Metroidvania: La dualidad de un legado


“Multiplicity is only apparent, in truth, there is only one mind…” Erwin Schrödinger 

Hace bien poquito, Koji Igarashi, ex Konami y anterior productor de la serie Castlevania, anunciaba a través de Kickstarter su nueva criatura: Bloodstained: Ritual of the Night, altamente reminiscente del célebre Symphony of the Night (Konami, 1997). La comunidad reaccionó con una mezcla de pasmo y alegría al retorno del que podría considerarse como uno de los personajes más influyentes en la evolución de la saga. Aunque la noticia pilló por sorpresa a más de uno, en realidad, para cuando el lanzamiento de Bloodstained se había hecho oficial, ya existían en Internet bastantes pistas sobre lo que Igarashi y su equipo se traían entre manos. Semanas antes de desvelar el pastel, se lanzó, a modo de cebo, una modesta campaña. Se trataba de una URL que llevaba por título Sword or whip y que cumplía con un propósito doble: sondear el impacto sobre el público en general y actuar a modo de encuesta, todo con el fin de decidir el arma con la que los aficionados se sentían más identificados. Tras hacer clic en uno de los dos sprites (espada o látigo) presentes en la minimalista web, una nota agradecía al usuario su participación, rematando con un sonado «soon I will return». La estocada final venía en forma de hashtag, y se hacía evidente cuando, instado por la web, el usuario decidía publicar aquella tontería en Twitter. Gracias a los miles de incautos que picaron (me incluyo orgulloso en el victorioso #teamsword), la etiqueta #Igavania se dio a conocer por toda la red, acelerando los corazones de aquellos para los que el sufijo “vania” pudiera sugerir algo más que un destino turístico poco acertado. Cuando finalmente Bloodstained vio la luz de forma oficial, fue recibido como agua de mayo.

What a horrible night to have a curse

Bloodstained ya era una realidad en Kickstarter y tras un par de pestañeos fue más que financiado. El éxito rotundo de este proyecto no reposa tanto en las manos de Igarashi, profesional indiscutible del sector, sino en las de Alucard, protagonista de Castlevania: Symphony of the Night, su obra magna, pináculo de la franquicia y, en general, una verdadera genialidad. SOTN aprovechó la potencia de las consolas de nueva generación para abandonar la tradicional linealidad de la saga y avanzar hacia un enfoque mucho más abierto. Ahora el jugador podía recorrer a su antojo un gran mapa, obteniendo a su paso diferentes habilidades y objetos que le facilitarían, no solo el combate, sino la exploración de aquel vasto escenario. Además, el juego contaba con un sistema de subida de nivel y gestión de equipo más propio de un RPG que de un plataformas. Sin comerlo ni beberlo, aquel sencillo equipo de desarrolladores se metería en el bolsillo tanto a crítica como a público, haciendo lo que a día de hoy se conoce como «marcarse un metroidvania».

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A pesar de lo revolucionario que todo esto pueda llegar a sonar, no era la primera vez que la saga se daba un revolcón con el género RPG. En Castlevania II: Simon’s Quest (Konami, 1987) ya se implementaba la idea de un mundo «abierto» y un sistema de inventario basado en recoger y usar objetos. Desafortunadamente, y aún con la inclusión de algunas ideas tan novedosas como transiciones día-noche, aquel experimento no acabó de cuajar debido principalmente a la paupérrima ejecución de aquellas mismas mecánicas que deberían haberle hecho trascender.

Tras el batacazo llegó el que muchos consideran como el mejor título de la trilogía original: Castlevania III: Dracula’s Curse (Konami, 1987). Esta tercera parte retomó el cariz plataformero y lineal de la primera, pero añadiendo a la ecuación un buen puñado de variables muy interesantes. A lo largo de su viaje, Trevor Belmont ya no contaba con las mismas limitaciones que su contraparte original, pudiendo escoger entre diferentes escenarios para aproximarse a su destino final, la morada del gran vampiro. Pero lo más atractivo de aquella entrega no era su rejugabilidad latente, sino la inclusión de un sistema de aliados. Por primera vez, los Belmont aceptaban ayuda de sujetos ajenos al clan, personajes de carácter secundario con habilidades y movimientos propios que podríamos usar siempre que nos los cruzáramos en nuestro camino. De entre el elenco de aliados disponibles (que no dejaban de ser tres en total), había uno de ellos que destacaba especialmente en todos los aspectos. No era otro que Alucard, hijo del mismísimo conde, el cual por motivos personales decidía apoyar a Trevor en su cruzada por acabar con su maldito padre. El vampiro se presentaba como uno de los personajes más interesantes gracias a su particular gama de movimientos: no solo podía lanzar bolas de fuego, sino que además era capaz de convertirse en murciélago por un periodo de tiempo determinado, lo que le permitía surcar los cielos y dejar en evidencia algunas de las zonas más duras del juego. Por desgracia, el destino de Alucard quedó sellado al final de esta aventura, cuando él mismo decidió autoinducirse un sueño eterno con el fin de evitar que sus poderes supusieran algún tipo de amenaza para la humanidad. Así, el joven vampiro fue apartado de la saga hasta 1997, momento crucial en el que Symphony of the Night vería la luz.

