El 13 de septiembre de 1985 suele considerarse un día clave en la historia del videojuego. A diferencia de otros treces de septiembre, el de 1985 tiene una relevancia distinta. Distinta a la del 490 a. C., cuando Milcíades plantaba a sus tropas frente a las del persa Datis en la batalla de Maratón. Distinta al de 1923, cuando el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, acaudillaba un alzamiento militar en plena crisis del régimen de la Restauración. El 13 de septiembre de 1985 tiene una relevancia distinta, acaso especial. Es cierto que no es justo limitarlo a ese día: hasta principios de los 90 ―hay quien dice que no sería hasta Sonic 2 (Sonic Team, 1992) ―, las fechas de lanzamiento de videojuegos no eran sino algo orientativo, todo dependía de cuándo llegaban las copias a las tiendas. Con todo, es una fecha destacada. El 13 de septiembre de 1985 daba comienzo en Japón una nueva etapa en la historia del videojuego: salía a la venta Super Mario Bros. (Nintendo, 1985) y, con él, nacía el videojuego moderno.
Pese a su incontestable relevancia, existe en Super Mario Bros. algo que tiende a pasarse por alto en sus numerosos análisis: el movimiento de la cámara. En la obra de Miyamoto y Tezuka la perspectiva se movía, algo hasta entonces poco frecuente. Seguía al jugador. Los desplazamientos de la cámara hacia la derecha invitaban a correr hacia el banderín de final de nivel, a encajar saltos uno detrás de otro, a una libertad eufórica y vital. No en vano, Kōji Kondō asegura que esa sensación de sentirse libre corriendo bajo el cielo azul fue la que le inspiró durante la composición de Overworld, el tema principal de la banda sonora. En una época en que la perspectiva era por defecto estática y generalmente cenital, el trávelin sin vuelta atrás que proponía Super Mario era todo un soplo de aire fresco. Redefinía la navegación y, por extensión, la exploración del espacio jugable. Sin darse cuenta, el videojuego comenzaba a emplear en su evolución recursos eminentemente audiovisuales.
Resulta divertido que la genialidad de la obra más icónica del videojuego se fundamente en parte en hacer un determinado uso de la cámara; más si cabe dada la reciente tendencia a despreciar la intromisión del lenguaje cinematográfico en las obras interactivas. Solemos percibir el uso de recursos audiovisuales como una práctica detestable que, asociada a la narrativa compartimentada, limita el desarrollo del lenguaje propio del medio; algo que coarta sus infinitas posibilidades de contar a través de las mecánicas o de experimentar con narrativas orgánicas y emergentes. Las cinemáticas parecen representar todo lo malo de la narrativa interactiva: las vemos como un ente extraño en un medio que no acaba de aceptarlas, que quiere y tiene cosas que decir, pero no siempre logra dar con recursos efectivos y generalizables al conjunto de sus obras.
Resulta más divertido todavía cuando recordamos que lo audiovisual es un ingrediente esencial en el videojuego. En su improvisada definición, Phil Fish asegura que «los videojuegos son la última forma de arte. Son el medio más sofisticado, la suma de cada forma expresión que ha existido hecha interactiva» [1]. La definición de Fish es evidentemente poco útil en lo académico, pues, como apunta Víctor Navarro Remesal, «puede parecer apetecible definir el videojuego como “producto audiovisual interactivo”, pero […] la interactividad no es exclusiva de los videojuegos. Al contrario, es un factor cada vez más presente en todo tipo de códigos de la comunicación» [2]. Pese a su escaso rigor formal, la intuitiva definición de Fish deja adivinar que, en cuanto que suma de todo lo anterior, lo audiovisual es también parte esencial del videojuego. Tanto, de hecho, que once años después de ese icónico 13 de septiembre, Super Mario 64 (Nintendo, 1996) le dedicaría a la cámara un personaje en sí mismo; uno que recordaba los muchos quebraderos de cabeza que les había provocado el problema de la perspectiva en entornos tridimensionales a Miyamoto y compañía.
