A finales de los 80, casi nadie esperaba mucho de lo que te pudiese contar un videojuego. Es cierto que ya había títulos que se centraban en la narración —incluso géneros—, pero en la mayoría de los casos la historia era poco más que una excusa para empezar a jugar. El relato nos ponía en contexto, nos introducía en el objetivo y, muchas veces, personificaba aquellas sombras y formas abstractas que manejábamos. Pero poco más. Nadie (que conozca al menos) jugaba a Penguin Adventure (Konami, 1986), Contra (Konami, 1987) o Kung-Fu Master (Irem, 1984) por su relato, ni siquiera a los RPG que ya tenían carga narrativa. En un porcentaje muy alto, los arcade se centraban en los puzles, la habilidad, los reflejos y el aprendizaje de patrones. La historia, como decía John Carmack por aquel entonces, era «como en una película porno; que se supone que tiene que estar ahí, pero no es muy importante».
Obviamente, las cosas han cambiado mucho desde entonces. Tampoco Carmack piensa igual en la actualidad, cuando el videojuego tiene más armas para comunicar y ha encontrado mil y un enfoques para entretenernos. Sin embargo, no fue hasta hace relativamente poco tiempo que entendí por qué nunca me había interesado demasiado la historia en un videojuego. Este elemento apenas tenía importancia cuando empezó mi afición por el medio. Para mí, los videojuegos eran otra forma de soñar despierto, como también lo era ver una película de Bruce Lee, pero interactuando y creando mi propia narrativa emergente.
Nunca busqué historias en los juegos, las buscaba en otras partes. Ni siquiera cuando el videojuego empezó a tener los recursos para profundizar en el relato. Un ejemplo: adoro la saga Metal Gear Solid desde su inicio, pero más por su revolucionaria mecánica de infiltración (lo fue) y por su estética cinematográfica —y por Yoji Shinkawa— que por su argumento. De hecho, salvando algunas partes de su discurso que valoro, el resto de su historia y sus giros argumentales me interesan lo justo. Casi siguen siendo un bonito preámbulo, como ocurría en los 80.
Sin embargo, los videojuegos han evolucionado tanto que ni parecen la misma cosa. Los jugadores de mi generación nos estrenamos con juegos como Bomb Jack (Tehkan, 1984), Tetris (Alekséi Pázhitnov, 1984) o Altered Beast (Sega, 1988); y una persona que hoy tiene 18 años puede haberse iniciado con Portal (Valve Corporation, 2007), Bioshock (2K Boston, 2007) o Fallout 3 (Bethesda, 2008). La fotografía es radicalmente distinta y, por supuesto, también lo es el motivo por el que nos acercamos a los videojuegos. La carga narrativa —en su concepción clásica— de los títulos actuales es infinitamente mayor a la de antes: ya no es, como decía, una excusa o un contexto para jugar, sino que puede que sea la parte central o incluso la única parte. Los videojuegos son una disciplina muy ecléctica, a veces difícil de definir, y la perspectiva con la que la contemplan sus aficionados también lo es.
Quizá durante esta meteórica evolución hemos olvidado algo por el camino. La crítica de videojuegos —en castellano, al menos— ha descuidado una parte clave en el diseño de cualquier obra lúdica: las dinámicas de juego. Por un lado, los portales de actualidad no acaban de profundizar en este aspecto, en línea con la superficialidad con la que normalmente analizan las propias mecánicas de juego. Por otro, los blogs y revistas culturales —entre las que se incluye Start— tampoco son una excepción, ya que suelen obviar las reglas por las que se rige el videojuego, centrando su atención en la temática y el discurso de la obra. Por lo tanto, el mainstream ha reducido la jugabilidad a una lista de acciones sin aparente significación, que se reseñan a modo de instrucciones y se enumeran para señalar la simpleza o complejidad de un título. Por su parte, la crítica alternativa, salvo contadas excepciones, apenas menciona este tipo de engranajes, y mucho menos los analiza. ¿Por qué estamos apartando una pieza fundamental del lenguaje con que opera el videojuego? ¿Acaso no nos interesa?
Las dinámicas son lo que media entre las reglas de juego y la experiencia del jugador. Los diseñadores se encargan de implementar mecánicas, de las que luego emergen dinámicas y que, a su vez, configuran experiencias para el jugador. Si nos atenemos a la academia, en MDA: A Formal Approach to Game Design and Game Research (Robin Hunicke, Marc LeBlanc, Robert Zubek; 2004) se habla del concepto Mechanics/Dynamics/Aesthetics (Mecánicas/Dinámicas/Estéticas) y de la relación que guardan estos elementos en el diálogo entre jugador y diseñador. Hay que aclarar que, en este caso, la «estética» no se refiere a su apartado gráfico o artístico, sino más bien a la experiencia y percepción final del jugador.
