En ocasiones, la única forma de constatar hasta qué punto un videojuego puede ser relevante en el sector es a través de los años. El tiempo, dicen, pone a cada uno en su sitio y aunque a Devil May Cry (Capcom, 2001) el éxito le sobrevino nada más salir a la venta, su verdadera importancia y dimensión se empieza a entender ahora, tras repasar los acontecimientos que nos han llevado hasta donde estamos y comprobar el poso que ha dejado en esta incipiente industria.
Para comprender la transcendencia de DMC, primero necesitamos analizar el contexto temporal en el que irrumpió, cuál fue la percepción de la crítica y cuál, su genuina propuesta. En diciembre de 2001 –año en el que DMC arribó a Europa–, Playstation 2 era una consola en la edad del pavo, con apenas 21 meses de vida y tan solo un trío de títulos relevantes en su catálogo: las terceras partes de Gran Turismo (Polyphony Digital) y Grand Theft Auto (Rockstar), y la secuela de Silent Hill (Konami). Aunque su salida pretendía aprovechar el tirón navideño, DMC se adelantó unos días, un 7 de diciembre, y coincidió en fecha con el primer título de la que sería otra gran franquicia, Jack and Daxter: El Legado de los Precursores (Naughty Dog, 2001). Visto con perspectiva, aquel último tercio del año fue sin duda determinante para el sector, con juegos que definitivamente parecía alcanzar la excelencia técnica de sus géneros, y nuevos inventos, como el acuñado sandbox, trasladados a la complejidad de las tres dimensiones. ¿Cómo observó la crítica y el público DMC?
Con Shinji Mikami en las labores de producción y un joven pero prometedor Hideki Kamiya en la dirección, no era difícil intuir cuál era la IP incrustada en el subconsciente de los jugadores y la prensa especializada. DMC parecía un hijo bastardo de Resident Evil (Capcom, 1996), una saga que había mejorado todas sus virtudes a través de tres secuelas exitosas –algún día tendremos que presentar nuestros respetos al olvidado Code Veronica– e instalado definitivamente las bases del survival horror de nueva generación. De hecho, el tándem Mikami-Kamiya no había vuelto a coincidir en un proyecto desde la segunda parte de la franquicia, considerada por muchos la mejor de toda la hornada, y que tan solo años después le discutiría el puesto Resident Evil 4 (Capcom, 2005), nato en una consola mucho más potente como la Game Cube.
En los análisis de la época, lo más habitual era comprobar los esfuerzos de los medios por explicar las diferencias entre DMC y Resident Evil. Se recalcaba su apuesta por la acción –“gótica”, bautizaba Mikami– y se recurría a ejemplos comparativos recientes como Onimusha Warlords (Capcom, 2001) o Dino Crisis 2 (Capcom, 2000), ambos bajo la batuta de la misma desarrolladora y, en los dos, primaba la acción sobre los puzles y la exploración arquetípica del género. Había que poner al jugador en situación: no es un Resident, no es un survival horror, tan solo recoge parte de su ambientación tétrica y cambia la escasez del arsenal por la abundancia de ítems y triquiñuelas.
En realidad, la confusión entre DMC y la saga de Mikami por excelencia tenía sentido, sobre todo si nos ateníamos a cuáles habían sido los primeros pasos del juego cuando tan solo era un proyecto. Todos conocemos la leyenda: en un principio, en Capcom formaron un equipo para el desarrollo de Resident Evil 4. La premisa era rejuvenecer la saga, un poco hastiada de las críticas que apuntaban a su inmovilismo y la obsolescencia de sus controles. Para ello, se pretendía incidir un poco más en la acción y variar los escenarios y la ambientación. Los que recogieron el encargo viajaron a Gran Bretaña y España para empaparse de la arquitectura gótica y barroca de sus castillos y catedrales, tomar buena nota y volver a Japón con una nueva historia y un novedoso enfoque para la cuarta parte. En algún momento del proceso, Mikami entendió que aquel proyecto se había alejado lo suficiente como para adquirir identidad propia y convenció a la cúpula de Capcom de que ese trabajo tomase una nueva ruta. Dicen que fue así como nació DMC.
