Oikospiel: Book 1. La huelga de los perros


Si os movéis lo bastante por Youtube, os encontraréis tarde o temprano con un subgénero específico de vídeo se dedica a exhibir y, por norma general, ridiculizar juegos de Steam con valores de producción bajos o una dirección artística pobre. El ejemplo más famoso es la serie Squirty Plays de Jim Sterling, pero aparte de este, se trata de un formato fácil de encontrar en la plataforma. Aunque los juegos que suelen aparecer en estos vídeos son variados, la mayoría provienen de estudios pequeños que trabajan con motores populares como Unity y Gamemaker. Esto suele provocar que los juegos acaben pareciéndose entre sí o se suscriban a un número específico de géneros. Por ejemplo, los títulos desarrollados con RPG Maker suelen ser juegos de rol, mientras que los producidos con Unity consisten casi siempre en escenarios 3-D en los que debemos explorar o recolectar. Oikospiel: Book 1 (Kanaga, 2017) se presenta como uno de esos juegos de Unity que aparentan ser poco más que recursos empleados al tuntún, pero, como alegato, es lo más parecido que hay a un corte de mangas a ese tipo de vídeos.

El contenido de Oikospiel puede parecer contradictorio tanto por su falta de claridad como por el hecho de que, al presentarse como uno de esos juegos-basura, se debe leer tanto a nivel textual como metatextual. Algunos críticos han calificado al juego de «delirante» y «surrealista», pero la obra en sí obedece con claridad los principios del arte conceptual, tal y como lo definió Sol LeWitt en los años 60. En apariencia, Oikospiel recrea de un modo bastante libre la ópera Orfeo y Eurídice de Christoph von Gluck (1762). De hecho, sería más apropiado decir que Kanaga recurre a esa obra para dibujar paralelismos entre la ideología de aquella y la suya propia.

Para Gluck, la ópera llevaba demasiado tiempo sometida a un modus operandi donde primaba el artificio y el adorno a la poesía y la expresividad. Con su Orfeo y Eurídice, esperaba recuperar las raíces más emotivas del medio. Kanaga comparte el objetivo, que no la metodología, de recuperar la legitimidad del videojuego como formato expresivo, y lo hace exponiendo una visión particular del medio que él mismo detalla (de una manera un tanto dispersa) en su blog. En vez de recurrir al minimalismo de Ueda o al refinamiento mecánico de McMillen, el diseñador de Proteus (Curve Digital, 2013) —junto a Ed Key— recurre al pastiche y a la libre asociación para evidenciar una dualidad inherente entre la física que surge a partir del motor gráfico y las que se imponen por voluntad del diseñador. Según sus palabras, «la forma del juego es dualista: económica y ecológica, la primera tratando con reglas que pueden romperse y cambiarse de manera abstracta, la segunda tratando con fuerzas que no pueden romperse y que solo se pueden cambiar reconfigurando las condiciones materiales que las causan». Kanaga está intentando probar, a través de Oikospiel, la validez de esa perspectiva.

Esto se hace, como él mismo indica, a través de algo más que incluir el prefijo «eco» en el título de la obra; también lo hace evitando que el juego posea una jugabilidad o ritmo de juego específico. A fin de cuentas, si no hay constantes mecánicas que el jugador pueda reconocer y dominar, ni puzles o acertijos explícitos que resolver, el único elemento que permanece es la recreación espacial propia de Unity. Por este motivo, Oikospiel, en sí, es relativamente sencillo: el jugador debe adoptar el rol de un avatar cambiante (generalmente algún tipo de animal) y moverse de un lado a otro del mapa para forzar el avance al siguiente escenario. La mayor parte del tiempo nos limitamos a explorar y caminar por espacios cerrados de diversa índole. A veces son recreaciones literales de mapas de Legend of Zelda: Ocarina of Time (Nintendo, 1998). Otras veces son espacios vacíos con un par de NPC. Otros son poco más que capturas de pantalla que podemos modificar de alguna manera sutil, pero significativa. Sin embargo, desde la perspectiva del diseño de niveles, cada escenario es radicalmente distinto en cuanto a recursos, tamaño, objetivos e incluso interacción.

Al mismo tiempo, ningún escenario mantiene una continuidad estilística —aparte de las referencias que podamos pillar—. El tamaño y los recursos ya son bastante distintos entre sí, pero tampoco se respeta el punto de vista (alternando entre primera persona, tercera persona o visión panorámica), el movimiento, el salto o el paisaje sonoro. Esta descripción da a entender que Oikospiel es un juego sin coherencia temática o estética, pero lo cierto es que siempre hay un hilo conductor que impide la desorientación: el alegato artístico. Además de aprovechar la carga simbólica del mito griego, las imágenes y referencias nos refieren constantemente a una mezcla informe de crítica laboral, ansiedad creativa y preocupación por el cambio climático. El mismo Kanaga ha expresado en más de una ocasión que la obra es, en cierto sentido, una canalización de su rabia ante la situación actual del mundo. La evidente comparación de Koch Games con Walt Disney, así como la insistencia en contextualizar la historia como la de una huelga general, materializan con claridad esa rabia.