En Tetris, dentro de este sistema MDA, las mecánicas de juego serían, por ejemplo, mover y rotar las fichas o la manera en que podemos encajarlas para formar líneas. Una dinámica en Tetris, entre muchas otras, podría ser colocar las piezas dejando siempre un hueco en la esquina para un eventual palo, con la intención de destruir cuatro líneas y conseguir más puntos. Por último, la estética sería la experiencia resultante, claro que esto dependen de cada jugador y de la dinámica en particular que se examine. Es decir, los videojuegos presentan reglas y es a través de ellas que surgen las estrategias y la forma en que los jugadores interactúan con el juego. Lo interesante es que, de los tres elementos del sistema MDA, los desarrolladores solo intervienen en las mecánicas, los otros dos elementos son el resultado de la interacción de los jugadores.
A veces, las mecánicas y reglas iniciales pueden favorecer un tipo de comportamiento que no estaba previsto por el desarrollador. En los juegos multijugador, por ejemplo, «campear» —apostarse en un lugar estratégico del escenario y esperar a que los rivales se pongan a tiro— es una táctica mal vista que muchas franquicias prefieren evitar. ¿Cómo? Aunque algunos servidores penalizan esta conducta, por lo general, la manera que tienen de resolver este problema es retocando las reglas de juego hasta que el jugador ya no obtenga ninguna ventaja acampando. Los battle royale como Fortnite (Epic Games, 2018) o PlayerUnknown’s Battlegrounds (Bluehole, 2017) utilizan una regla sencilla en las bases del juego: cada cierto tiempo, y desde un punto aleatorio del mapa, el área segura para los jugadores va disminuyendo. Así, además de favorecer los encuentros entre rivales, se reduce el «campeo», ya que les obliga a moverse constantemente.
Las dinámicas de juego a veces adquieren un protagonismo impropio, a pesar de no ser intencionadas. Las sagas de Rockstar son, en parte, polémicas por las dinámicas que generan. Una de ellas, bastante conocida, se ha convertido en un estigma para los GTA. Veamos estas dos premisas independientes: por un lado, los transeúntes que mueren sueltan siempre un botín de dinero que el jugador puede recoger; y, por otro, el juego permite el sexo con prostitutas (acción que aumenta la vida) por una pequeña cantidad de dinero. Como resultado, una dinámica emergente fue contratar los servicios de una prostituta y luego atropellarla para recuperar el dinero. A través de dos reglas sin relación directa, surge una estrategia que beneficia al jugador, que no estaba prevista por los desarrolladores y que éticamente deja mucho que desear. No obstante, ¿podemos hablar de una estrategia que rompe el juego? ¿Se trata de un comportamiento que esté fuera de lugar dentro del contexto narrativo de la saga? ¿Esta acción pierde coherencia dentro de un sistema libertario como el del sandbox? La respuesta de los desarrolladores debió de ser «no» ya que no se modificaron las mecánicas de juego, a pesar de las duras críticas desde fuera del sector.
Cualquier cambio de diseño que altera las reglas y las mecánicas afecta al juego de forma decisiva. En un título de acción, por ejemplo, las decisiones sobre la barra de vida de nuestro avatar —un aspecto que parece intrascendente—, pueden originar diferentes estilos de juego. Por ejemplo, aparecen diferentes dinámicas dependiendo de si nuestro personaje puede regenerar automáticamente su vida o, en cambio, necesita un ítem que la restaure. En el primer caso, el jugador probablemente será más temerario y solo se resguardará de vez en cuando ante las dificultades. En el segundo, explorará más los escenarios en busca de ítems, tomará más precauciones durante la acción y la experiencia será más estresante cuando se quede sin existencias.
Por supuesto, hay otras mil fórmulas de implementar este aspecto en los videojuegos. En Bloodborne (From Software, 2015) los desarrolladores parecen empeñados en que optemos por el ataque como mejor defensa. El juego de From Software cuenta con un ítem, el vial de sangre, con el que reponemos los puntos de salud. Sin embargo, hay otra forma de recuperarlos durante el combate: si el jugador recibe un golpe, todavía dispone de unos segundos para contraatacar rápidamente y rellenar su barra de nuevo. A veces, el daño es tan profundo que solo se puede reponer una parte, pero ejecutando bien esta acción se ahorran muchos viales de sangre. Por supuesto, este sistema no es casual y las dinámicas resultantes tampoco: Bloodborne incentiva al jugador para atacar y, en muchos casos, para que corra riesgos por obtener su recompensa.
Esta regla, a su vez, es coherente con otras decisiones de diseño del juego, como la ausencia de escudos —en realidad los hay, pero son casi un lastre— o el protagonismo que adquiere la acción de esquivar en comparación con la saga Souls. Bloodborne deja al jugador desprotegido, sin defensa, y busca amparo embistiendo. Incluso el característico bloqueo de los Dark Souls, el parry, un movimiento defensivo, se lleva a cabo con armas de fuego. Parece una nimiedad, pero esta decisión expone de nuevo al jugador: si en Dark Souls usamos el escudo para realizar un parry, en el peor de los casos —no ejecutar la acción en el momento adecuado— seguiremos resguardados y podremos absorber parte del daño. Sin embargo, y a pesar de la distancia, si el disparo en Bloodborne no detiene al enemigo, su acometida puede acabar con nuestra vida de un plumazo. La gran agilidad del avatar en el exclusivo de PS4, en comparación a lo visto en los Souls, es otro ajuste inevitable para calibrar este nuevo estilo de ataque.