Lo cierto es que la nueva propuesta de Capcom era una revisión de los antiguos Beat’ em Up, readaptados a las tres dimensiones y con un control mucho más dinámico de lo visto hasta aquel entonces. DMC supuso, como explicaré, el resurgir de un subgénero con las armas de los tiempos modernos: la potencia gráfica, la amplitud del escenario de juego –que también se expandió verticalmente– y el sistema de combate de corto y largo alcance, que permitía combos espectaculares supeditados a unos controles sencillos, pero profundos. Si hoy hubiese salido DMC diríamos que es un Hack and Slash de toda la vida, pero, en Europa, esto sucedió el 7 de diciembre de 2001, cuando aún no sabíamos que ese larguirucho de pelo blanco estaba sentando las bases actuales –al menos 3D mediante– de los Ninja Gaiden (Team Ninja, 2004), God of War (SCE Santa Monica Studio, 2005) o Bayonetta (Platinum Games, 2009), entre muchos otros que vendrían después.
Videojuegos de autor
Aunque no lo supiésemos por la corta trayectoria de su director, DMC es sin ningún género de dudas el ejemplo perfecto de videojuego de autor. Hideki Kamiya, hasta entonces, era un diseñador muy prometedor y Capcom lo tenía en muy buena estima. De hecho, además de incluirlo en el equipo que planificó el concepto original de Resident Evil, lo puso a las riendas de la segunda parte de la saga sin apenas experiencia previa. Aunque el desarrollo de RE2 no estuvo exento de problemas –con discrepancias entre productor y director que dilataron su salida al mercado–, el resultado fue más que satisfactorio. Kamiya se movía en un margen muy estrecho, ya que había que respetar el legado y no tocar mucho lo que había funcionado dos años antes. La secuela fue un juego continuista, pero en el haber de Kamiya quedó su apuesta por acentuar el componente cinematográfico del juego, occidentalizando los escenarios para acercarse a una estética más hollywoodiense. RE2 implementó algunas innovaciones como el elogiado zapping system (con el que podíamos jugar diferentes hilos narrativos), perfiló el acabado gráfico del original y humanizó a los personajes, que ahora reaccionaban a los mordiscos de los enemigos y se llevaban las manos al hombro o mostraban una leve cojera mientras recorrían el escenario.
Todos estos aspectos, así como su guión y ambientación, fueron alabados por la crítica casi de forma unánime. En el debe, se subrayaban defectos que formaban parte del ADN de la franquicia: el control tanque de los personajes, el horroroso inventario, el doblaje… nada que le impidiese batir récords de ventas, colocando cerca de cinco millones de copias en la calle. Kamiya podía estar contento.
Decía que cuando salió DMC a la venta, nadie podía saber que nos encontrábamos ante un juego tan personal e identificado con su autor. Kamiya solo había dirigido un título y se trataba de una secuela importante e intocable, con la que no podía desplegar la creatividad y el descaro que demostraría en títulos posteriores. Lo bueno de analizar DMC casi 15 años después es que hoy sabemos lo que le siguió y podemos constatar que las características que aplicó a su verdadera ópera prima constituyen la base de toda su obra.
La acción siempre ha sido el elemento central para Kamiya y en ella confluyen el resto de tics característicos con los que suele envolver el paquete. Este enamorado de la saga Gradius todavía no se ha cansado de infestar la pantalla de enemigos, para luego deshacerse de ellos a una velocidad de vértigo, adaptando la premura típica del clásico arcade de naves a un escenario y una estructura mucho más terrenal, similar a los beat ‘em up de los 90 y de toques plataformeros al estilo de metroidvanias como Castlevania, coautor con Metroid (Nintendo, 1986) del apelativo con el que la prensa bautizó el género.
Como director, tanto en DMC, como en sus posteriores Viewtiful Joe (Clover Studios, 2003), Bayonetta y The Wonderful 101 (Platinum Games, 2013), enfoca el sistema de juego en la acción pura, con pequeñas secciones plataformeras como descanso, pero sin desviarse de las marabuntas de rivales hostiles, los combos vertiginosos y las buenas hostias a tiempo completo. Inciso: saco del conjunto a Okami (Clover Studios, 2006) que, pese a mantener una alta la carga de acción, es quizá el título más aventurero de Kamiya, con un perfecto equilibrio entre sus secciones de plataformas, exploración y puzles lógicos.
