El lenguaje propio y la amistad interactiva en Journey y Majora’s Mask


La literatura y el cine, con mucho más recorrido, experiencia y bagaje a sus espaldas que el videojuego moderno, incluyen en sus respectivos lenguajes amplios abanicos de herramientas y técnicas con las que exprimir el lenguaje propio del medio. No solo eso, sino que sus distintos recursos estilísticos y narrativos permiten a veces convertir un mismo tema de una obra literaria a una cinematográfica, adaptándolo correctamente de un medio a otro. Las onomatopeyas e incluso aliteraciones pueden convertirse en sonido diegético o extradiegético según convenga al pasar de las páginas al celuloide; y los sugerentes rostros de un personaje que lo dicen todo exclusivamente a través de la imagen, empleando el plano adecuado, pueden traducirse en monólogos interiores en estilo indirecto libre. El tema, en esta conversión, permanece intacto a un nivel básico, y gana en matices y hasta interpretaciones al ser tratado por distintos lenguajes.

El videojuego actual no dispone, como es obvio, de semejantes recursos, al menos todavía. Mejor dicho, el videojuego no dispone aún de un lenguaje bien definido que poder emplear para contar sus historias y tratar sus temas. Así, el lenguaje interactivo, a día de hoy, es una amalgama de algunas ideas brillantes provenientes de los títulos más ilustres de la breve historia del videojuego y, sobre todo, una extensísima lista de préstamos del cine y la literatura, sobre todo del primero. Y, que  conste, no es algo malo. Tal y como dice Phil Fish, los videojuegos son «la última forma de arte, son el medio más sofisticado, la suma de cada forma de expresión que ha existido hecha interactiva». No podemos ni debemos olvidar todas las valiosas influencias que han llevado al videojuego a ser lo que es, a definir su identidad como medio, pero puesto que esa identidad no está ni mucho menos forjada del todo es necesario continuar asentando ese lenguaje, en su camino hacia la madurez como medio narrativo.

En esa búsqueda de algo más interactivo, puede resultar difícil encontrar títulos que traten sus temas de manera efectiva. Por eso es práctico fijarnos en los temas universales, lejos de matices políticos e ideológicos. El amor, la muerte o, por qué no, dado el carácter muchas veces social del videojuego, la amistad. La amistad es un elemento recurrente en muchos juegos, aunque la mayoría, más que hablar de ella, precisan de ella. La  mayor parte de los títulos multijugador no tratan la amistad, sino que la necesitan para que sus propuestas jugables funcionen y sean realmente divertidas. Tanto es así, que cuando los amigos se van, dejamos de divertirnos. Precisamente por eso, Miyamoto, durante el desarrollo del Mario Kart de turno, solía decir a sus diseñadores que se ocuparan de crear una experiencia divertida per se para un solo jugador, porque si lo conseguían, cuando se jugara en compañía el resto estaría hecho.

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Como elemento aparentemente importante, la amistad también está presente en, por ejemplo, el reciente Uncharted 4 (Naughty Dog, 2016). La idea de recorrer los escenarios acompañados casi siempre de algún compañero hace que nuestras relaciones con Victor Sullivan, Elena Fisher o Samuel Drake sean más fuertes, aunque no sea más que un mero truco narrativo. Tanto Uncharted como la mayoría de títulos en los que avanzamos con un compañero y, ulteriormente, un amigo, no tratan el tema en profundidad, es decir, la amistad solo se aborda a nivel expositivo: se da por supuesta y solo se profundiza en la relación con el objetivo de dar a conocer información relevante de la trama mediante las conversaciones o para trazar personajes con más profundad y que sean, por ende, más creíbles, más humanos. The Last of Us (Naughty Dog, 2013) es quizá en este sentido una excepción, en la que la relación entre Joel y Ellie va desarrollándose desde la nada hasta tomar (leve spoiler) el cariz paternofilial que acaba determinando todos los acontecimientos finales del juego, incluida esa penetrante mirada justo antes de los títulos de crédito.