Es cierto que, hasta cierto punto, Oikospiel tiene algo que decir sobre la situación del planeta, pero aparte de una copiosa imaginería en torno al medio ambiente y los animales, el texto en sí no va más allá de la referencia y se siente frío e impersonal en ese aspecto.  De lo que sí sabe hablar (y en grandes cantidades) es de la intensa y desigual relación entre creador y distribuidor. La misma Eurídice, en la historia, es una autora independiente (labradora, en este caso) que desea apoyarse en la empresa de Koch para desarrollar su talento musical, mientras sus colegas (el resto de animales) se mantienen ocupados luchando por sus derechos. En un momento dado, la relación entre Eurídice y sus compañeros llega a momentos de fuerte intensidad que culminan en escenas de confrontación algo peculiares. Otras instancias del juego son más obvias y, por esa razón, más efectivas en su crítica: la aldea Kokiri de Ocarina of Time y el encuentro con Mido se recrean y modifican para incluir un despotrique visceral contra el capitalismo, encarnada aquí en la recolección indiscriminada de rupias propia de la saga de Nintendo. Esta crítica, en mi opinión, es una de las más efectivas porque dirige su objetivo al corazón de una de las costumbres menos cuestionadas dentro de los videojuegos: la obsesión por acaparar recursos por el mero hecho de acapararlos.

Otras críticas, por desgracia, son más insondables y caen en el error propio de mucho arte conceptual. En líneas generales, el pecado cardinal de este juego es que a veces se recrea demasiado en la citación y se pierde en un miasma de ofuscación visual. A veces, ese fenómeno facilita la inmersión en el psicodélico espacio virtual, pero en otras supone un auténtico embotellamiento. Uno de ellos, al final del capítulo dos, me llevó a salir de la partida y saltar al siguiente nivel desde el menú. Obviando esta situación, los escenarios que incluyen deliberadamente las obras que inspiraron a Kanaga suelen ser los más mediocres a nivel tanto expresivo como artístico, porque dependen demasiado de ellas para tener sentido. Aunque el toque de incluir obras como Frankenstein (Shelley, 1818) o La Metamorfosis (Kafka, 1915) en el juego es admirable, su presencia en la historia apenas sirve de escaparate. Una obra en concreto, El Coloquio de los Perros (Cervantes, 1613), merece consideración aparte porque ilustra, en buena medida, la visión que tiene Kanaga de los artistas como Eurídice: seres valientes y creativos por méritos propios, pero, en última instancia, leales a sus amos corporativos. Ningún escenario se siente más auténtico e incisivo que el contenedor con los diligentes galgos y pastores alemanes, entregados por completo a los deseos de su amo corporativo.

El otro eslabón de Oikospiel: Book 1 es el concepto de la obra en sí, o más bien, la «ópera perruna» a la que nunca deja de aludir. Resulta un tanto peliagudo deducir los entresijos de esta parte de la historia cuando el mismo Kanaga se ha propuesto continuarla en cuatro entregas sucesivas, pero su intención puede deducirse, otra vez, a través del alegato artístico. La naturaleza aparentemente holística y totalizadora de la Geospiel (literalmente, «juego mundial») apunta a una singularidad artística similar a la que von Neumann postulase respecto a la tecnología en los años 50, y nos muestra la visión de Kanaga respecto a su propia actividad. En primer lugar, sugiere la imposibilidad de separar los intereses personales de los artistas (sean Eurídice o artistas de verdad) del impacto que ejercen en el mundo. La influencia de la ópera en el mundo de Oikospiel es innegable, una presencia tan absoluta que concierne a la fauna entera del globo. Independientemente de su belleza, su legado en el mundo es uno que no puede dejar indiferente a nadie y, lo que es peor, convertirá a unos en vencedores y a otros en dominados.

Bajo esta perspectiva, la sugerencia del autor de que su obra debe entenderse como un «título triple A» cobra más sentido, y nos invita a reflexionar sobre el tipo de valores que asociamos a ese término. En muchos aspectos, lo que Oikospiel simula con mayor insistencia es la ampulosidad y el bizantinismo que rodean a la industria del videojuego. Eurídice es un símil incómodo con autores como Ken Levine, Hideo Kojima o Cliff Bleszinski, personas de indudable talento y creatividad, pero también leales perros del sistema. Las valoraciones personales que podamos tener sobre ese «juego mundial» acabarán siendo ínfimas en comparación al impacto que ejercerá sobre el mundo. No importa que Eurídice se exilie a un asteroide patrocinado por Koch Games, o que la empresa haya trastocado las mismas leyes de la termodinámica con el poder del dinero. El mensaje de Oikospiel sigue siendo el mismo a lo largo de toda la obra, y se concreta en una frase: es vital exponer las desigualdades y disonancias que proyectos de esta envergadura acaban generando, tanto por el impacto que ejercen en las vidas de los artistas como en la del mundo entero.

Personalmente, no creo que Oikospiel funcione del todo como manifiesto contra la industria triple A ni contra ningún problema específico. Como suele pasar en el arte conceptual, la crítica se pierde en el océano contradictorio y asociativo que caracteriza el proceso creativo de Kanaga y, por esa razón, la intención de su obra es mucho menos clara que la de obras conjuntas como Proteus y Panoramical (Ramallo y Kanaga, 2015).

Una lectura menos amable concluirá que Kanaga se ha limitado a juntar sus intereses (ópera clásica, Unity, animales…) y dotarlos de un esoterismo obtuso e impenetrable. En otras circunstancias, sería más receptivo a esa interpretación si no fuera porque, a día de hoy, las desigualdades laborales en el sector del videojuego siguen siendo un problema grave. En un contexto donde consideraciones como los «valores de producción» o la «jugabilidad» se superponen a cualquier cuestionamiento posterior que podamos tener sobre los mecanismos y realidades con los que opera nuestra industria, seguiremos necesitando obras como Oikospiel para recordarnos que hay otras maneras de entender los juegos.