Los dominios de la libertad artificial


Allá por los empalagosos noventa, se puso de moda un cacharrillo Nipón llamado Tamagotchi, reliquia de la cultura pop a medio camino entre el experimento social y el juguete electrónico. El Tamagotchi no era más que un llaverito con forma de huevo (de ahí que su nombre derivara de las palabras Japonesas huevo y amigo) que contaba con una sencilla pantallita digital y tres o cuatro botones. En el interior del LCD habitaba un pequeño bichillo que se balanceaba de un lado a otro esperando pacientemente a que tomásemos el control de su vida, en el más literal de los sentidos. Aquel ser nos necesitaba para sobrevivir, y si queríamos que dicha campaña llegara a buen puerto debíamos invertir el tiempo en una gran variedad de actividades: alimentarlo, darle un baño, jugar con él o incluso arroparle antes de dormir. Todo esto en tiempo real, claro, y sin  un botón de pausa. El objetivo principal de aquella relación tóxico-dependiente era emular la sensación de responsabilidad, que el jugador se identificase con la bestia y formar un férreo vínculo emocional entre ambos. Vínculo que a su vez podía acabar invirtiendo los roles, transformando al cuidador/proveedor en necesitado y viceversa. Esta cruel broma era el punto fuerte del Tamagotchi, una suerte de Pet Simulator primigenio y extremadamente monótono que podía llegar a conectar con nuestra psique de una forma terriblemente íntima.

En caso de que nos entregásemos a tope por hacer feliz a este vástago de Lucifer, aquella bolita misteriosa acababa evolucionando en diferentes seres para, finalmente, poner un huevo, subirse a un platillo volante y volver a su planeta natal. Sin duda, una de las mejores alegorías que jamás se haya visto de lo que supone morir de viejo. Si por el contrario, hastiado de sus responsabilidades virtuales, el jugador decidiera perjudicar a su mascota actuando proactivamente en contra de su desarrollo, entonces esta acabaría pasando a mejor vida de forma prematura y legándonos, como no, el clásico huevo post mortem. No había forma de escapar de aquel uroboros enfermizo de baños y juegos absurdos; si uno de aquellos llaveritos caía en tus manos solo tenías dos opciones: o hacer crecer a tu nuevo coleguita de una forma más o menos sana y responsable, o encerrarle en un cajón para descubrir, meses después, un cadáver rodeado de heces fecales. Bizarra escena que a día de hoy pocos tardarían en asociar con Edmund Mcmiller.

De entre las amplias opciones que el dispositivo ofrecía para “entretener” al querubín sideral, destacaba una sección decorada con un semblante ennegrecido. A esta opción se le llamaba “disciplinar” y daba la oportunidad al usuario de reñir a su avatar cuando lo considerara necesario. ¿Qué se despertaba y lo había dejado todo lleno de caca? Disciplina al canto. ¿Qué solo le apetecía comer guarradas? Siempre vienen bien un par de gritos para proclamar los beneficios de las hortalizas virtuales. Claro que, de tanto meterle caña, cabía la posibilidad de que el animal se deprimiera y ya no quisiera ni jugar, ni moverse, ni nada de nada. Si uno no quería verse obligado a luchar por conseguir otra vez el afecto de la criatura, debía evitar usar aquella opción de forma reiterada… O abusar de ella y luego hinchar al bicho a caramelos.

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“What can you tell me about the reapers?”

Sumergir al jugador en una realidad en la que aparentemente puede elegir qué hacer, qué decir o cómo reaccionar en todo momento, al margen de lo éticamente correcto e incorrecto, es uno de los recursos narrativos más viejos (a la par que efectivos) de la historia de los videojuegos. De la misma forma que uno puede llegar a cogerle cariño a su Tamagotchi a base de elegir entre actividades tan insustanciales como darle de comer o bañarle, también puede verse a sí mismo identificado con el intachable comandante Shepard en su titánica cruzada por difundir la justicia intergaláctica. El secreto de esta prestidigitación de vieja escuela reside en establecer sobre el usuario un amplio perímetro de control en el que disponga de un espectro de decisiones lo suficientemente amplio como para no darse de bruces con el muro invisible de las limitaciones técnicas. En otras palabras, hacerle sentir que mediante sus acciones está definiendo su propio camino, cuando en realidad se encuentra más que anticipado y pavimentado.

Ya desde el primer Baldur’s Gate (1998, BioWare), el estudio canadiense que se encargó de su desarrollo supo marcar la diferencia en el sector de los videojuegos resaltanto la importancia de escoger, ya fuera a la hora de crear un personaje, conversar o incluso batallar, incluso anteponiendo las inquietudes del jugador al ritmo de la propia aventura. A pesar de contar con, en apariencia, un colosal perímetro de acción, sucedía que, en innumerables ocasiones, esta supuesta libertad artificial no siempre era registrada en el código interno. Ya fuera fruto de la narrativa argumental o de las propias limitaciones del título, abundaban aquellas situaciones en las que, independientemente de lo que escogieses, el resultado que se obtenía siempre era el mismo. Pese a estar totalmente justificado en lo que a fines argumentales se refiere, dicho recurso ha acabado por convertirse en el cáncer del género RPG, donde desarrollar las habilidades de nuestro personaje es tan importante como mantener una sincronía constante con él. Si el jugador no se siente identificado o en consonancia con las acciones de su propio avatar, lo más probable es que, a la larga, acabe abandonando el juego por muy divertido que este pueda llegar a ser.