Otro sello de identidad indispensable, que además influye en la narrativa y en el carácter de los personajes, es el estilo y la coreografía con la que el héroe actúa en las batallas. Si el ring no parece una pista de baile, no es un juego de Kamiya. Este componente fundamental que busca la belleza y el timing perfectos, es una seña innegociable que se esfuerza por transformar la violencia de la pantalla en una danza rítmica atractiva para el espectador. Desde Dante, pasando por Joe y Bayonetta, hasta las hordas de avatares que manejamos en The Wonderfull 101, la acción siempre pasa por un personaje elástico y ágil, capaz de salir de las situaciones más retorcidas y de acabar con la mole más amenazante. Todo bajo una métrica casi mística y una cadencia completamente frenética que escapa de los tiempos muertos y las collejas sin glamour.
Esta particularidad, que se implementa en las mecánicas, los controles y se puntúa en cada capítulo –así sucede en DMC, Viewtiful Joe y Bayonetta–, traspasa lo puramente jugable para incrustarse en la propia alma de los personajes. Si el protagonista no es más chulo que un ocho, no es un juego de Kamiya (Amaterasu, otra vez la excepción). Dante lo deja claro desde la secuencia introductoria, deteniendo una moto en el aire con el plomo que descargan sus colt color ébano y marfil; Joe, en cada cabriola y cada pose a cámara superlenta; y Bayonetta, bueno, nadie sino ella para alcanzar con el tacón de sus botas una pistola al vuelo y acribillar luego a un arcángel demoníaco zapateando su pecho con fuerza como en un tablao flamenco. El carisma que desprenden los personajes centrales de Kamiya es innegable, con esa aura que les hace encarar cualquier peligro con temeridad, casi sin despeinarse y, por supuesto, sin perder el buen humor. Los héroes en los títulos mencionados son descarados, creativos y, ante todo, buscan la sublimidad. Igual que Kamiya.
Semidioses con actitud moderna
La historia que cuenta DMC se podría resumir en una servilleta y el guión muchas veces se reduce a escuetos diálogos que sirven de antesala o colofón a una gran batalla. No obstante, en su puesta en escena, el título logra escapar de algunos clichés que suelen aparecer cada vez que una gran producción aborda el recurrente argumento que enfrenta a humanos y demonios.
Dante es un joven, mitad humano mitad demonio, dueño de una agencia de fenómenos paranormales. Se dedica a dar caza a las criaturas demoníacas que traspasan la frontera entre el averno y el mundo de los mortales. Así se gana la vida hasta la visita de Trish, una mujer desconocida que primero ataca y luego pregunta. Tras un amago de pelea entre ambos, Trish le cuenta que, en realidad, solo le estaba poniendo a prueba y que su verdadera intención era reclutarlo para hacer frente al emperador de los demonios, Mundus, que preparaba su vuelta. Este anuncio despierta en Dante una vieja rencilla, ya que Mundus era el responsable de la muerte de su madre y hermano, y un archienemigo de su padre, el cual, 2000 años antes, ya se había encargado de él sellando las puertas del inframundo. El jugador coge el mando a las puertas de un enorme castillo en la isla de Mallet, lugar donde reposa Mundus y que sirve de enlace entre los dos mundos y de escenario para toda la aventura.
Como comenté más arriba, DMC no destaca desde un punto de vista narrativo, pero sí que aporta un diseño artístico novedoso dentro de la ficción en que se basa: la lucha entre lo humano y lo satánico. Kamiya escapa de los convencionalismos con un héroe y un escenario nada habituales para la fábula que se pretende contar. Lo primero que llama la atención es esa especie de anacronismo entre el carácter contemporáneo de Dante y la solemnidad y majestuosidad del castillo. Parecen convivir dos épocas al mismo tiempo: la modernidad que personifica el héroe y la tradición que representa la fortaleza. Dante no parece encajar en el ambiente secular del inframundo y su actitud descarada y petulante ante las situaciones y los enemigos no hace más que remarcar esta incongruencia. El estilo y el ropaje –cercanos a lo visto en Matrix (Hermanos Wachowski, 1999)– e incluso su lenguaje lleno de jerga juvenil es diametralmente opuesto al de sus contrincantes, mucho más ceremoniosos y con un discurso ampuloso y unos movimiento anquilosados. No hay más que observar el aspecto y las cualidades de los principales esbirros del Rey Demonio, las Marionetas, con vestimentas propias del Renacimiento.