A miserable little pile of secrets

Symphony of the Night fue el primer Castlevania en el que trabajaba Igarashi  y es, a todas luces, la principal inspiración para su inminente Ritual of the Night. El título empezaba como empiezan todos los Castlevania, pero con la principal diferencia de que, esta vez, Ritcher Belmont no se encontraba a las puertas del palacio sino que, más bien, se hallaba en el tramo final. Tras ascender por las escaleras de la torre condal y dar paso a una de las conversaciones más célebres de la historia de los videojuegos, sucede el consecuente combate contra Drácula. Me ha costado una barbaridad escribir eso de «consecuente» ya que, en un Castlevania, no es nada habitual que el primer enemigo al que nos enfrentemos sea el archiconocido conde. No obstante, esta refriega no deja de ser un encuentro orquestado y puramente narrativo; su objetivo no es otro que el de mostrarnos el triunfo del clan como algo inevitable y necesario para el desarrollo de futuros acontecimientos. Como tutorial, además, es bastante la hostia.

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Con la destrucción de Drácula perdemos de vista al cazador de vampiros y tomamos control del verdadero protagonista: una esbelta figura de cabello plateado y piel pálida que, armado con una espada, hace hondear su capa al viento. No suena Vampire Killer, la conocida sonata propia de la zona 1-1 del castillo, sin embargo, la nueva Dracula’s Castle no desentona en absoluto a la hora de acompañar los firmes pasos de un renovado Alucard. Además de un cambio de protagonista, SOTN también nos propone un acercamiento algo diferente a la misma historia de siempre; el castillo del conde renace de entre los escombros años después de la victoria de Ritcher y Alucard, consciente de que este supone una amenaza para la humanidad, se propone acabar de una vez por todas con la maldición de dicha estructura demoníaca. En otras palabras: nuestro objetivo principal es, literalmente, destrozar Castlevania.

Como ya he comentado con anterioridad, en SOTN el jugador contaba con un generoso escenario que recorrer a su antojo en cualquiera de las dos direcciones del eje horizontal. Pese a la obvia libertad de movimiento, no todas las rutas se encontraban accesibles desde el inicio de la aventura; algunos saltos y pasadizos resultaban, en una primera instancia, inalcanzables para nuestro personaje, el cual debería hallar su camino en aquel dédalo pasillesco para despertar sus diferentes habilidades. Desde el típico doble salto hasta la mítica transformación en murciélago, cada uno de estos poderes estaba bien escondido y custodiado por poderosos enemigos. Estos pondrían a prueba nuestra habilidad y equipo, incentivando la exploración y la búsqueda de rutas alternativas. Pero estas no eran las únicas recompensas que aguardaban al vampiro: espadas, escudos, armaduras y todo tipo de utensilios ofensivos nos harían el camino algo más ameno… si es que conseguíamos encontrarlos.

Su naturaleza secretista, sumada a la colosal diversidad de enfoques con los que uno podía aproximarse al juego, garantizaban una experiencia de juego potencialmente diferente con cada nueva iteración, reafirmando y revolucionando los cimientos del género metroidvania. Género que, por aquel entonces, llevaba en estado de gestación desde 1986, cuando Nintendo parió su primer Metroid (Nintendo, 1986). Si consideramos Symphony of the Night como la revolución francesa que descabezó la concepción clásica del género plataformas, Metroid fue su toma de la Bastilla.