Como sucede en los juegos de From Software, lo interesante no solo es construir dinámicas de juego atractivas para el jugador, sino que estas transmitan un mensaje que esté en consonancia con el resto de apartados del juego. Max Payne 3 (Rockstar Games, 2012) tenía también un curioso recurso relacionado con los analgésicos, el ítem con el que recuperamos vida. Max puede acumularlos y utilizarlos cuando más le convenga, pero tiene una alternativa: si el jugador recibe daño mortal y tiene al menos uno de estos ítems en la recámara, aún puede disparar al rival que lo derribó y, si acierta, volver a la batalla con la vida restablecida. Evidentemente, con un analgésico menos. La acción se ejecuta con el característico tiempo bala de los Max Payne, una decisión que parece hecha a su medida por lo espectacular de la escena.
Este sistema vuelve otra vez a la fórmula de riesgo-recompensa. Como en Bloodborne, podemos arriesgarnos para exprimir nuestra barra de vida y retrasar el consumo de analgésicos lo máximo posible. Además, tener existencias también es un salvavidas, una segunda oportunidad para que el jugador esquive el game over. En resumen: la dinámica que fomenta esta mecánica suma en la experiencia que propone Max Payne, basada en la emoción y la espectacularidad. De nuevo, el mensaje que comunica con sus reglas es el mismo que transmite en el resto de apartados.
La historia, el guion, el apartado artístico… todos estos elementos parecen eclipsar otros aspectos intangibles, pero que son más relevantes en el diseño y experiencia final. Incluso el lore —el trasfondo que irónicamente ha pasado a primer plano— parece ser ahora un ingrediente nuclear en detrimento de las mecánicas de juego. What Remains of Edith Finch (Giant Sparrow, 2017), por ejemplo, no solo es una propuesta interesante por la historia que cuenta o por su narrativa ambiental, sino precisamente por su correlación MDA. En este caso, las mecánicas se centran en comunicar una idea o una emoción. Para valorar lo que aporta el título de Ian Dallas, tendríamos que preguntarnos si sus dinámicas trasladan correctamente las sensaciones que se pretenden transmitir. ¿Lo hacen? Ya dijimos que las dinámicas generan estéticas y cada jugador las puede interpretar de forma diferente. La mayor parte del tiempo, What Remains of Edith Finch es un juego que utiliza el realismo mágico como herramienta estética y narrativa para profundizar en las muertes de la familia de Edith. Nada excepcional que no hayan hecho antes otros juegos y otras disciplinas artísticas. Sin embargo, pocos juegos pueden presumir de representar con fidelidad (y a través de las mecánicas de juego) emociones o sensaciones tan complejas como, por ejemplo, la de soñar despierto. Para evocarlas, el juego no solo usa recursos relacionados con el control y la cinestesia de las acciones: imitar con el mando el movimiento del vaivén de un columpio o los quiebros de una cometa puede reforzar la experiencia, pero no lo es todo. En la comentadísima sección de la fábrica, hacia el final del juego, Ian Dallas idea unas reglas y unas mecánicas para cada stick: con uno realizamos una labor anodina y repetitiva —y operamos en la realidad— y, con el otro, exploramos nuestra ensoñación, una ilusión que nos evade del trabajo cotidiano. Edith Finch escenifica a la perfección la manera en que se produce este tipo de desconexión entre realidad y fantasía. A través de las mecánicas conectamos, por un lado, con nuestra parte real, la que automatiza el trabajo mecánico y, por otro, con nuestro pensamiento, que progresivamente va acaparando más nuestra atención y el espacio en la pantalla de juego.
Mecánicas, dinámicas y estéticas, la otra “historia” que el videojuego nos cuenta con su lenguaje. Podemos encontrar excelentes títulos sin un buen guion detrás, sin una atractiva dirección artística o una gran potencia técnica. En cambio, si esta red MDA no funciona correctamente o no camina a la par que el resto de apartados, no hay historia ni gráficos que lo arreglen. Detrás de un buen diseño está la eterna iteración de mecánicas y el interminable testeo de los jugadores, que es lo que pule la experiencia y otorga sentido al mensaje final.
La crítica no puede quedarse en la estética, la última parte de esa cadena MDA, porque no solo es importante valorar la experiencia final, también lo es saber cómo se articula. Si los que escribimos, reflexionamos y valoramos el medio seguimos ignorando sus raíces, corremos el riesgo de que nos suceda a todos lo que me pasó a mí, que casi me olvido de los motivos por los que juego.
NOTAS:
[.] Si queréis profundizar en algunos aspectos de diseño relacionados con las mecánicas y dinámicas de juego, esta lección de Game design Concepts es muy interesante. A mí me ha servido para exponer mejor algunos de los ejemplos de este artículo.