La estética general de DMC, salvo algunos personajes como Dante y Trish, se empapa del terror gótico, muy en la línea de los inicios de la saga Castlevania, como sucede en el original de NES o en Vampire Killer (Konami, 1986) de MSX, ambos con ese icónico castillo de Drácula, pero similar al segundo en cuanto a la estructura llena de pasillos y salas interconectadas. Los escenarios de DMC recogen mucha influencia de esta ficción vampírica de los Belmont, que también muestra referencias de estilo gótico en la arquitectura, con grandes edificaciones religiosas, muy abiertas y ornamentadas, además de conceder una gran importancia a la luz y el color. En el caso concreto de DMC, influenciado por el arte neogótico de Gaudí, cuya obra personal se caracterizó por mezclar tradición e innovación, y del que Kamiya tomó buena nota durante su periplo por Barcelona. De hecho, llama la atención como en DMC existe esta misma mezcolanza entre modernidad y clasicismo de la que hablábamos antes, en la que se propone una historia con carácter contemporáneo (que protagoniza Dante), pero que, a su vez, se reviste de construcciones de otra época.
La dinámica en la gestión de la cámara, el control y el diseño
Vayamos al grano. La palabra clave en DMC es dinamismo. Algunos observan el título de Mikami y Kamiya como una adaptación tridimensional de los clásicos metroidvania. Y en cierta manera tienen razón, porque a la acción –a la fórmula de combos de los beat em up–, le sumaron también un cierto aspecto plataformero. Tanto es así, que incluso esta visión terminó en paradoja: con Konami copiando a Capcom para trasladar su saga a las tres dimensiones, con ese Lament of Innocense (Konami, 2003) claramente inspirado en DMC, y tras experimentos previos fallidos como Castlevania 64 (Konami, 1999) y Legacy of Darkness (Konami, 1999). Sin embargo, independientemente de lo que sucedió a la postre, sobre el papel, DMC tenía una clara intención de dinamizar todo aquello que había quedado obsoleto en Resident Evil.
Dante, pese a su parecido físico, es un avatar mucho más ágil que Leon S. Kennedy, como sabéis, el protagonista en RE2 junto a Claire Redfield. Pero antes de hablar de los pormenores que lo hacían más dinámico, la primera diferencia importante en la que deberíamos fijarnos es en dónde coloca la brújula del movimiento RE2 y dónde DMC. El primero elige un sistema con el punto de referencia en el personaje, es decir, lo que muchos denominan “control tanque” y que interpreta el movimiento a partir de la orientación del eje del avatar. “Adelante” es siempre caminar en sentido positivo, independientemente de si nos dirigimos hacia el fondo de un pasillo o recorremos lateralmente un escenario. En el segundo, la referencia es la cámara y, por ejemplo, siempre que movemos hacia “arriba” el stick, el personaje camina al fondo de la pantalla.
Tenemos que tener en cuenta que la configuración de los controles siempre es posterior al sistema de cámaras implementado. Los primeros RE utilizaban el “control tanque” para resolver el problema que generaba un sistema de cámaras fijas y fondos pre-render. Esto lo expliqué hace tiempo en un artículo dedicado a Resident Evil, pero lo resumo: en un sistema de cámaras fijas, los cambios de plano varían también la perspectiva desde la que observamos el avatar. Por ejemplo, es habitual que caminemos con Leon hacia el fondo de una sala y, de pronto, la cámara nos enfoque de frente y veamos como el protagonista ahora se mueve en la dirección contraria. El “control tanque” evita que el jugador se desoriente, así, no tiene que rectificar el movimiento cada vez que se produce un salto de cámara. ¿Por qué entonces utilizaban un sistema de cámaras fijas?, diréis. Por dos razones, una tecnológica y otra artística. Las 3D todavía estaban en pañales y los fondos pre-render no permiten una cámara en tercera persona, pero posibilitan unos escenarios muchos más detallados. Por otro lado, este sistema de cámaras fijas ofrece ángulos más cinematográficos que observar el mundo desde el culo del avatar, además, en el caso de RE se dejaban puntos fuera del campo de visión del jugador, lo que producía una mayor incertidumbre: miedo a lo que podría aparecer.
