Primero vean el vídeo y luego lean.
La creatividad de algunos artistas a la hora de romper las reglas de la historia que están contando ha sido siempre uno de los aspectos que más me ha impactado en la vida. Es ese pequeño placer de sorprenderte al comprobar cómo se quebranta la continuidad lógica de unos acontecimientos que, en un principio, parecen llevarte a un lugar habitual o conocido. Esta misma ruptura de normas que abraza el surrealismo o que trastoca los códigos establecidos de un medio, se puede encontrar también en otras disciplinas. Entre ellas, la única que tiene cabida en esta página: los videojuegos.
En filosofía, se suele decir que las preguntas son más importantes que las respuestas, porque en este estudio de los problemas fundamentales del hombre todavía existen incertidumbres sobre muchas cuestiones y la trascendencia de éstas radica en hacernos reflexionar. ¿Qué es lo importante del videojuego? ¿Qué lo hace único? ¿Por qué merece la pena jugar? En mi opinión, una de las razones para jugar está en este vídeo deIlustres Ignorantes: desmarcarse de los patrones establecidos.
Para que este sea un motivo de peso es necesario, primero, conocer en profundidad el medio con el objetivo de saber reconocer, después, el factor insólito de un videojuego en particular. Es decir, hay que haber jugado mucho a un género determinado –conocer sus reglas y métodos comunes– para darse cuenta de la originalidad de una circunstancia específica.
Portal, el brillante shooter y juego de lógica de Valve, es el primer ejemplo que me viene a la cabeza para explicar este fenómeno. Sin contar spoilers que puedan arruinar la experiencia de juego de quien todavía no lo haya probado, en Portal sabemos, desde el principio, el número de niveles que debemos pasar para acabar el juego. Una información errónea, como casi todos los datos que nos proporciona GLADOS durante las pruebas en Aperture Science, que certificaremos in game en cierto momento de la trama. Sin previo aviso, los desarrolladores cambian el patrón establecido y, lo que parecía una sucesión de puzles de habilidad, se convierte en una historia de tintes más dramáticos. El poder de atracción de este cambio reside en la forma que se ejecuta, sin necesidad de escenas pregrabadas, haciendo partícipe al jugador que, sin saber cómo reaccionar en un primer momento, deberá tomar una decisión con las mismas armas –los portales que adquiere al inicio– para escapar del último nivel.
¿Han visto Si la cosa funciona, de Woody Allen? Nada más empezar, el personaje interpretado por Larry Davis se dirige al espectador, mientras sus amigos lo observan como si estuviera loco. Este detalle –que muchas otras películas han utilizado antes– de tomar al público como un interlocutor directo es un recurso original por el que los personajes de una película parecen tomar conciencia de su propia identidad ficticia. De la misma forma, esta ruptura en el continuum de la narración obliga también al espectador a hacerse consciente de sí mismo, cuando, previamente, solo atendía al argumento. En teatro, esta técnica se conoce como romper la cuarta pared y, en el cine, supone que un personaje pase de un off homogéneo a un off heterogéneo.
Hideo Kojima es un experto en traspasar la cuarta pared en los videojuegos. El genio japonés lleva a cabo un diálogo similar con el jugador en Metal Gear Solid durante nuestro enfrentamiento con Psycho Mantis, por ejemplo. Este peculiar Final Boss, que tiene el poder de leer la mente, traspasa nuestros televisores cuando empieza a comentar nuestras preferencias “videojueguiles”. Veo que te gustan los juegos de fútbol, el FIFA… me dice durante la partida. Realmente parecía que era la mente y no la memory card lo que ese jefe final estaba leyendo. Gracias a este poder, Pycho Mantis podía anticiparse a nuestros movimientos y esquivar nuestros ataques. Una habilidad que disminuía si cambiábamos el mando del puerto 1 al 2, por lo que nuestras acciones, fuera del propio juego, repercutían en él. Una forma brillante de sorprender al jugador y de hacerlo partícipe de la historia que se está contando.
Sin abandonar la saga, en MGS 2: Sons of Liberty, Kojima volvía a romper la narrativa con diálogos surrealistas e hilarantes. Un falso coronel Campbell, con quién manteníamos multitud de conversaciones a través del Codec, para evitar que llevásemos a buen puerto nuestra misión nos ordenaba, por ejemplo, que apagásemos la consola: no te preocupes, es solo un juego, como siempre. Y mientras manejábamos a un Raiden en pelota picada por circunstancias del guión, Rosemary se ponía del lado de Campbell convenciéndonos de que íbamos a perder la vista jugando tan cerca de la tele.
