«¿Pero qué gracia tiene ese juego, si mueres y vuelves a aparecer? Eso es para tontos». Era lo que solía decir mi madre cuando me veía jugar a LEGO Star Wars II: The Complete Saga (Traveller’s Tales, 2006), el primer juego que recuerdo haber superado de cabo a rabo. Para ella, que había tenido poco contacto con el medio, el único tratamiento de la muerte que podía tener sentido en el videojuego era el de los roguelikes: si mueres, se acabada la partida y tienes que volver a empezar de cero. Si miramos un poco más allá, empezar de cero significa, en realidad, retroceder en el tiempo. La única explicación lógica para que el personaje esté vivo de nuevo es que hayamos rebobinado. Por eso, para mi madre, perder todo el progreso tampoco era una opción al diseñar un videojuego, sino una limitación inevitable.
Esta forma de pensar puede resultar muy extraña para alguien familiarizado con el videojuego, pero su razonamiento es indiscutible. A veces, una mirada externa e inexperta nos permite ver cosas que parecen evidentes pero que simplemente dábamos por hecho, como sucede también al ver el mundo a través de los ojos de un niño. Por supuesto, esa única forma de entender la muerte en el videojuego, aunque lógica, no es nada práctica. A la hora de la verdad, la industria ha sacrificado casi como regla general nuestro concepto de muerte; todo para poder contar una historia, desarrollar sus personajes, mostrar diferentes escenarios y, en general, para añadirle complejidad al juego, algo que necesita cierta cantidad de tiempo y que no es posible conseguir volviendo una y otra vez al comienzo. Ese sacrificio es el que permite también que el medio pueda comunicar al jugador, con independencia de su nivel de habilidad, siempre y cuando este tenga la paciencia suficiente para seguir avanzando. En definitiva, es un sacrificio que se convierte en un elemento, sin el cual sería casi imposible entender la inmensa mayoría de juegos: el punto de guardado.
Uno podría argumentar que, si es lógico rebobinar hasta el comienzo de la partida para anular la muerte, también lo es rebobinar hasta un punto de control con el mismo propósito. La diferencia está en que, en el primer caso, podemos considerar que empezar de nuevo es como entrar en una línea temporal diferente, mientras que, si hacemos la misma consideración con el punto de guardado, sería una selección interesada de lo que nos conviene de una línea temporal (el progreso) y de la otra (que no hemos muerto). Por este motivo, el videojuego debe recurrir a lo que en teatro se llama suspensión de la incredulidad. Esto es pedir al espectador (en este caso, jugador) que acepte una serie de reglas ilógicas para servir a los propósitos del autor (que interesan también al jugador). En este caso, suspendemos nuestra incredulidad para compaginar diversión con el desarrollo de un mundo de ficción.
Esta incoherencia no es solo un problema conceptual, sino que también acarrea una consecuencia práctica. Al eliminar los contratiempos de la muerte, se elimina también la asunción de riesgos que esta conlleva y, por tanto, el jugador no trata a la muerte con el peligro que entraña, sino que la utiliza como un medio para repetir una fase del juego. Así, el jugador encuentra las debilidades del enemigo o las ventajas en el entorno y practica con las mecánicas de juego para superar el reto.
Muchos títulos no solo no renuncian a este tratamiento de la muerte, sino que hacen de este su base jugable, con fases de mucha dificultad que requieren que el jugador ataque el desafío desde diferentes perspectivas y, con cada muerte, aprenda una nueva lección hasta llegar al siguiente punto de guardado. Es algo que encontramos, por ejemplo, en los juegos de la saga Souls (From Software, 2009-2016), famosos por su dificultad. En estos títulos, la clave para derrotar a los bosses es comprender (con varios intentos) cómo se comportan e ir perfeccionando una estrategia para vencerlos. Muchos de esos juegos son innegablemente grandes obras, y su planteamiento para profundizar en las mecánicas funciona pero, para que funcionen, es igualmente innegable lo mucho que tiene que apartar de la realidad su concepto de muerte .