El Metroide o el Vampiro

Aunque en la actualidad todo lo referente a los metroidvania pueda sonar puramente banal, hemos de remontarnos a sus orígenes para entender en su totalidad el gran impacto que supuso dicho género para la industria. En el primer Metroid, Samus Aran, protagonista indiscutible de la saga, debía explorar un extenso planeta con el fin de dar al traste con los planes de los piratas espaciales. Durante el transcurso de su aventura, la señorita Aran encontraría diferentes ítems con los que mejorar su equipo y armamento, desbloqueando así nuevas zonas que antes permanecían inalcanzables. La idea del movimiento libre sobre el eje horizontal se antojaba entonces novedosa, rompiendo con la percepción clásica de «progreso», donde se entendía que uno debía moverse de izquierda a derecha para avanzar. Cuando el jugador tomaba el control de Samus por primera vez, se veía en la encrucijada de decidir entre el camino de la derecha o el de la izquierda. Los desarrolladores sabían que, muy probablemente, la gran mayoría de jugadores acabarían escogiendo el pasadizo que quedaba a la derecha, fruto de su deformada concepción de la progresión. Así que, sin pensárselo dos veces, añadieron un túnel de dimensiones surrealistas al final de dicha ruta y colocaron el ítem necesario para atravesarlo (la morphing ball) en el pasadizo opuesto. Esto forzaría a todos aquellos que en una primera instancia asumieran como «correcta» la dirección diestra, a deshacer sus pasos y buscar alternativas en el vector siniestro, introduciendo sutilmente en la cabecita del jugador la importancia de la exploración. Metroid fue, sin llegar a serlo, el metroidvania original. Es decir, un título que combinaba, por primera vez, elementos de action-RPG y plataformas sin dejar de lado la exploración.

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Aunque ambos títulos, Castlevania y Metroid, vieran la luz durante 1986, no fue hasta 1997 cuando el término metroidvania empezó a coger fuerza. Y pese a que el origen del mismo es incierto, lo más probable es que naciera como resultado de las comparaciones que la franquicia de Konami suscitó con la saga Metroid, al dar el salto hacia una temática más centrada en la exploración. Igarashi, padre adoptivo del movimiento metroidvaniano, confesó en una entrevista para USgamer que la inspiración para hacer lo que hizo en su momento la encontró estudiando el mundo abierto de The Legend of Zelda (título que, curiosamente, también vio la luz en 1986). En la entrevista, el desarrollador dejó caer de forma algo más sutil que, a pesar de partir de una idea completamente diferente, acabaron creando un mundo que compartía ciertas funcionalidades con el de Samus Aran.

Schrödinger vs. Heisenberg

Allá por 1920, cuando el concepto videojuego era algo todavía desconocido para el mundo, dos célebres físicos arrastraban una tórrida disputa que pretendía definir, de una vez por todas, las bases de la mecánica cuántica. A pesar de que la visión de Erwin Schrödinger (sí, el del gato) era totalmente opuesta a la de Werner Heisenberg (sí, el de la serie), las conclusiones a las que ambos científicos habían llegado eran idénticas. Esto no hacía más que empeorar el asunto, llevando a ambos a pensar que existía algún tipo de error de conceptos en las formulaciones del otro. Tuvo que ser Paul Dirac el que, en 1926, diera con una formulación a caballo entre ambas teorías que demostró que las dos visiones eran interpretaciones diferentes del mismo todo, unificando de una vez por todas la teorización de la mecánica cuántica.

Ya nadie está dispuesto a discutir que Castlevania: Symphony of the Night no sea el videojuego que trascendió las barreras de los plataformas para dar origen al término de marras. En cualquier caso, no deja de ser sorprendente como dos títulos con raíces tan separadas hayan acabado conformando un género tan sólido y tremendamente adictivo. La «anécdota» histórica de Heissenberg y Schrödinger puede ser interpretada, salvando las distancias, como una bonita alegoría del origen de los metroidvania: sendos protagonistas alcanzaron una misma meta partiendo desde puntos diferentes y, con todo, tuvo que ser un tercero el que lo demostrase.

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Aunque la historia haya otorgado especial protagonismo a estas tres grandes mentes, en realidad, la mecánica cuántica, y las mismas interpretaciones de Heissenber, Schrödinger y Dirac, fueron únicamente posibles gracias al esfuerzo colectivo de toda una comunidad. De una manera similar, en 1997, los jugadores observaron los fragmentos del cuadro en perspectiva y amigaron por primera vez ambas franquicias en una misma imagen, asumiendo el papel del tercero en discordia. Bien se le llame metroidvania o castleroid, es evidente que ya no parece importar tanto el «que vino antes», si el vampiro o el Metroide, sino lo que ambas franquicias en comunión han terminado por aportar a la industria de los videojuegos: una etiqueta que ha hecho posible la difusión atemporal de su peculiar esencia y la creación de un legado histórico.

Ilustración exclusiva de la portada: David Montoro