DMC nace en una plataforma más potente que no necesita fondos prerrenderizados para lucir en pantalla. La cámara no se sitúa a las espaldas de Dante; en su lugar, hay varias repartidas por el escenario al estilo RE, que ya no están fijas, sino que se mueven en un entorno verdaderamente tridimensional. Esto tiene una consecuencia inmediata: si la cámara puede acompañar al avatar con un travelling a lo largo de un pasillo, por ejemplo, los desarrolladores no necesitan variar tanto las perspectivas y se producen menos saltos. Además, DMC implementa una solución similar a la utilizada en Parasite Eve (Squaresoft, 1998): la referencia de los controles no cambia en el mismo instante en que se produce un salto de cámara, sino que se mantiene hasta que el jugador rectifica la dirección inicial. Ejemplo: si subimos unas escaleras de caracol con la cámara a nuestras espaldas y, tras unos segundos, cambia y nos enfoca de frente, no tenemos que corregir el stick al instante en la dirección contraria, sino que nuestro personaje seguirá subiendo las escaleras a pesar de mantener la orientación anterior. En el momento en que asimilamos la perspectiva y soltamos la palanca, entonces sí, la cámara vuelve a ser la referencia. El resultado que alcanza DMC es mucho más dinámico, ya que además tiene una gran planificación en las secuencias lógicas de los planos, que evitan los saltos bruscos. Muchas veces veremos nuevas perspectivas, pero a través de un leve zoom, la rotación de la cámara sobre su eje o a través del travelling y las panorámicas de seguimiento horizontales, verticales y balanceos.
El control es sencillo: el stick mueve a Dante en la dirección que le indiquemos y con la presión que imprimamos. Ahora no es necesario pulsar un botón para correr, sino que depende de la fuerza con que inclinemos la palanca. DMC está mucho más orientado a la acción que los survival horror tradicionales, así que nuestro movimiento no cesa a pesar de disparar con armas de fuego. Podemos descargar plomo alejándonos del enemigo con rítmicos pasos hacia atrás y repartir espadazos en todas las direcciones. La acción no se detiene ni cuando combinamos el arsenal con el botón de salto: Dante puede atacar tras un brinco, quedando unos instantes suspendidos en el aire cuando desenfundamos las Colt o dedicamos unos cuantos mandobles a los demonios. Deberíamos observar estas características con la perspectiva de los años: nada era comparable a la primera vez que Dante soltaba un gancho al enemigo, lo levantaba por los aires y, sin darle tiempo a aterrizar, lo acribillaba desde el suelo a balazo limpio. DMC impactó visualmente, pero lo que impresionó todavía más fue la naturalidad con que se reproducían las transiciones entre ataques a corta y media distancia.
El sistema de juego y las mecánicas implementadas es quizá el legado más importante de DMC. Cualquier Hack and Slash de los que vinieron después copió sin rubor algún que otro patrón con el que se inició Dante en el sector. Kamiya no inventó la pólvora, en realidad el sistema de juego no hacía más que repetir lo que ya había funcionado en los beat ‘em up en 2D, pero lo que sentó cátedra fue cómo lo adaptó a las tres dimensiones. Digamos que los títulos posteriores aportaron su propio ADN diferenciador y, como es lógico, superaron técnicamente a DMC, pero la estructura se repetía. En el caso de God of War, quizá el más evidente, se sigue el mismo esquema: un héroe poderoso (Kratos: mitad humano, mitad dios), un sistema de cámaras similar, una combinación de ataques a corta y media distancia y hasta una gestión de la vida y el arsenal a base de orbes casi idéntica.
Dante puede luchar cuerpo a cuerpo con armas blancas y disparar a distancia con armas de fuego. Este sistema de ataque a corto y medio alcance ofrece muchas posibilidades a la hora de realizar combos espectaculares. Para equilibrar ambas alternativas, DMC resta fuerza a algunos ataques rápidos a distancia (las Colt son una buena manera de minar a los enemigos mientras afilamos la espada) y ralentiza otras armas más potentes como las escopetas (Shotgun). La profundidad en el combate reside en las espadas principales y los guanteletes: Alastor (también Force Edge y Sparda) e Infrit, respectivamente. Cada una con varios movimientos que se ejecutan igual, pero que desatan técnicas devastadoras ligeramente diferentes (sobre todo si las utilizamos cuando Dante adquiere su forma demoníaca).