Kojima tira la cuarta pared a patadas y convierte estos momentos en una de las razones por la que muchos somos incondicionales de sus juegos. A veces, rompe esta barrera de una forma más sutil, como en MGS3: Snake Eater, utilizando el paso del tiempo como un componente real que afecta a los personajes del juego. Uno de los Final Boss más duros de derrotar en la tercera entrega es sin duda The End (arriba a la derecha), un viejísimo francotirador que se mimetiza en los bosques hasta casi desaparecer entre la maleza. Para matarlo había que localizar su posición en un mapeado enorme y evitar, al mismo tiempo, que no te alcanzara él con alguna de sus balas. Recuerdo haber estado semanas intentando acabar con el puñetero anciano y, tras morir una y otra vez, me di por vencido. Frustrado, dejé el juego en la estantería y no volví a tocarlo hasta que, dos semanas después, me armé de valor para intentar acabar con ese maldito carcamal. Cuando encendí la consola y cargué la partida, me encontré con una secuencia donde Snake encontraba el cadáver de The End acostado en uno de sus escondites esperando para matarme. ¡Murió de viejo! Esas dos semanas que tardé en encender la consola habían pasado también para aquel veterano soldado. Otro truco de Kojima, que utilizó el reloj interno de la Playstation para que el mundo virtual de su título tuviera en cuenta el paso del tiempo del mundo real del jugador.
Pero ¿Es por este motivo que merece la pena jugar a videojuegos? No, o al menos debería de haber algo más por ahí.
Reglas, interactividad e imagen
Cambiar un patrón en un género o en una determinada ambientación no es el objetivo primordial de los videojuegos. El factor sorpresa que he comentado hasta ahora es solo una razón más para seguir jugando. Sin embargo, para contestar a alguna de las preguntas que me hacía al principio del artículo –¿qué es lo importante, qué los hace únicos?– es necesario separar cada uno de los elementos que componen un juego y luego pensar cuál de todos ellos es indispensable para que sea considerado como tal. En un libro, por ejemplo, la historia o los pensamientos plasmados por el autor son muy importantes, pero las piezas esenciales que lo diferencian de otras artes serían la belleza literaria en el manejo del lenguaje y las reglas de escritura. De la misma forma, en el cine, la imagen (que engloba el trabajo de iluminación, fotografía, etcétera), la interpretación de los actores y las reglas audiovisuales son su naturaleza exclusiva.
Por tanto, en los videojuegos podríamos decir que hay tres apartados fundamentales que no deben faltar: los gráficos (las imágenes generadas por ordenador), la interactividad (controles y mecánica de juego) y las reglas propias del medio (referente a la programación, IA y demás aspectos). Así, los efectos sonoros, la música o la historia serían ingredientes importantes, pero no imprescindibles ni, tampoco, representativos del medio. ¿Significa esto que están equivocados todos aquellos jugadores que buscan una buena historia por encima de todo? No. Significa que un título no tiene que contar necesariamente con una historia (buena o mala), ni poseer una gran banda sonora. Por el contrario, si no existe interactividad, reglas propias y gráficos, no estamos ante un videojuego.
En la actualidad, la mayoría de juegos confieren una gran importancia al argumento, hasta el punto de llegar a fracasar si este decepciona al jugador. ¿De qué sirve una mecánica perfecta o unos gráficos realistas si el título falla en la parte clave en la que se centran? Es decir, ¿qué sería de juegos como Heavy Rain o Alan Wake si la historia no fuera del agrado del público? Por lo tanto, es lícito que la crítica pueda puntuar negativamente una obra en función de su historia, sobre todo si esta es la parte más importante sobre la que se apoya el resto de elementos. Es evidente que juegos como Guitar Hero, por ejemplo, no funcionarían si su apartado estrella (en su caso, la música) fuera deficiente. Sin embargo, aunque las melodías son el eje central del producto, este solo puede considerarse videojuego si hay una mecánica y unos controles detrás que propicien, cuando menos, una mínima interacción.
Llegados a este punto ya puedo escribir la frase polémica de toda esta disertación: el jugador que busca una buena historia por encima de todo, en general, se está equivocando de medio. No me malinterpreten, cada uno invierte su tiempo de ocio como mejor le parece. Comprar un nuevo MGS para avanzar en su trama no tiene nada de criticable. Las grandes historias son otro motivo en sí para jugar, pero este aspecto está mucho mejor desarrollado en otros medios como la literatura o el cine. Si se reflexiona un poco, lo que afirmo es completamente normal, a todos nos gustan los buenos relatos pero, por ahora y salvo alguna excepción, estos no tienen la profundidad y complejidad o la madurez que podemos encontrar fuera del videojuego.
Realmente ¿qué es lo que más nos gusta de un título provisto de una gran historia? ¿Los giros argumentales de la trama o ir avanzando por ella como protagonista activo? Algunas personas podrían razonar en mi contra diciendo que es legítimo que los jugadores busquen grandes historias, porque a través de los videojuegos no solo las contemplan, sino que las viven en primera persona. Es cierto, pero entonces no es que queramos ver buenos relatos en nuestros títulos, sino “jugar” grandes historias.
