Es la hora de cenar y la sopa caliente que hemos preparado para contrarrestar el frío húmedo de Barcelona está lista. Pero ni mi compañera ni yo comemos. En vez de eso, estamos jugando a Jamestown (Ambrogi, Ambrogi y Larsson, Final Form Games, 2011), un juego que se inserta de forma clara y firme en el elusivo, pero atractivo género shoot’em up. Al igual que juegos como Xevious (Endō, Namco, 1982) y Dodonpachi (Inoue, Cave, 1997), el objetivo en Jamestown consiste en superar niveles de dificultad cada vez mayores mientras disparamos y esquivamos las balas de los enemigos. Algo sencillo de entender, pero difícil de controlar. Y en este juego, el proceso de aprendizaje es suave y satisfactorio.
Llevamos semanas jugando a Jamestown. Sentíamos interés por jugar a algo que pudiéramos hacer los dos y, en medio de tanto título para un solo jugador, el arcade de Final Form Games se presentaba como un soplo de aire fresco. Nuestra ignorancia mutua del género se convirtió en excusa para mejorar juntos. Las constantes derrotas iniciales dieron lugar a un espíritu de superación. Cada victoria se sintió más merecida que la anterior y, cada nivel de dificultad superado, una conquista personal. Para cuando alcanzamos la última fase y nos topamos por fin con el nefario Conquistador, nuestra dedicación al juego era absoluta.
Poco a poco, fuimos avanzando por las ruinas del templo marciano, familiarizándonos con sus trampas y memorizando los patrones enemigos. Distribuimos nuestras debilidades y puntos fuertes para que, si uno de nosotros moría, el otro pudiera seguir y alcanzar el siguiente checkpoint. Las estrategias que conjuramos de muerte, movimiento y destrucción se volvieron instintivas y, para cuando llegamos a nuestro quinto encuentro con el jefe final, estábamos tan sincronizados como Raleigh y Mako en el Gypsy Danger. Al final, después de largas semanas de ensayo y error, de momentos de partidas inspiradas y partidas vergonzosas, lo logramos. Con una explosión de fuegos artificiales, el enemigo cayó a nuestros pies y, mientras la puntuación por completar el nivel empezaba a desplegarse en la pantalla, nos abrazamos y dimos botes por el piso como si volviéramos a tener ocho años.
Fue un momento inolvidable. Tanto, que casi nos hizo obviar las preguntas que nos veníamos haciendo desde hacía rato: «Lo de representar a los nativos americanos como pulpos marcianos sin rostro que se dejan manipular por los españoles es un poco racista, ¿no?».
Jamestown.
Bourdieu dijo de la música que, de todas las artes, es la negación más absoluta del mundo, la rama del arte que más nos desapega de nuestro contexto social y nos permite trascender las consecuencias de su creación y desarrollo. En otras palabras, la música tiene un potencial casi perverso para hacernos olvidar que, detrás de todo proceso creativo, siempre hay una intención y que, incluso si ignoramos o rechazamos esa intención, sus implicaciones siguen atravesándonos como espadas. En un contexto de producción cultural donde, en última instancia, hasta el producto más inocuo cumple el propósito de enriquecer a alguien a costa de otra persona, la capacidad negadora de artes como la música y de subgéneros como el shoot’em up parece casi un opio moderno. Al fin y al cabo, el objetivo de toda música es entretener y, si las circunstancias o implicaciones de la música revelan alguna verdad incómoda sobre nuestro modo de vida, son cosas que se pueden obviar, ¿no? Y si un juego como Jamestown escoge recurrir a una estética y una presentación concreta, todo eso se vuelve irrelevante al lado de la jugabilidad o el balance de las mecánicas, ¿verdad?