Uno de los ejemplos idóneos para hablar del tema de la amistad  desde la óptica más interactiva lo encontramos en Journey (Thatgamecompany, 2012). Este archiconocido título, sobre el que se han escrito infinidad de análisis, reseñas, artículos y reflexiones, es interesante revisitarlo y prestar atención a cómo cuenta lo que cuenta. Journey ofrece lecturas varias, pero el camino que nos propone es, en última instancia, una gran metáfora sobre el viaje que supone la vida, sobre la humanidad, la perfección, la belleza e incluso sobre Dios. Es inevitable, por tanto, hablar de la amistad, y Journey lo hace usando las armas propias del medio, claro que tampoco tiene otras: no hay ni voces ni textos, tan solo un inteligente diseño de espacios, un apartado visual y estético de infarto y ensueño, y, ante todo, un fuerte componente interactivo.

La amistad en Journey se trata de manera poética y, sobre todo, jugable, mediante lo que podríamos denominar una poderosísima metáfora jugable. Y es que el título de Thatgamecompany está conectado a Internet, aunque de primeras uno no se lo espere. Cuando nos encontramos con otro jugador, otro viajero que se dirige a esa montaña que parece ser punto de partida y final de todo viaje, de toda civilización y de toda historia, no sabemos muy bien si es una inteligencia artificial del juego o si es de verdad otro jugador. No hay interfaz, textos, nombres de usuario, niveles, puntos de experiencia… De hecho, hasta cierto punto, que Journey tenga una lista de logros ad hoc casi traiciona su espíritu. En cualquier caso, cuando uno percibe de verdad que está compartiendo parte de su viaje, la amistad surge, y lo hace de maneras muy diversas. Puede que se paren o nos paremos a hacer señas hasta que el otro jugador repare en nuestra existencia, como sintiendo que hemos encontrado vida humana en un planeta en el que nos creíamos solos. O puede que el compañero, ya más avanzado en la aventura, algo hastiado por la ventisca en las faldas de la montaña y con ganas de llegar por fin, pase de largo haciendo que el destello blanquecino —que nos avisa desde un borde de la pantalla de que hay alguien ahí— se vaya atenuando hasta desaparecer por completo.

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Journey plantea, precisamente, una visión algo utilitarista de la amistad: somos amigos mientras nos es útil, mientras de esa manera avanzamos más rápido o más fácilmente. Cuando tenemos que resolver un puzle, impulsarnos para llegar hasta cierta cornisa o recorrer los bellos parajes del juego, en ese caso, es mejor hacerlo acompañados; pero en el momento en que el acompañante se vuelve torpe y ya no resulta tan entretenido avanzar, o cuando uno prefiere detenerse a admirar la majestuosidad del desierto y el otro prefiere continuar adelante, siempre adelante —como diría Teodoro Golfín—, la relación, como si de una goma se tratase, va tensándose hasta romperse por completo. La otrora fructífera amistad pasa a ser polvo —mas polvo amistado—.

Así, la experiencia en Journey incluye al acabar la partida un compendio de las experiencias vividas, jugadas y sentidas de verdad: la felicidad al ver que te esperan y la tristeza al ver que se van; el egoísmo cuando decidimos avanzar ante su incapacidad para seguir el camino; el extraño sentimiento de telepatía cuando levitamos gráciles y acariciamos veloces las dunas cuesta abajo casi de la mano con ese otro desconocido. Y sí, como he dicho, Journey arroja una visión utilitarista de la amistad y, cuando nuestros intereses se separan, esa dicotomía acaba provocando que la relación se distancie hasta desaparecer por completo. Desaparecer de la realidad del juego, que no de nuestra memoria, en la que cada viaje queda grabado a fuego, porque es distinto cada vez. Precisamente por este motivo Journey es un ejemplo tan bueno: no solo es puramente interactivo y nos hace sentir lo que nos quiere contar, sino que además trata una visión de la amistad, más amarga, sí, pero la que han querido contar sus creadores. Y el gran éxito del título de Thatgamecompany es que lo hace usando una de las interacciones más límpidas y nítidas de toda la historia del medio videolúdico.

