Postura, sigilo y otras ideas de la nueva zona de juego de Sekiro


Hidetaka Miyazaki es un caso peculiar dentro de la industria del videojuego. Si repasamos sus últimos diez años en el sector, el desarrollador estrella —y presidente— de From Software ha publicado siete juegos de cinco franquicias diferentes. Unas cifras que llaman la atención tanto por su prolífica producción como por lo arriesgado de publicar diversas propiedades intelectuales en esta industria. Y, sin embargo, pese a esta variedad de nomenclaturas —de Demon’s Souls a Sekiro, pasando por Dark Souls, Bloodborne e incluso Déraciné—, todas mantienen unos rasgos comunes y reconocibles para cualquier jugador del mundo, también para sus detractores. Estas inconfundibles señas artísticas, mecánicas y narrativas definen la estructura general de su fórmula, aunque siempre dejan el espacio suficiente para cambiar las reglas y retocar los diseños con cada nueva iteración.

Si me preguntan a mí, diría que un elemento clave en el trabajo de Miyazaki es el «aprendizaje», y cada componente en sus juegos parece reforzarlo. Todo alimenta este aspecto porque, en la llamada fórmula soulsborne, la incertidumbre siempre es una premisa. Lo podemos observar en el diseño de niveles de Lordran o Yharnam, llenos de trampas y atajos ocultos, o en el lore de su universo, que recibimos fragmentado o sugerido. Por supuesto, el aprendizaje también es una pieza angular en las propias reglas de juego: siempre inciertas al principio, pero que vamos desentrañando con cada desventura, muerte y reinicio. En realidad, detrás de la famosa dificultad de los soulsborne, lo único que hay es incertidumbre, y la manera de superarla es aprender sus certezas.

Precisamente por este motivo, me sorprende el empeño que pone Sekiro: Shadows Die Twice (From Software, 2019) en suavizar la incertidumbre de las primeras horas de juego. El título narra unos acontecimientos previos que dotan de mayor contexto a la historia. Así, las cinemáticas introductorias nos sitúan en los últimos años de la época Sengoku, durante un conflicto que se ha extendido hasta la tierra de Ashina. Asistimos a lo que parece ser la batalla final de la guerra y vemos como el maestro espadachín Isshin Ashina derrota al general Tamura y se hace con el control. También conocemos a «Lobo», personaje que manejamos en la aventura, un huérfano de guerra al que acogen y entrenan hasta convertirlo en un maestro shinobi. Tras una larga elipsis temporal, vemos que el cachorro se ha convertido en adulto y atiende arrodillado las enseñanzas de su “padre”: «Escucha, Lobo, nunca debes olvidar el Código Shinobi […] A partir de hoy, él es tu amo. Defiéndelo con tu vida». Las cinemáticas siguen tras un fundido a negro: ahora han pasado 20 años del ataque de Isshin y el clan Ashina está al borde del abismo. Lobo ha perdido todo: a su padre y al amo que juró proteger —y al que hacía referencia su maestro—. Finalmente, instantes antes de que el jugador coja el mando por primera vez, oímos los pasos de una dama acercarse hasta la cueva en la que descansa Lobo. Nos deja un mensaje y nos pide que abramos los ojos, «por el bien de vuestro amo».

Si lo comparamos con otros trabajos anteriores de Miyazaki, es evidente que Sekiro ofrece una información de partida más precisa. Bloodborne (From Software, 2015), por ejemplo, parte de una cinemática surrealista en primera persona en la que apenas escuchamos dos frases. Su relato carece de contexto: el jugador inicia la aventura desorientado, sin tan siquiera saber si los acontecimientos que presencia son reales o parte de una paranoia Lovecraftiana. Por otro lado, si nos fijamos en el Dark Souls original, es cierto que su introducción (similar en algunos aspectos a la de Sekiro) ofrece más detalles del mundo que luego habitaremos —se describe el origen de la Edad del Fuego, se apuntan cuestiones como la maldición de la Señal Oscura…—, pero la información sigue sin ubicar al jugador dentro de la historia, ni explicar cuál es su papel u objetivo concreto.

Este detalle —dar al jugador un contexto más preciso— puede parecer una simple decisión narrativa, pero en realidad es una constante que se repite en otros apartados de Sekiro. La decisión de dotar de más información al jugador se hace evidente también, por ejemplo, en sus tutoriales extradiegéticos, que frenan la acción y explican de una forma más directa y pormenorizada algunos aspectos del control. El título nos permite incluso luchar con un sparring para practicar los diferentes movimientos de combate sin las penalizaciones que supondría adquirir toda esa experiencia y conocimiento contra enemigos reales.