El género shoot’em up tiene una larga historia de negación. Uno solo tiene que recordar las complejas implicaciones nunca resueltas de 1942 (Okamoto, Capcom, 1984), una recreación de la batalla de Midway contada a través de los ojos de un diseñador japonés, o la representación militarista y, en ocasiones, ultranacionalista de juegos como Ikari Warriors (Iju, SNK 1986) y Commando (Fujiwara, Capcom 1985). En buena medida, se entiende que la mayor parte del género haya preferido recurrir a la ciencia ficción o a narrativas que orbitan en torno a mascotas y personajes propios. En el caso de Jamestown, la dirección escogida por Final Form Games ha sido similar a la empleada por Touhou Project en cuanto a lo que referencias e inspiraciones visuales se refiere. Mientras que los juegos de Team Shanghai Alice y Cave han recurrido cada vez más a una imaginería y simbolismo enraizado en la cultura visual japonesa —tanto tradicional como moderna—, Jamestown hace lo propio con una recreación steampunk del pasado colonial americano. La figura de Walter Raleigh y la guerra anglo-española del siglo XVI aún evoca una carga simbólica cuasi-revolucionaria, una antesala a los movimientos de liberación que afectarían a las colonias americana un siglo y medio después. La galería de personajes principales —desde Thomas Percy hasta Guy Fawkes— y la presentación del conflicto como una historia alternativa insisten en la evocación de ese pasado mítico de las Doce Colonias. Un pasado, eso sí, estrictamente inglés y, ya que estamos, completamente ajeno a las inquietudes de otros actores históricos del período.
Commando y 1942.
El mismo subgénero artístico escogido para evocar ese pasado, el steampunk, es un pozo sin fondo de contradicciones. Surgido en los años 80 como una especie de continuación natural de la ciencia ficción fantástica de Julio Verne y H.G. Wells, este subgénero literario contó desde un principio con una maleabilidad y diversidad que hacía especialmente difícil cualquier tipo de temática unificadora. Según el autor de La Biblia Steampunk, Jeff Vandermeer, el steampunk puede resumirse en la ecuación «Científico Loco [invento (de vapor x zepelín o robot/diseño barroco) x (pseudo) escenario victoriano] + políticas progresistas o reaccionarias x trama de aventuras». El mismo acto de descifrar esta frase (si no ya escribirla) debería decirnos algo sobre la complejidad y dificultad de todo. Por un lado, es posible situar el steampunk como un tentáculo más de la cultura retro contemporánea, obsesionada con los detalles del pasado, pero despreocupada de sus entresijos; por otro, es una variante más de la cultura del «háztelo tú mismo», una cultura vibrante que abarca tanto las figuras del Burning Man como los hippies de la Plaza del Duque sevillana. En el ámbito narrativo, es una repetición inconsciente de los mitos y aspiraciones imperialistas de la era victoriana y eduardiana, una época oscura cuya sombra genocida sigue dejando víctimas a día de hoy; pero también una subversión y reexaminación de esos valores que permite extraer sus elementos más positivos y compartirlos con la humanidad sin el bagaje histórico que tienen asociado. En términos comerciales, es una estética más de la que productores de Hollywood y guionistas profesionales se valen para dotar variedad a sus manidas superproducciones; en otras circunstancias, puede servir de contrapunto a nuestra realidad contemporánea e invitarnos a cuestionar los avances y progresos realizados en el último siglo y medio.
Los mejores autores del género navegan en este mar de contradicciones con destreza y temeridad, reconociendo los elementos que despuntan dentro del universo de imágenes victoriano e iluminándolos con nuevas perspectivas. Escritores como Gail Garriger y Alan Moore exponen las rígidas normas y convenciones del período y las transforman con destreza alquímica. Ya sea mediante una yuxtaposición arriesgada de la mordacidad de Jane Austen con la rotura deliberada de tabúes sexuales, o a través de una exposición descarnada de la decadencia y maldad del Imperio Británico, estos autores reconocen lo arbitrario de aquel período y lo parten por la mitad en un intento por encontrar nuevos valores y sensibilidades. Otros autores, como Brooke Johnson y Katsuhiro Otomo, prefieren una aproximación más prosaica y focalizada en el impacto que la ciencia y la tecnología tienen en el devenir de las sociedades y los individuos.