Desafortunadamente, si pensamos en juegos que acoplan el lenguaje cinematográfico más puro a sus obras en tiempo real, los resultados tienden a ser irregulares. El famoso «modo cine» de Grand Theft Auto V (Rockstar North, 2013), por ejemplo, propone una cámara que va alternando sola entre distintas perspectivas. Pretende enmarcar en composiciones más espectaculares, si cabe, escenas ya frenéticas en sí mismas. Su tutorial se presenta durante las primeras horas de juego, en la quinta misión principal, Padre/Hijo. Se trata de una persecución desde un descapotable en la que abordamos un tráiler sobre el que se transporta un yate. El «modo cine» nos arrebata el control sobre la cámara y decide, en tiempo real, cuál es el mejor plano en cada momento. En una situación en la que podemos elegir entre seguir al volante o ayudar a Franklin a escalar el yate y resolver un tiroteo, el «modo cine» lo vuelve todo aún más caótico. El jugador se siente indefenso, sin saber muy bien qué está ocurriendo, notando que su puntería falla por culpa de una cámara que no acierta a colocarse en el sitio justo. Un completo desbarajuste.
El de GTA V no es el único ejemplo. El mayor adalid de la cinematografía interactiva, David Cage, incurre en un problema similar en Heavy Rain (Quantic Dream, 2010). Aunque es algo que afecta el conjunto del título, podemos fijarnos en escenas concretas, como la presentación del personaje de Scott Shelby durante los primeros capítulos, que acude a una pensión cochambrosa para interrogar a Lauren, una prostituta que trabaja allí. Desde que Shelby baja del coche hasta que llega a la habitación de Lauren en el primer piso, el jugador tiene total control sobre la cámara, pudiendo cambiar entre distintas perspectivas con R1. Nada más llegar al primer piso, el poder del jugador se vuelve un problema. El simple hecho de pensar que podemos cambiar de plano en cualquier momento hace que no sepamos cuál es el idóneo. Entre tantos cortes, el jugador acaba mareado y recorre el mismo pasillo tres o cuatro veces, sin saber si se encuentra al principio o al final del mismo. Cuando por fin da con la puerta de Lauren, la cantidad de planos a escoger es tal, que acaba recorriendo la estancia de forma errática, aturdido e incapaz de seguir el interrogatorio, parte fundamental de la escena.
Parecería razonable pensar, por todo ello, que ciertos recursos del cine están mejor donde están, sin que nadie pueda tocarlos en tiempo real. Al fin y al cabo, y siguiendo con la visión de Fish, el medio de partida (el cine) es uno más pasivo. La idea de colocar la cámara está estrechamente ligada a la de imponer una visión autoral, más lineal o procedimental, que le niega al jugador parte de la libertad a los mandos. Los bruscos cambios de plano del jugador no casan con la planificación de ningún screenplay, fijo y lineal por naturaleza. En definitiva, los toscos golpes con los que el jugador empuja el stick derecho no son compatibles con cambios de plano premeditados. El corte, transición entre planos por excelencia, no parece tener cabida en el videojuego.
¡Desterremos al corte! Al menos a esa conclusión parecen haber llegado autores como Hideo Kojima, que en Metal Gear Solid V: The Phantom Pain (Kojima Productions, 2016) muestra una obsesión rayana a la locura por el plano secuencia. Comienza en el prólogo, donde la ausencia de cortes tiene sentido dada la intención de generar una sensación de agobio, de no poder ni siquiera respirar. Se trata de una huida tensa y brillantemente dirigida que culmina con una espectacular persecución. El problema llega cuando su uso se extiende a todas las escenas de vídeo. En realidad, la obsesión de Kojima por el plano secuencia viene de lejos. Así lo confesó en 2010 en su ensayo Las películas de mi vida (y las que me llevaron a crear Metal Gear Solid) [3], donde ya dejaba entrever cierto entusiasmo por esta técnica en películas como El planeta de los simios (Franklin Schaffner, 1968). No es, sin embargo, hasta su último trabajo para Konami cuando el plano secuencia pasa a ser la opción por defecto en la mayoría de las cinemáticas y las cosas se le empiezan a ir de las manos.