En la actualidad, algunos juegos, en lugar de sacrificar la “muerte lógica”, han eliminado directamente la posibilidad de morir; en esos casos, la verdadera renuncia está en el reto para el jugador. Sin dificultad, la muerte deja de ser una parte necesaria del videojuego y, sin romper con la lógica de la muerte, el título puede tomarse el tiempo que necesite para desarrollar su mensaje, sus mecánicas, sus personajes y demás elementos. Son obras centradas principalmente en la narrativa, como Firewatch (Campo Santo, 2016), en el que la mecánica principal es caminar. El juego está diseñado de forma que no se puede morir, porque se estructura en torno a la narrativa y esta no incluye nuestra propia muerte.
Por otra parte, como ya adelantaba al comienzo del artículo, tenemos un género que se caracteriza (entre otras cosas) por su tratamiento de la muerte: el roguelike. En este caso, morir implica tener que volver al comienzo. En los roguelike, se sacrifica la profundidad en el desarrollo de conceptos de juego (más allá de lo que el jugador puede evolucionar y aguantar sin perder). Todo el progreso recae en el jugador, que sobrevive al avatar, y es capaz de mejorar su habilidad a la par que va profundizando en las mecánicas. El juego solo cambia porque cambia el jugador. La obra en sí misma no tiene un desarrollo que trascienda a la muerte del avatar. La primera partida que juegas a Nuclear Throne (Vlambeer, 2015), por ejemplo, y la que empiezas tras 500 horas de experiencia no son tan distintas, en realidad. Partes del mismo lugar, recorres los mismos niveles, adquieres las mismas oportunidades y te enfrentas a los mismos enemigos. Sin embargo, en el segundo caso, el jugador ha alcanzado una mayor habilidad, conoce mejor el entorno y a sus adversarios, y puedes hacer planes de cara al futuro, a medio y largo plazo. La única diferencia sustancial está en ti, en tus capacidades, aunque tú no seas parte del universo del juego.
En total, tenemos tres modelos diferentes para entender la muerte en el videojuego, pero todos implican un sacrificio: la muerte lógica, el reto o el desarrollo en el tiempo. No obstante, existe una posibilidad de conciliar modelos y equilibrar sacrificios. Es lo que hace Middle Earth: Shadow of Mordor (Monolith Productions, 2014) con la inclusión de puntos de guardado, pero dándoles un sentido en el universo del juego.
La explicación corta es que Talion, protagonista controlado por el jugador, es asesinado por los orcos junto con su familia, pero resucita compartiendo su cuerpo con un espíritu antiguo o, como lo llama el juego, «la aparición». A partir de ahí, en Shadow of Mordor la muerte deja de ser tal, porque siempre puedes resucitar gracias al fantasma al que has quedado vinculado. De hecho, el objetivo del personaje es completar su misión para poder alcanzar una muerte verdadera y así reunirse con su familia en la eternidad.
Este sistema ya aporta una explicación a esas resurrecciones constantes que se suelen dar en los juegos, aunque sea una solución simplona que no elimina las consecuencias. La verdadera clave de Shadow of Mordor es que, al justificar la resurrección, no necesita volver atrás en el tiempo cuando el avatar muere y, por tanto, puede añadir consecuencias a la muerte dentro de su universo particular. Los desarrolladores lo llamaron sistema némesis y su nombre describe bastante bien su esencia: morir implica un castigo. Los enemigos tienen una jerarquía dinámica, se enfrentan entre ellos para ascender y volverse más fuertes y, sobre todo, se vuelven mucho más poderosos cuando consiguen matarte. De esta forma, quizás te lo pienses dos veces antes de enfrentarte a un general orco muy fuerte, porque si pierdes, la siguiente vez será todavía más complicado de vencer.
Así, Shadow of Mordor consigue combinar una muerte con sentido (dentro de su mundo), un castigo vinculado a ella, un reto para el jugador y un desarrollo temático que trasciende a la muerte. Con eso quizás podrían convencer hasta a mi madre.