¿Podemos responder ya por qué merece la pena el videojuego? Ummmm.
El reto, los sueños y la belleza (Las tres cualidades)
Si hacemos un viaje en el tiempo y reparamos en el factor común que guardan los videojuegos clásicos del siglo pasado, estaremos de acuerdo en que todos proponen un reto al jugador. Es decir, los videojuegos, en su dimensión lúdica, siempre presentan un desafío a través de los niveles. Años atrás, los títulos poseían una mayor dificultad si la comparamos con la de los títulos actuales, más preocupados ahora por ofrecer una experiencia de juego gratificante y evitar al jugador la frustración de quedarse atascado en una determinada fase. Digamos que antes, para poder llegar a los créditos de un juego, se le ponían más trabas. Hoy, a los desarrolladores les interesa que los gamers disfruten de todo el producto, que se enteren de toda la trama, con una curva de dificultad y aprendizaje equilibrada, no vaya a ser que, cuando salga la secuela de turno, no la compren por no haber conseguido enterarse de todo el hilo argumental.
En esta nueva coyuntura en la que la historia ha ido ganando protagonismo en detrimento del reto inherente a las mecánicas de juego, cada vez cuesta más reconocer el mérito de las compañías a la hora de diseñar los niveles y fases de sus productos. ¿Realmente supone un reto terminar, por ejemplo, Resident Evil 4? ¿Sentimos esa misma admiración de antaño ante alguien que se pasaba Toki en las recreativas, en comparación con la de una persona que termina cualquier juego de esta generación? No, rotundamente no. En la actualidad, salvo contadas excepciones, si alguien no acaba un juego es por aburrimiento o desinterés y finalizarlo ya no es una cuestión de habilidad, sino de tiempo. Sigue existiendo el concepto “reto” en los títulos, de lo contrario el videojuego perdería su razón de ser, pero es mucho más benevolente con el público consumidor.
Juegos como Donkey Kong Country o Super Mario World son algunos de los máximos exponentes en este culto por el reto que tuvieron presente casi todos los Plataformas de los 90. En los títulos del icónico fontanero, la grandeza en la mecánica de juego era una consecuencia directa del excelente diseño de los niveles. La creatividad de esos mundos fantásticos, el carisma de sus personajes y las míticas melodías de cada fase son un “añadido” sobresaliente que redondea el producto final, pero que no define la experiencia interactiva que propone Miyamoto. La inteligencia en el planteamiento de sus fases, su creciente y ajustada dificultad y la variedad de situaciones que generaba la limitada IA de sus enemigos estratégicamente colocados son algunos de los motivos por los que Kojima definió a Super Mario Bros como “el Big Bang del universo de los videojuegos y uno de los grandes inventos de la historia de la humanidad”. Una gloria alcanzada gracias a la capacidad de diversión que generaba el propio reto de avanzar en el juego y que hoy se consigue con propuestas más soft y grandes artificios.
Por otro lado, los sueños de las personas –que los videojuegos sacian con cada propuesta que sale al mercado– permanecen inalterados a lo largo del tiempo. Ese afán por ser lo que queremos ser y no fuimos o de experimentar un determinado rol por una vez –…entrenador, héroe, guerrero, músico, mafioso…– es otro motor que nos impulsa a jugar y que poco ha mutado desde que cambiamos el plástico del juguete por el píxel del avatar. A diferencia de la extraña evolución que está experimentando el concepto “reto”, la fábrica de sueños de este medio es un componente que ha mejorado de forma paralela al aumento del realismo en el ocio electrónico. La tecnología es un punto que se debe tener en cuenta a la hora de simular la realidad con experiencias virtuales cada vez más fieles y es, sin duda, otro factor por el que merece la pena jugar a videojuegos.
Un ejemplo claro en este sentido es la progresión de los juegos deportivos en los últimos 15 años. Si pensamos en un juego de fútbol de mediados de los 90 y lo comparamos con las versiones actuales de cualquier FIFA o PES, comprobaremos lo mucho que ha mejorado la simulación de dicho deporte. Los avances no solo son los evidentes en lo referente a los gráficos –animaciones, realismo en las caras, ambientación, iluminación…–, sino que también se producen en otros campos como la IA de los jugadores –capaces de llevar a cabo movimientos tácticos complejos– o la física del balón, que retrata de una forma más fiel las variables que se pueden dar en un partido de fútbol. Si hablamos de simuladores –juegos deportivos, de conducción, bélicos…–, los videojuegos han ido creciendo de forma continua y, cada vez, serán una herramienta más potente a tener en cuenta en otros campos aparte del entretenimiento, como pueden ser la educación o el entrenamiento.