Discrepancias aparte, la obsesión de Kojima es comprensible: el plano secuencia parece el recuso más eficaz para que la inmersión sea más satisfactoria. En la mayoría de títulos de acción en tercera persona, la cámara al hombro que sigue al jugador cubre la acción del gameplay en un plano secuencia tan largo como la propia partida. Durante años, en busca de esa inmersión más completa, se ha intentado que las cinemáticas no fueran escenas prerrenderizadas y se ejecutaran en tiempo real en el motor del juego. Este es el caso de la mayoría de títulos de acción en tercera persona a partir de Uncharted 3: La traición de Drake (Naughty Dog, 2011). Desde entonces, la mayoría de las escenas de vídeo acaban con la cámara situándose, sin cortes, detrás del personaje, haciéndole saber al jugador que el control vuelve a ser todo suyo.
Si las transiciones entre planos ―y en particular el corte― resultan tan bruscas en el videojuego es porque constituyen una ruptura con la jugabilidad; obligan al jugador a reorientarse, buscar nuevos puntos de referencia en un espacio hasta entonces conocido. En otras palabras, le recuerdan que se encuentra a los mandos y no dentro del espacio ficcional y jugable; lo sacan por completo de la partida. Esto, visto así, es malo. Romper la inmersión significa cortocircuitar la diégesis por error, recordándonos que no estamos dentro de la realidad del juego. Esto significa, en definitiva, que algo ha ido mal. No obstante, los efectos de los cortes imprevistos durante la partida muestran algo esencial de cara a entender la relación entre lo audiovisual y lo interactivo: el lenguaje audiovisual interviene en las sensaciones del jugador y, por tanto, condiciona la cinestesia.
Cuando hablamos de cinestesia, la «percepción del equilibrio y de la posición de las partes del cuerpo» [4], pensamos, por lo general, en el control. La experiencia cinestésica se manifiesta en la fluidez al nadar veloces en Splatoon (Nintendo, 2015) o en la fuerza y violencia de cada disparo en The Last of Us (Naughty Dog, 2013). La cenestesia está, por tanto, estrechamente ligada al control. Aunque en general queremos que el control nos vuelva uno con el personaje, una cinestesia lograda no significa necesariamente que el control se presente como una extensión natural de nuestro cuerpo. Es el caso de Lieve Oma (Florian Veltman, 2016), donde nuestras acciones con el ratón no responden siempre a la primera. Nos recuerda así que somos un niño ―¿o niña?― de escasos diez años tirando con todas sus fuerzas para arrancar setas del suelo. Veltman experimenta con un control impreciso para construir una experiencia cinestésica en la que podamos identificarnos con las habilidades motrices de un niño. Y si el control puede «empeorarse» en favor de la cenestesia, los recursos audiovisuales pueden servir el mismo propósito.
El caso de Firewatch (Campo Santo, 2016) es uno de los más claros entre las obras recientes. Tras su prólogo, los acontecimientos del juego se reparten en días, que funcionan como capítulos aislados. Comienzan con una pantalla de carga en la que leemos el número del día que nos disponemos a vivir, y acaban con un corte brusco tan pronto se agotan las anécdotas interesantes que contar. Aparece de golpe la pantalla en negro con el número del siguiente día que nos disponemos a jugar, y vuelta a empezar. El corte es limpio y contundente. Separa en dos el verano de Henry: aquellos recuerdos relevantes para la trama, por un lado, y todo lo demás, por otro. La contundencia del corte en Firewatch viene asociada a la pérdida de control, que se nos arrebata tan pronto acaba lo relevante del día. Forma parte de la dinámica del juego, y llega a su máxima expresión en la escena final, que corta a créditos de forma igual de aplastante.