En contraste con esa visión utilitarista y algo agridulce, está la visión de la amistad algo más infantil que aporta The Legend of Zelda: Majora’s Mask (Nintendo, 2000). Majora’s Mask es, todo él, un título digno de ser estudiado con parsimonia y tacto: desde el eterno retorno de Nietzsche implementado como mecánica principal, como apunta Lee Sherlock en su ensayo Tres días en Términa: Zelda y esa cosa tan rara llamada tiempo, hasta su interés como Zelda de transición, que marca el cambio entre la dirección de Miyamoto y la de Aonuma; aunque sin dar demasiadas pistas acerca del brusco y brillante giro estético que vendría después, con The Wind Waker (Nintendo, 2002) y obras posteriores. Majora’s Mask habla de temporalidad, de amor, de destino y de infancias truncadas. Habla, desde luego, de más cosas y más variadas que su antecesor directo, Ocarina of Time (Nintendo, 1998).

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Ocarina of Time tiene una interesante reflexión sobre el crecimiento, la infancia y la madurez, que queda perfectamente inmortalizada y resumida en el fotograma final del juego, congelado en el tiempo. Ocarina of Time, tanto por su maestría en lo jugable y su inevitable influencia en todas las aventuras tridimensionales posteriores, como por lo interesante de su implícita reflexión en lo que a narrativa se refiere, proyecta una sombra tan extensa que los habitantes de Ciudad Reloj han pasado siempre desapercibidos. Son pocos los que han prestado atención a los temas de Majora’s Mask hasta que, con el tiempo, ha ido adquiriendo gradualmente la categoría de obra de culto. Así las cosas, puede parecer que, por la evidente relación de este tema con el de la infancia y el crecimiento, todo lo que tuviera que decir la saga Zelda sobre amistad estaba dicho en Ocarina of Time. Sin embargo, este trata la amistad a nivel meramente expositivo, sin implicaciones reales para el jugador. Podemos emocionarnos más o menos al despedirnos de Saria o al reencontrarnos con Ruto, y podemos odiar más o menos visceralmente a Milo, pero Ocarina of Time solo recurre a la amistad para reforzar la emotividad de sus momentos y la verosimilitud de sus personajes, y es en Majoras’s Mask donde encontramos de verdad el tema que nos ocupa, que cobra un protagonismo crucial al final del título. Llegan los spoilers.

Al caer la noche del tercer día, cuando quedan escasas seis horas para que la tétrica luna impacte inexorablemente contra Términa, destruyendo Ciudad Reloj, Link sube a lo alto de la Torre del Reloj para enfrentarse, esta vez sí, a Skull Kid. Este, que ayudado por los maléficos poderes de la máscara de Majora está desbaratando las meticulosas leyes de Kepler, poco puede hacer para evitar que los cuatro gigantes, deidades de Términa, acudan a la llamada de la Oda al Orden y sostengan la luna poco antes de que todo lo arrase. La máscara de Majora, airada al ver que Link y los gigantes se ha interpuesto en su camino, se desprende de Skull Kid y lleva a Link al interior de la luna. Ya en este momento conocemos que Skull Kid no era inherentemente malo, sino que fue la soledad, el rechazo que producía en los niños del Bosque Kokiri, o, en otras palabras, la ausencia de amistad, lo que hizo que acabara en manos de los oscuros poderes de la máscara.

Una vez dentro, tiene lugar el que es uno de los momentos estéticamente más icónicos de la saga: nuestra aparición en el interior de la luna, que es en realidad un hermoso prado que se extiende más allá de donde la vista alcanza. Un cielo azul con nubes que parecen pintadas a mano y, al fondo, un frondoso árbol en lo alto de una pequeña colina. Al llegar hasta él descubrimos a cinco niños alrededor. Uno de ellos, con la máscara de Majora, sentado junto al árbol, esperándonos, y otros cuatro correteando cerca, ataviados con las máscaras de los cuatro jefes finales a los que Link ha tenido que derrotar en su periplo. Al hablar con ellos, pronto reparan en que llevamos varias máscaras, y nos las piden a cambio de poder jugar con ellos, lo que se traduce en unos pequeños rompecabezas previos al combate final. Es aquí donde Aonuma y su equipo introducen otra de esas metáforas jugables, que sobrepasa la pantalla y los mandos, para tocarnos directamente a nosotros como jugadores.