El esquema es extremadamente sencillo, pero ofrece multitud de combinaciones. Un botón para los ataques con espada, otro para las armas de fuego, un tercero para el salto y uno reservado para examinar el entorno. En los gatillos podemos fijar el objetivo con R1, y así centrar nuestros ataques en el enemigo más cercano; L1 para transformarnos en demonio (primero habrá que iluminar unas letras arcanas para poder usarla y que se completan mientras eliminamos rivales o recibimos daño); y R2 para hacer un gesto de provocación. Este último encaja con la actitud chulesca de Dante, que se permite el lujo de vacilar al personal, pero que también ofrece una utilidad práctica para el jugador, ya que rellena la barra demoníaca más rápido.
Por último, tenemos un sistema basado en orbes de diferente color que sueltan los enemigos durante las peleas o se reparten por el escenario: con los rojos podemos comprar elementos para mejorar la salud o el arsenal; los verdes restablecen parte de la vida; los amarillos nos dan oportunidades extra si perecemos en combate; y los azules aumentan la barra demoníaca y la salud.
Kamiya Style
Hablaba antes de esa mezcla entre lo tradicional y moderno dentro del aspecto narrativo y diseño artístico del título, pero esa misma amalgama se observa en las propias mecánicas de juego. A la hora de jugar, DMC es un juego coherente con el resto de elementos que lo componen, aportando innovación en el gameplay, pero respetando la estructura old school del género del que proviene. DMC mantiene algunas señas de los clásicos: la dificultad, la división en fases, el uso de combos y los jefes finales.
Kamiya diseña un juego con una estructura similar a los juegos de acción de los 80 y 90, con un escenario icónico central (el castillo) y unos enemigos reconocibles y gradualmente más poderosos. DMC es casi igual de corto que los juegos de antaño, pero también igual de exigente. La historia se desarrolla con esa misma cadencia, a través de misiones (fases) y con varios puntos de inflexión personificados en cada Final Boss con el que nos enfrentamos. El jugador piensa y actúa como en los juegos de la vieja escuela: usando las técnicas idóneas para cada enemigo y descifrando las pautas de ataque de los grandes contendientes, como el recurrente y misterioso Nelo Angelo (a la postre muy importante en la trama); el amenazante Phamton; y, por supuesto, Mundus, el enemigo final que, por su tamaño, varía incluso los esquemas habituales de la batalla. En este sentido, DMC es un título tradicional.
Sin embargo, Kamiya reviste este acervo común de estilo propio, algo que afecta al conjunto, ya sea por su forma de presentar la historia, por la inclusión de mecánicas heredadas de otros géneros o por la manera en que nos obliga a jugar. DMC no confiere excesiva importancia al aspecto narrativo, pero mima la puesta en escena, con cortas cutscenes que se integran en el gameplay con el mismo motor del juego. Su esencia es cinematográfica y no solo busca esa belleza estética con contrapicados y grandes panorámicas para mostrarnos la grandiosidad de su universo, sino que nos hace partícipes de esa escenografía con una especie de “rango de estilo”. DMC puntúa nuestro comportamiento en cada misión dependiendo del tipo de ataques encadenados que realicemos, la forma en que evitemos el daño, el tiempo total que invirtamos y la cantidad de ítems que recojamos. Las calificaciones al final de cada fase se basan en letras –de peor a mejor– (D, C, B, A, S), una particularidad que nos fuerza a mejorar y, no solo eso, nos coacciona para librar las batallas buscando el timing perfecto y las técnicas de lucha más elegantes para que encajen con el propio estilo de Dante. Con este sistema, sello personal de Kamiya como vimos en Viewtiful Joe y Bayonetta, se estrechan lazos entre jugador y avatar, al tiempo que se dirige la propia estética de las batallas. Este aspecto es muy importante para evitar posibles disonancias entre lo que percibimos en Dante como espectadores y su pericia real durante la acción, cuando tomamos el mando como jugadores.
Quizá en ese transvase resida la importancia de Devil May Cry, un título que, por encima de su excelencia técnica para la época y sus virtudes jugables y artísticas, consigue trascender en lo verdaderamente importante, lo que cualquier obra valiosa persigue desde su propia concepción: transmitir una emoción. Kamiya lo consigue prestándonos el carisma y el poder de un hombre mitad humano, mitad demonio, por eso recordamos a Dante y, por eso, adoramos a su autor.