En esta misma línea, el diseño de los escenarios (más abiertos y verticales) ofrece panorámicas que, de nuevo, aportan mucha información al jugador. Podemos otear el horizonte desde posiciones elevadas para planificar la ruta más conveniente y ubicar a los enemigos para conseguir una ventaja estratégica. Además, Sekiro cuenta con otra mecánica nada sutil para obtener información: espiar las conversaciones de algunos NPC, que nos pueden servir para conocer las debilidades de algunos jefes finales.

En general, esta decisión de diseño es coherente con el tipo de experiencia que se quiere transmitir, pero también convierte a Sekiro en el título más comercial de Miyazaki. No nos engañemos, en muchos aspectos sigue siendo un título de nicho que se aleja de las convenciones mainstream, pero también incorpora nuevas características que lo hacen más comprensible. Es decir, parece que detrás de esta adaptación de la fórmula hay también una intención de llegar a un público más amplio. Por ejemplo, la posibilidad de resucitar (al menos una vez) rebaja mucho la frustración del jugador, al tener siempre una segunda oportunidad para escapar de la muerte. Los escenarios cuentan con muchos más puntos de control que facilitan el avance y evitan la repetición de grandes tramos. Incluso es benevolente con un aspecto en el que la fórmula soulsborne siempre había sido inmisericorde: las caídas al vacío, que en Sekiro no son mortales y solo tienen una pequeña penalización en la barra de vida. El entorno ideado por From Software es más amigable que en otras ocasiones, al menos en todo lo que se refiere a la exploración (el combate es otro cantar).

Miyazaki es un desarrollador que supedita todo al sistema de juego, es decir, que primero idea las mecánicas y dinámicas que imperarán en la partida, y luego adapta los aspectos narrativos a estas decisiones de diseño. «En el caso de Sekiro, queríamos diseñar un tipo muy concreto de acción y vimos que nos encajaba la figura del ninja, que era la más adecuada para transmitir las sensaciones que buscábamos», asegura el desarrollador en una entrevista para Xataka. Tiene sentido que, un título en el que predomina la cautela, el sigilo y la guerra de guerrillas, acabe decantándose por el perfil del shinobi japonés, que hizo suyas estas tácticas en el campo de batalla. No obstante, la cuestión es ver cómo esta decisión transforma la fórmula soulsborne, y si esos cambios son una buena o mala idea o si, simplemente, se trata de una propuesta diferente. Dicho de otra manera, ¿esa nueva zona de juego a la que nos lleva Sekiro es interesante?

Hay un momento que disfruto especialmente en Bloodborne. Se trata de ese instante en el que, tras encender una de las lámparas que sirven como checkpoint, llego a una zona del escenario desconocida. Es una sensación intensa porque el cosmos que envuelve la decrépita Yharnam es peligroso y fascinante en la misma proporción. La tensión que se genera durante esos instantes es algo que se experimenta, en mayor o menor medida, en todos los títulos de Miyazaki. Durante estas secciones, los soulsborne consiguen un ambiente opresivo no solo por la escenografía o el paisaje sonoro, sino por lo desvalidos que nos dejan las reglas que rigen su mundo. Durante nuestro periplo, aprendemos cuáles son los peligros, los riesgos y las recompensas. Aprendemos a contrarrestar al enemigo, a encontrar rutas alternativas y a usar algunos ítems en nuestro beneficio. Pero solo en estos momentos, en los que no sabemos qué nos aguarda a la vuelta de la esquina, es cuando el juego nos obliga a tomar decisiones en la más absoluta oscuridad. Después, tarde o temprano llega la muerte y, con ella, la repetición y el aprendizaje.

Sekiro se carga casi por completo estos momentos soulsborne. En parte por las ventajas que nombré antes (resurrección, más puntos de control…), pero sobre todo por una cuestión de diseño. En Sekiro vamos a morir muchas veces (en serio, muchas, muchas veces), pero casi siempre lo haremos en los enfrentamientos contra jefes o minijefes. Eso no significa que no haya otros peligros, pero casi nunca estarán «a la vuelta de la esquina». El factor sorpresa es menor, porque ahora podemos observar el mundo desde posiciones elevadas y protegidos de cualquier imprevisto. Salvo en contadas excepciones, la mayor parte del tiempo no tenemos la sensación de ser un personaje desvalido; al contrario, mantenernos en la sombra nos aporta control de la situación. Al fin y al cabo, en el peor de los casos, el sigilo nos permite despejar la mitad de los problemas y, si algo falla, burlar la inteligencia artificial de los enemigos no suele ser demasiado complicado. De esta manera, la tensión se desvanece casi por completo, el sistema de riesgo y recompensa pierde relevancia, y la exploración se vuelve una rutina más pausada y contemplativa.