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Cuando los misteriosos niños junto al árbol nos piden las máscaras a cambio de jugar, lo primero que ocurre es que nos sentimos reticentes. Coleccionar esas máscaras no solo nos ha servido para hacer frente a multitud de problemas y salir airosos de no pocos aprietos, sino que nos ha llevado unas cuantas horas reunir esa modesta colección. El juego, además, ha hecho gran hincapié en ellas, pues, junto a los objetos principales, son lo único que nos impide volvernos locos en nuestros regresos temporales. Las máscaras nos permiten diferenciar una iteración temporal de la anterior, y calificar este momento mejor que el previo por tener tal o cual máscara que nos permite hacer las cosas más rápido y progresar más deprisa. Precisamente por todo eso, ¿por qué deberíamos darles, así por las buenas, nuestras preciadas máscaras a esos misteriosos niños, sin garantía ninguna de poder recuperarlas? Eso por no mencionar que hay un importante combate en ciernes en el que podrían sernos de tremenda utilidad.

Guiados por nuestra renuencia inicial, nos negamos, haciendo que pasen de un tímido «¿quieres jugar conmigo?» a un «eres muy aburrido». Es entonces cuando lo captamos: lo que buscan esos niños no es sino la amistad que solo nosotros podemos brindarles. Ya lo decía Larra: «en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios». Pero, sobre todo, de darlos. Las máscaras, nuestro mayor y más preciado tesoro, que simbolizan nuestro tiempo y son todo lo que tenemos, son lo único que puede darse en pago por la amistad. Debemos darlo todo o nada. Debemos elegir entre la compañía o la soledad. En definitiva, debemos elegir entre dejar que esos niños corran la misma suerte que Skull Kid o ayudarlos en la medida de lo posible. La sorpresa llega, sin embargo, cuando Nintendo nos descubre que, al menos para ellos, la amistad implica una relación casi simbiótica, en la que tanto esos niños como nosotros salimos beneficiados. Tras entregar una a una, muy a nuestro pesar, las veintitrés máscaras a los niños y «jugar» con ellos, nos entregan a cambio la máscara de la Fiera Deidad, con la cual el combate final es coser y cantar. En el fondo, Nintendo, tan dada a los temas universales, nos habla de cómo la amistad, simbolizada recíprocamente con las máscaras que damos y recibimos, es lo que de verdad nos ayuda a afrontar los problemas más arduos y desafiantes. Ninguna máscara nos da un poder equiparable al de la Fiera Deidad, y por muy reacios que nos mostráramos en un principio, acabamos aceptando que ha sido el trueque más justo y más fructífero de todo el juego. Ayudamos y nos ayudan.

Journey y Majora’s Mask no son, por supuesto, sino dos simples ejemplos que muestran casos en los que la interacción, el hecho de hacer algo por nosotros mismos en el videojuego, nos hace sentir lo que se nos quiere contar. Son dos ejemplos, sí, pero dos importantes, pues demuestran que a la hora de abordar un mismo tema es mucho más efectivo hacerlo usando el lenguaje propio del medio y que, ese mismo tema, por universal que sea, puede enfocarse desde distintas perspectivas —una idea adulta esta, no siempre tenida en cuenta en un medio en que la mayoría de juegos con temas tan delicados como los bélicos, por ejemplo, no se paran a pensar en lo que nos están diciendo—.

Volviendo a lo que al videojuego moderno le falta por hacer hasta llegar a afianzar un lenguaje verdaderamente propio, hay que remarcar que no se trata de traducir uno a uno todos los recursos y técnicas del cine y la literatura. No se trata, ni mucho menos, de saber encontrar los equivalentes al plano secuencia, al oxímoron y a la metonimia, sino de detenernos a observar a la hora de jugar, para luego poder reivindicar y pedir más de eso que nos ha gustado, de eso que tanto nos ha hecho sentir y tanto nos ha llevado luego a pensar. Se trata, como jugadores, de detenernos a señalar esos elementos que creemos pueden ser interesantes y útiles en el camino del videojuego hacia su madurez como medio narrativo adulto.