Por último, la belleza artística, como noción abstracta en equilibrio y armonía con la naturaleza, es otra propiedad presente en los videojuegos y que puede ser otro de los motivos por los que jugar resulta interesante. No se engañen. Si todavía son de esas personas que guardan prejuicios en torno a los juegos, vayan abandonando esa postura arcaica que consiste en menospreciar el componente artístico del medio. Ese es un debate que el sector ya tiene superado, pero que persiste en mentes ignorantes –en el sentido que le da la RAE, “que no tienen noticia de algo”– por el nulo interés de los “jugones” de convencerles de lo contrario.
Desde el encantador surrealismo de cualquier Katamari Damacy o las acuarelas japonesas –retratadas a partir de la técnica cel shading– de Okami, pasando por el mundo fantástico de Shadow of the Colossus (SOTC), hasta el estilo cinematográfico de las escenas de cualquier GTA; el lenguaje y estilo (propio) de los videojuegos es uno de sus valores palpables y únicos que cualquier persona puede comprobar a poco que les preste tiempo o atención.
Al igual que les sucede a los cinéfilos con algunas secuencias de sus películas favoritas, los gamers también guardamos en nuestra memoria algunos momentos que, por su belleza, permanecen como una serigrafía impresa en nuestros cerebros. Sin embargo, en los videojuegos, estas experiencias adquieren un componente todavía más singular por el factor interactivo del medio. Es decir, esos instantes que nos llaman la atención parecen mucho más personales y genuinos porque no solo contemplamos la acción, sino que surgen como una reacción a nuestros actos.
Por poner un ejemplo y como excusa para hablar de SOTC –segundo título del brillante Fumito Ueda después de ICO, su ópera prima–, os contaré uno de los momentos por los que, a mi parecer, merece la pena el videojuego.
Tras la muerte del cuarto coloso, el quinto, según la voz misteriosa de Dormin que resuena con eco en el santuario, parece ser un ave gigante que vive cerca de unos lagos brumosos. Como siempre, tengo que alzar la espada para que los rayos de sol me indiquen el camino. Dentro de la vasta y desolada tierra donde se encuentra Wanda –el protagonista–, los viajes siempre son largos y con la única compañía de Agro, su caballo. Tras atravesar el desierto, cabalgar al borde del precipicio y serpentear varias colinas, llego a unas ruinas que asoman de la profundidad del agua. Como Agro no está por la labor, me toca nadar hasta un muro y escalar por él hasta llegar a lo alto de una torre. Allí, un pajarraco enorme –Avion, Avis Praeda (Ave de presa), según la Wikipedia–, que pasa volando a mi lado, produce un estruendo, también enorme, hasta posarse en un tronco que sobresale del lago. Así que me lanzo al agua pensando cómo demonios voy a subirme en ese bicharraco. Tras nadar hasta una plataforma, todavía sigo viendo al pájaro muy lejos. Para llamar su atención cojo el arco y atino a darle con una flecha. Pienso… «o no le di o no se inmuta o estoy haciendo algo mal». Pero cabezón de mí, lo vuelvo a intentar y, por su reacción, esta vez parece que he acertado y no le ha hecho mucha gracia. El coloso agita sus alas, da un pequeño salto y vuela hacia mi posición. Mientras se acerca y su figura se va agrandando, el ruido que genera esa mole con cara de pocos amigos me hace pensar que igual no fue una gran idea lo del arco. Cuando ya está encima, salto a una de sus alas con la esperanza de que estén recubiertas de pelo para poder agarrarme. En un segundo y tras la embestida, el ave parece un castillo volador y yo una garrapata. Ya en el aire, mi nuevo amigo agita sus alas y ondula su cuerpo para evitar que eche raíces en su chepa. Intento ponerme de pie cuando se estabiliza, pero se inclina a menudo para cambiar el rumbo y eso dificulta mi avance hasta sus puntos débiles. Tras varias estocadas en la cola con mi espada, el ave dice, «¡hasta aquí!», y me lanza con violencia de vuelta al agua.
Si jugasteis a SOTC, ya sabéis qué viene después. Tras subirme un par de veces más y dar la puntilla mortal, la música se para y solo se escucha el grito del animal, que agita por última vez sus alas antes de desplomarse, a cámara lenta, en el agua. Los coros tristes que acompañan la escena magnifican la proeza y, mientras esperas esas sombras negras que atraviesan tu cuerpo cada vez que un coloso muerde el polvo, piensas… «otra majestuosa e inocente criatura que mato sin que me hiciera nada». Pero así son los sacrificios y el precio que hay que pagar por recuperar a tu amada.
A todo el mundo le gusta jugar. Quizá por eso merecen la pena.