Existe otro problema: la propia mecánica de sigilo. El juego incentiva al jugador para que actúe con prudencia y esto nos lleva a todo un repertorio de clichés del género. En este sentido, apenas se propone algo que no hayamos visto mil veces. En ocasiones, y pese a contar con un diseño de niveles notable, la ruta ideal que han dispuesto los desarrolladores es poco disimulada: avanzo hasta esa esquina agazapado entre esos hierbajos altos; que terminan justo en aquel agujero del edificio; que me permite atravesar la zona sin ser visto; y asesinar a tres guardias genéricos que dedican toda una espléndida mañana a contemplar petrificados una pared sin valor aparente.

Los enemigos en Sekiro son tan peligrosos al descubierto (y en grupo) que muchas veces agradecemos sus torpezas. Una buena sección de sigilo es como un puzle: su “solución” tiene que ser lo suficientemente abierta como para permitir algo de improvisación pero, a la vez, debe castigar las imprudencias del jugador para que el sistema de juego no se rompa. En Sekiro este equilibrio no existe, porque quebrar las rutinas predeterminadas de un enemigo es muy fácil (y muy poco original y realista). Por ejemplo, podemos salir de nuestro escondite y dejar que simplemente nos vea ese guerrero que nos corta el paso. Lo que ocurrirá casi siempre es que se acercará hasta nuestra posición y, tras comprobar que era una falsa alarma —porque no somos tontos y nos hemos vuelto a esconder—, volverá a su posición dándonos la espalda y una oportunidad para librarnos de él de forma rápida y silenciosa. La ineptitud de la IA produce una sensación agridulce, por una parte, está el alivio propio del jugador mil veces puteado en los soulsborne, pero, por otra, le hace sentir un tramposo que aprovecha cualquier resquicio para engañar al sistema, para “jugar mal”.

Casi todas las buenas ideas de Sekiro se concentran en el combate. La idea nuclear de su sistema de lucha es el concepto de «postura». Además de la barra de vida tradicional, todos los enemigos (y el propio jugador) poseen una barra de postura. Se trata de un indicador amarillo que aparece en la parte superior central de la pantalla y que se rellena, desde el centro hacia los costados, cada vez que atacas o desvías los golpes del enemigo. Si esta barra se rellena por completo, el enemigo quedará expuesto a un golpe mortal. Si no golpeas ni desvías los ataques con el ritmo suficiente, nuestro agresor podrá recobrar la postura. Otro detalle: la vitalidad y la postura tienen relación entre sí: cuanta menor vida tengan nuestros rivales, peor recuperarán su barra de postura.

Es decir, la postura es un ingrediente clave en Sekiro: cambia la especulación por el espectáculo. En los soulsborne, el jugador se concentra en esquivar y aprovechar el momento para golpear al enemigo. No importa la cadencia o el ritmo de ataque, por lo que una estrategia evasiva es muy eficaz. En este sentido, Bloodborne consigue un mayor ritmo en las peleas que los Dark Souls, porque recompensa la actitud ofensiva (te ahorra viales de sangre) y genera unas dinámicas de las que ya hablé de forma tangencial en otro artículo. Sin embargo, la inclusión de la postura en Sekiro beneficia radicalmente al jugador agresivo y constante, que necesariamente tendrá que exponerse para obtener una ventaja decisiva. La evasión lo único que hará es alargar los duelos innecesariamente. Podremos vencer a algunos jefes terminando con su vitalidad, como a la antigua usanza, pero será un camino más arduo, lento y aburrido. Hay que tener en cuenta que muchos jefes tienen varias fases y no ajustarse al sistema de postura es una carrera de fondo casi imposible de resistir. Sekiro quiere que afrontes los combates de cara y que rompas la postura del contrario para así asestarle un golpe mortal y mandarlo al otro barrio de un plumazo.

Por otro lado, los enfrentamientos en Sekiro siguen el esquema clásico de piedra, papel o tijera. Lobo puede bloquear/desviar, esquivar y saltar, y estos movimientos contrarrestan los ataques de nuestros rivales. El timing está muy ajustado y la cadencia con la que debemos desviar los golpes recuerda a la que necesitamos en un juego musical. En cierto sentido, las animaciones son casi el único indicativo con el que cuenta el jugador para saber qué acción realizar y en qué momento. Y digo casi el único porque, en ocasiones, una señal de alerta en forma de kanji nos avisa de las técnicas más poderosas del enemigo (el barrido, el agarre y la embestida) que contrarrestamos con el salto, la esquiva y el desvío, respectivamente.

