lidiar con un país que la culpa de la muerte de miles de personas. Heartman y Mama —Nicolas Winding y Margaret Qualley— viven obsesionados con recuperar de la muerte a sus seres queridos. Los personajes de Death Stranding han sufrido las consecuencias del propio estado del país. No son solamente remanentes de aquello que ocurrió y nadie pudo evitar, son problemas que aún permanecen y con los que malviven.
La lluvia no solo afecta al paso del tiempo, también hace salir del más allá a aquellas personas que nos han dejado. Los entes varados (EV) son fantasmas que se manifiestan en las zonas donde hay declive. Estos persiguen al protagonista a través de los sonidos que emita, como sus pasos o su respiración, similar a lo planteado en películas como Alien: El Octavo Pasajero (Ridley Scott, 1979), Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) o la más reciente No Respires (Federico Álvarez, 2016). Más allá de la mecánica más propia de videojuegos survival horror, los EV funcionan como un oxímoron con el declive; mientras la lluvia nos hace acelerar el tiempo, los fantasmas que viven en ella son espejismos de un pasado que ya no existe. Lo hipócrita del declive lo vuelve más profundo si cabe: ¿Qué se hace cuando quieres avanzar, pero tu pasado no te lo permite? ¿Cómo sobrevives en un mundo cada vez más acelerado, si lo quieres es pararlo todo?
Como antes he dicho, Heartman y Mama no han superado el duelo que se da cuando muere alguien que quieres. Pero son duelos que viven separados por la distancia que les da sus circunstancias, aunque logren encontrarse en el dolor que sufren estos personajes. Diametralmente opuestos, pero encontrándose en sus extremos, las vivencias de ambos personajes los han llevado vivir bajo la influencia de este declive metafísico que plantea la obra.
El duelo de Heartman es el arquetipo del científico que desafía la ciencia conocida, aunque este no busca traer a la vida a su mujer e hija como si dos monstruos de Frankenstein se tratasen. Lo que Heartman quiere es dejar el mundo atrás y seguir con ellas dos en el más allá. Su intento de conseguirlo es peculiar: parar su corazón cada 21 minutos y durante 3 minutos. En este tiempo, el personaje de Nicolas Winding se dedica a buscar a su familia en la playa, una especie de limbo entre el mundo de los vivos y los muertos. Mama, sin embargo, está conectada al EV del feto que nunca pudo parir. El feto no puede abandonar el mundo de los vivos por la conexión que tiene con su madre, y ella no puede salir de la zona donde iba a dar a luz por la unión con el ente. Ambos viven en un constante declive que se nutre de sus desgracias para seguir creciendo y expandiéndose, hasta que conocen a Sam.
Sam Porter Bridges es más que el protagonista de Death Stranding, es nuestro avatar en un mundo destruido, el portador de la esperanza para los habitantes del juego. En su misión de entregar paquetes y conectar el país, Sam debe atravesar cada vez más zonas afectadas por el declive. A medida que nos acercamos a la recta final, estas zonas aumentan su número de aparición debido a nuestras acciones formando redes entre las ciudades de los Estados Unidos de Kojima; es el destello de un autor preocupado por el individualismo, el capitalismo que nos deshumaniza y nos convierte en un engranaje más.
El viaje de Sam conecta personas formando redes de apoyo e información, sí, pero también se toma su tiempo para conocer a algunas de ellas. Puede que la intención de Sam no sea ayudar a estas personas —su objetivo no es tan altruista—, pero al final, en su viaje de héroe solitario, acaba cediendo a las sensibilidades de las personas que va conociendo. Su paseo a través del declive no se da solo cuando entrega paquetes, también ocurre cada vez que está en una ciudad escuchando los conflictos de estas personas. Cada uno tiene un declive propio que nace en sus intimidades y es de alguna forma remediado o aliviado por nuestro protagonista, que consigue revitalizar las almas del resto de personas con sus actos, con su camino a través de las tempestades del declive.
Pero el declive también es otra cosa.
El declive es la posibilidad de aprender de los errores, de entender que aquello que se nos escapa no debería aprisionarnos. De las herramientas corrompidas por el declive, podemos fabricar nuevas si decidimos reciclarlas. Cuando la lluvia mata a una flor también hace que crezca una nueva en su lugar. Todos los personajes del juego tienen una pérdida con la que lidiar, una carga que llevar a hombros en este mundo derruido; y aunque el arcoíris salga del revés por culpa del declive, sigue siendo tan esperanzador como siempre.
Unas 1.531 personas están jugando en este momento a Death Stranding en Steam. La gran mayoría se ha olvidado ya de este juego. En parte por la sobreexposición de obras culturales que nos hace consumir unas tras otras sin pararnos a pensar por qué le damos a la X o qué significa tener que matar a todos los enemigos de una partida para ganar. También es cierto que es una obra atípica para ser un AAA: sin un apartado multijugador convencional, con poca rejugabilidad y un gameplay tan experimental que o lo amas o lo odias.
Tal vez Death Stranding no sea el Ciudadano Kane de los videojuegos, tal vez ni siquiera sea el mejor videojuego de Kojima ni tenga la profundidad y pedantería que el autor desea otorgarle. Pero lo cierto es que este millar y medio de personas tienen su declive personal fuera de lo virtual, en el cielo real, esperando que cierren el juego para poder empaparlos de culpabilidad, miedo y arrepentimiento. Jugar a Death Stranding tal vez les aporte un motivo para pensar en ellas mismas, para replantarse las acciones que están tomando, los caminos que han elegido seguir y la compañía que tendrán en ellos; y eso, aunque se dé en una obra imperfecta, vale más que cualquier brillantez esquemática.
Evidentemente, invito a todo el mundo a probar Death Stranding. A las personas que no salgan espantadas por tener que estar horas llevando paquetes del punto A al punto B les recomiendo que lo mejor que pueden hacer es soltar el mando y dejar que Sam se acomode junto a BB en cualquier parte del mapa. Que ambos disfruten de la pausa para sentir el musgo del suelo, la nieve que recorre las montañas del oeste, la sensación de las gotas que salen disparadas de la cascada al sur del mapa y, cómo no, del arcoíris invertido que inunda todo.