Con el fin de evitar esta pérdida de sinergia, se desarrolló una mecánica mediante la cual era posible juzgar las eleccciones que iba tomando el jugador a lo largo de la aventura, tuvieran o no impacto real sobre la trama. Cuando este actuaba de manera egoísta o en contra de la ética general, un indicador invisible se iba inclinando hacia el lado rojo del espectro (el mal), mientras que si actuaba de forma altruista viraba al polo azul (el bien). Conforme más se adentraba el jugador en cualquiera de estos dos hemisferios, más perceptibles se hacían sus intenciones para el resto de los NPC, desbloqueando nuevas opciones de diálogo e incluso habilidades propias de dicha vertiente. Sin embargo, mediante el empleo reiterado de esta práctica, es perfectamente posible adulterar los actos del jugador de manera indirecta. Este podría optar por actuar de una forma u otra basándose únicamente en las posibles recompensas, dejando de lado sus verdaderas intenciones. De esta manera, la neutralidad, la más natural de las polaridades, se ve herida de muerte en pos del metajuego debido a que muy pocos encontrarían beneficioso el mantener la balanza moral equilibrada.

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«Good luck doesn’t last forever»

En el mismo momento en el que uno opta por dejar a un lado sus impulsos más ambiciosos y se centra en obtener una primera partida única y sincera, se verá recompensado de forma indirecta con el placer de la rejugabilidad. En ese sentido, no sorprende en absoluto que, para muchos, se antoje indispensable la existencia de un posible New Game+. No nos equivoquemos: su objetivo principal no consiste en estirar la duración del producto como si se tratase de un chicle mascado, sino más bien, en dejar la puerta abierta para algo más, para que se deje espacio a la experimentación tras completar una primera partida.

No es precisamente por una cuestión de suerte que los Metal Gear de Hideo Kojima se encuentren tan bien valorados por la opinión general, y es que, de experimentar, el bueno de Kojima sabe un rato. Ya sea rompiendo la cuarta pared de una patada o traspasando los límites del juego a base de esconder mil y un secretos, cada uno de los Metal Gear diseñados por Kojima posee algo que lo convierte en una experiencia única e intransferible. Dejando de lado los múltiples guiños y situaciones estrafalarias que abundan en la saga, aquello que realmente los define como algo fuera de serie es el hecho de que el jugador no está atado a una única solución cuando se enfrenta a una determinada situación; Pese a tener toneladas de herramientas cuyo objetivo parece encaminado a provocar la muerte enemiga, el jugador siempre puede utilizar esos mismos recursos para evitar el enfrentamiento. La mayoría de las veces es posible avanzar sin añadir una sola baja más al marcador. En otras palabras: cualquier estratagema ideada es potencialmente factible siempre que respete la lógica interna del plano virtual en el que nos encontramos. En este caso, lo que motiva al jugador a poner a prueba los límites de su dominio no es una interacción directa con un entorno sociovirtual , sino la ausencia misma de restricciones.

Podríamos decir que, si lo que se pretende es generar una sensación de libertad genuina, no siempre es necesario bombardear al usuario con innumerables opciones de diálogo. En ese aspecto, Dark Souls (From Software, 2011), por ejemplo, es el antihéroe de los juegos de rol; una suerte de Action RPG devastador que, pese a contar con cero elecciones en lo que a interactuar con los NPC se refiere, esconde un altísimo nivel de rejugabilidad gracias a un diseño 100% player-friendly. El jugador dispone de control total sobre su avatar, escogiendo desde qué armas o equipo usar hasta cuándo subir de nivel. Tal es el grado de libertad del que se dispone que uno de los challenge runs más populares de su comunidad consiste en completar el título sin subir ni una sola vez de nivel. Tanto en este caso como en el de Metal Gear, el desarrollo de la aventura no deja de ser lineal. No obstante, esta naturaleza cerrada se difumina gracias a los múltiples enfoques con que podemos encarar ambos títulos.

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El libre albedrío como tal no existe en los videojuegos y jamás podrá existir mientras sigamos atados a un código estacionario, ya que, por muchas variables que este pueda llegar a reflejar, no podrá ir nunca más allá de sus ataduras o refrescarse como lo haría la realidad en cada attosegundo (10-18 s). Y sin embargo, pese a las dichosas ligaduras físicas con las que a día de hoy contamos, cada vez aparecen más proyectos capaces de evadirse aparentemente de toda lógica determinista sin resultar cargantes. Por ahí retoza, aún fresco después de un año, el inmortal P.T., nacido de la espectacular simbiosis entre Kojima y Del Toro, y que, pese a desarrollarse íntegramente en un pasillo de dimensiones irrisorias, se ha convertido en uno de los mejores juegos de terror de todos los tiempos.

Una vez más se demuestra que lo que realmente necesita el inquieto videojugador no es tanto una segunda y colosal realidad virtualizada sino, más bien, un espacio acotado con unas reglas bien definidas donde sentir la autonomía absoluta o su ausencia total. De esta forma, pese a no alterar en absoluto el irremediable carácter lineal del título de marras, en sus entrañas siempre se ocultará un puzle con infinidad de soluciones, listo para ser manoseado y ensamblado por aquellas mentes más dispersas. Y, pese a que el resultado será el mismo tras cada desenlace, el jugador siempre podrá tumbar la caja y empezar de nuevo a resolver el rompecabezas usando piezas que había obviado en iteraciones anteriores. Se trata de disfrutar más con el viaje que con la llegada a puerto.

«Cuantos más caballos enganchas al tiro, más rápido va: no la tarea de arrancar el bloque de los cimientos, que es imposible, sino la ruptura de las riendas y con ello la marcha libre y alegre» Franz Kafka

Ilustración exclusiva de la portada: David Montoro