Contamos además con el Mikiri, un movimiento de desvío especial (que desbloqueamos más adelante) y que es el perfecto paradigma con el que se resume todo sistema de riesgo y recompensa de Sekiro. Me explico. El desvío es una acción que conlleva un riesgo mayor que el bloqueo, pero que si se ejecuta correctamente recibe también una mayor recompensa. Mientras que bloqueando simplemente evitamos que nos dañen; desviando, además, conseguimos aumentar la barra de postura del enemigo. El peligro de esta acción está en que no acertemos con el instante preciso del choque de espadas y que el rival reduzca nuestra barra de vida. Con el Mikiri sucede algo parecido: se trata de una acción con más riesgo que el desvío, ya que es más complicada de ejecutar y, si fallas, siempre quedas completamente expuesto. Sin embargo, de nuevo, si se ejecuta bien, su repercusión en la postura del rival marca la diferencia. Además, la secuencia del mikiri es la más llamativa y gratificante. De esta manera, a este sistema de pros y contras (efectismo) se le suma la vistosidad de las acciones, lo que aporta equilibrio a la fórmula.

Miyazaki ha construido un sistema muy inteligente cuyo resultado son batallas de gran ritmo y espectacularidad, pero sin sacrificar la profundidad de juego. Esta armonía no es fácil de conseguir en un título que huye del aporreo frenético de otros géneros como el hack and slash, pero de los que rescata algunas ideas relativas a la sincronización de las acciones. De hecho, cualquiera puede intuir conexiones entre los desvíos o el Mikiri de Sekiro con movimientos similares como el Tiempo Brujo de Bayonetta (PlatinumGames, 2009), que también dependía del timing correcto para sacar ventaja a modo de contraataque.

From Software sabe que los enfrentamientos son el punto fuerte de Sekiro y eso se nota en la estructura general del juego. Por ejemplo, está la cuestión cuantitativa: el número de jefes y minijefes finales es mayor que en otras ocasiones y no podemos derrotarlos desde las sombras, hay que hacerles frente. Por otro lado, la agilidad con la que nos movemos por el escenario —gracias a la habilidad del arpeo, con la que nos enganchamos a lugares alejados y elevados con mucha rapidez— nos permite eludir con facilidad a los enemigos intermedios y concentrarnos en los más peliagudos, que son los que aprovechan más las posibilidades estratégicas del combate. Sekiro nunca llega a ser un boss rush, pero la frecuencia de estos duelos es muy alta y es algo que le beneficia.

Si nos fijamos, todo en Sekiro parece orbitar en torno a su estilo de combate. Por ejemplo, al contrario que en títulos anteriores, no podemos editar nuestro héroe o elegir clase alguna. ¿Por qué? Está claro que sus enfrentamientos carecerían de sentido ante una build de mago o arquero, que nos alejaría de ese baile de espadas que propone. De la misma manera, permitir ayudas externas a través de un hipotético multijugador online (como sucede en los soulsborne) tampoco encajaría, ya que destrozaría todo el sistema de posturas del juego y los enemigos serían poco más que peleles. Está claro que su esquema no se adapta a determinadas reglas que sí funcionaban en Dark Souls o Bloodborne, y eso hace que este Shadows Die Twice se sienta único.

Entonces, ¿cómo han afectado los cambios que introduce Sekiro a la fórmula?, ¿es interesante su nueva zona de juego? Miyazaki ha virado de dirección y reorientado el desafío para sus jugadores. Y digo «sus jugadores» porque, pese a los cambios, Sekiro sigue manteniéndose fiel a las raíces que le han traído hasta aquí. Sin embargo, muchas de las nuevas ideas que aporta el título tenían difícil encaje en la experiencia de juego que proponen los soulsborne y se nota.

En este sentido, Sekiro tiene dos ideas genuinas que lo alejan del resto: la primera es un diseño de niveles más abierto, vertical y multicapa, que podemos recorrer con presteza y gran libertad. Esta configuración nos permite subir a posiciones elevadas y plantear ese juego más reflexivo y estratégico del que hablé al principio. La segunda idea fuerte es el nuevo sistema de combate, más dinámico, profundo, y en el que la habilidad del jugador desempeña un papel más relevante. La combinación de estas dos ideas, unido a otras decisiones de diseño —como la simplificación de sus elementos RPG—, cambia las dinámicas y los intereses del jugador.

Y, pese a reordenar parte de los atributos de la famosa fórmula —como esa tensión que se desvanece durante la exploración, pero que ahora se intensifica en los vibrantes combates—, su círculo mágico sigue llenándose de compartimentos interesantes. Hablé de la pérdida de incertidumbre en los primeros compases del juego, pero Sekiro pronto se envuelve en un halo de misterio que solo se desvela con el aprendizaje, ese elemento clave que, decía, define el trabajo de Miyazaki. Quizá, en esta ocasión, el verdadero enigma de Sekiro no se encuentra solo encerrado entre los castillos y templos de Ashina, sino que viaja entre las sombras, como un lobo hambriento, camuflado entre el paisaje y con una mano protésica capaz de inclinar la balanza en las batallas.