Los cortes en Firewatch cumplen, por un lado, una función principalmente narrativa: eliminan tramos en los que no ocurre nada interesante para el desarrollo de la trama. Quitan gran parte de los momentos en que solo nos limitaríamos a desandar el camino recorrido. Podrían interpretarse, por otro lado, como los recuerdos de Henry en la mente del propio Henry, que deja de pensar bruscamente en el tiempo pasado en Shoshone para volver su mirada al problema del que es incapaz de huir: su mujer postrada en cama. Pero, sobre todo ello, destaca la sensación que producen los cortes en el jugador. Firewatch logra con sus cierres que el jugador sienta los bandazos y la intensidad de los recuerdos del protagonista, y lo hace a través de su propia percepción física dentro del espacio jugable. Firewatch construye parte de su cinestesia mediante recursos puramente audiovisuales; vuelve el corte parte del lenguaje videolúdico. Lo asimila y le da usos y significados distintos de los que está acostumbrados a ver en su medio original.
Es importante hacer énfasis en que el videojuego asimila recursos audiovisuales en lugar de pensar que sencillamente se apropia de ellos. Es, de hecho, cuando se limita a adoptarlos sin adaptarlos, como ocurre en las cinemáticas más clásicas, cuando más ajeno se siente el lenguaje cinematográfico. El caso del corte en Firewatch es revelador, pero podemos pensar también en cómo el videojuego logra mediante recursos propios mostrar en pantalla cosas que hubieran sido mucho más difíciles en el cine. Así ocurre con la historia de Lewis en What Remains of Edith Finch (Giant Sparrow, 2017). La escena de la fábrica de conservas superpone las fantasías de Lewis sobre el plano cenital de su mano decapitando pescado. Al hacerlo logra que ambas imágenes coexistan en pantalla sin necesidad de cortes ni cuadrículas. Todo recae en el jugador, que mantiene en tiempo real el control de ambas situaciones hasta el punto de automatizar los movimientos del stick derecho y asumir por completo el papel del personaje. La escena replantea cómo estamos acostumbrados a pensar sobre el control que nos ofrecen los joysticks, y todo vuelve a estar íntimamente ligado a la cenestesia.
El 13 de septiembre de 1985 Super Mario Bros. aunaba en sus saltos la resolución de puzles, el combate y la exploración. Son los saltos más famosos de la historia del videojuego, pero no más relevantes que el scroll lateral que ayudó a popularizar. La relación entre lo audiovisual y lo interactivo es una que viene de lejos y es una relación conflictiva. Los ejemplos de este texto no son más que una breve muestra de sus desavenencias y amores incondicionales. La conclusión más evidente es que la construcción del lenguaje videolúdico no pasa exclusivamente por explotar el potencial de las mecánicas o por construir mundos más abiertos y sistémicos. Cualquier recurso, bien asimilado y venga de donde venga, puede alcanzar un valor incalculable en cualquier obra. Sea en su dimensión cinestésica o en su dimensión narrativa ―o en ambas a la vez― el videojuego tiene algo de todo lo anterior. Y, siguiendo con la cita de Fish: «¿Cómo no va a ser eso genial? ¡Es increíble!».
NOTAS:
[1] Phil Fish en el documental Indie Game: The Movie (James Swirsky y Lisanne Pajot, 2012).
[2] Navarro Remesal, Víctor (2016) Libertad dirigida: una gramática del análisis y diseño de videojuegos, cap. 1: ¿Qué es el videojuego?, Shangrila.
[3] Publicado en castellano por Errata Naturae en Extra Life: 10 videojuegos que han revolucionado la cultura contemporánea (2012).
[4] Definición de cinestesia en el diccionario de la Real Academia Española, consultado el 2 de marzo de 2018