En el mundo de los videojuegos, el género ha contado con una larga y rica historia, aunque muy fragmentada. En los años 90, está mejor representado por títulos como Ultima: Worlds of Adventure 2: Martian Dreams (George, Origin Systems, 1991), Arcanum: of Steamworks and Magick Obscura (Anderson, Boyarski y Cain, Troika Games, 2001), y por sagas como Final Fantasy (Sakaguchi, Squaresoft, 1987-) y Thief (LoPiccolo, Looking Glass Studio, 1998-2004). En tiempos más recientes, se ha vivido un cierto repunte del género en el mercado americano y europeo, aunque de momento solo ha tenido un efecto palpable en el ámbito visual. Juegos como el último Thief (Cantin, Eidos Montréal, 2014) y la saga Dishonored (Colantonio y Smith, Arkane Studios, 2012-2016) han tratado de capturar la decadencia victoriana con mayor o menor acierto. Otros, como Bioshock Infinite (Levine, Irrational Games, 2013) han usado el steampunk como pegamento estético para retratar (con resultados desastrosos) el excepcionalismo americano.
Arcanum: of Steamworks and Magick Obscure.
Thief.
En medio de estas ambiciones corporativas, existen proyectos independientes que fijan su mirada hacia espacios más humildes, como Vessel (Krajewski, Strange Loop Games, 2012) y Flight of the Icarus (Lane y Kehrer, Muse Games, 2010). Estos juegos son los que comparten más puntos en común con Jamestown, ya que se centran en una temática específica (puzles en el primero, torretas de disparo en el segundo) y utilizan el steampunk como marco con el que justificarlas. Al igual que Jamestown, estos títulos se deben más a la tradición de sus esquemas de diseño y menos al universo visual que han decidido emplear. En el caso de Vessel, la ecuación de Científico Loco con retos intelectuales da lugar a un escenario cómico y desenfadado, mientras que en Icarus y Jamestown, la combinación es mucho más simplona: tecnología de vapor + belicismo heroico.
Las consecuencias de esta suma son claras y evidentes: los juegos son sencillos de entender, pero hostiles a interpretaciones profundas. La intención de la jugabilidad y las mecánicas son claras, pero el decorado que lo rodea sirve de poco más que escaparate. En el caso de Jamestown, los desarrolladores son claramente conscientes del hecho y lo demuestran con el modo «Farsa», que sustituye el tono solemne de la historia por uno más cercano a las novelas de Piers Anthony. Llegados a este punto, cualquier intento de navegar las complejidades del género han quedado abandonadas en favor de una sólida (aunque desangelada) experiencia «matamarcianos». Lo que los creadores de Jamestown demuestran con esta decisión artística, en última instancia, es que tanto el shoot’em up como el steampunk pueden cumplir la función perversa de evocar las luces del pasado y, al mismo tiempo, esconder sus sombras.
Jamestown+.
En el ámbito de los videojuegos, se lleva viviendo una reexaminación importante del peso que la decisión de escoger unas imágenes o estilos determinados pueden tener a la hora de influir en la presentación final de la obra, así como en la experiencia del jugador. En juegos como Kingdom Come (Vávra, Warhorse Studios, 2018), se corre el riesgo de exponer visiones sesgadas y, en muchos casos, retrógradas de nuestro pasado. En casos como el de Cuphead (Moldenhauer, Studio MDHR 2017), nos arriesgamos a traer al presente una estética intrínsecamente relacionada con el lado más oscuro de una nación. El caso de Jamestown es muy similar al de Cuphead, pues también se expone a negar los fantasmas del pasado a través del recurso fantástico.
Tal y como es ahora, el steampunk tiene la capacidad de representar, mejor que muchas otras fórmulas, nuestra contradictoria relación con una de las épocas que más impacto ha tenido (para bien y para mal) en la historia de la humanidad. Una obra capaz de abrazar esas contradicciones y crear algo nuevo con ellas puede convertir imágenes e ideas negativas en positivas e incluso liberadoras. En el futuro, juegos similares a Vessel y Jamestown tendrán la capacidad, si se atreven, de cumplir ese potencial.