Me pregunto en qué piensan los guionistas de Star Trek: Discovery (Bryan Fuller y Alex Kurtzman, 2017-) cuando escriben sus capítulos. La llegada del capitán Christopher Pike al puente de la USS Discovery viene anunciada por un exagerado lens flare y un «¡capitán en el puente!», que dicen todos al unísono. Pike se sienta, adusto y circunspecto. La tranquilidad de la escena se ve entonces siempre alterada por la inoportuna y esperada interrupción de algún personaje con un problema cada vez más surrealista: «Las lecturas termoespíricas se salen de la tablas», «hemos encontrado restos de radiación gamma-5 en sectores fuera del espacio de la federación», «los estabilizadores cuánticos del motor de esporas muestran signos de agotamiento espacio-temporal». Y entonces Pike, o Burnham o Saru o quien esté por allí mira seriamente y dice, naturalmente, que el agotamiento de los estabilizadores cuánticos puede contrarrestarse usando un algoritmo que rastree la radiación de una supernova cercana para encontrar patrones con los que reconfigurar el motor de esporas y dar un salto hasta la base estelar 4. «¿Funcionará?», pregunta Pike. Y alguien suelta algún chascarrillo científico. Claro que funcionará; ya usaron ese mismo truco varios capítulos atrás.
Me pregunto en qué piensan porque, pese a lo evidentemente cómico de la situación —y pese a las parodias, que salen sin esforzarse—, el espectador se lo cree. Se ríe de vez en cuando, porque sus efusivos diálogos no le dejan otra opción, pero ahí sigue, sentado, a ver qué ocurre. Porque, por muy inventada que sea la ciencia que resuelve sus problemas, los motores de curvatura y los saltos interdimensionales son parte del universo en el que existen sus personajes. Ninguno de sus tecnicismos inventados es menos real que los klingon o los viajes interestelares. Así que nos lo creemos.
Cuando hacia el final de Trüberbrook (btf, 2019) el protagonista se encuentra con un lunático que vive en una cabaña destartalada en lo alto de un árbol y de pronto se lleva las manos a la cabeza mientras exclama «¡son ellos, el Gobierno, los masones, los illuminati, intentan volverme loco usando radiación atómica!»… Bueno, se supone que el jugador debería reírse. Y podría hacerlo, de no ser porque la trama de Trüberbrook se sustenta sobre una conspiración de una misteriosa megacorporación de un poder inimaginable, viajes en el tiempo y portales interdimensionales, todo ello con una retórica adornada con toda clase de palabrería científica aquí y allá. Por alguna razón, todo eso tenemos que creérnoslo como parte de su universo ficticio perfectamente verosímil… pero el pobre hombre de la cabaña está loco por hablar de «radiación atómica».
El supuesto giro cómico lo completa el protagonista, Hans Tannhauser, que sentencia «that sounds a lot like science fiction to me», mientras da otra calada a su cigarro. Se trata de un juego que se anuncia como una aventura gráfica de misterio sci-fi, pero para sus personajes ¿la ciencia ficción provoca risa? Tannhauser es un físico norteamericano de los años 60 especializado en mecánica cuántica que ha ganado unas vacaciones en Trüberbrook, un pueblecito alemán en las montañas, un puñado de casas al borde de un lago neblinoso y húmedo, donde resuenan ecos de Twin Peaks (David Lynch y Mark Frost, 1990) y se encuentran retazos del Saint-Mystère de El profesor Layton y la villa misteriosa (Level-5, 2007).
El primer misterio viene de lejos, pues el propio Tannhauser no recuerda haber participado en el sorteo por el que ha ganado su estancia, que acepta, de todas formas, pensando que aprovechará la calma de su retiro rural para terminar un artículo sobre física cuántica en el que lleva tiempo trabajando. En su primera noche, un misterioso fantasma roba su borrador y sus notas, y, al igual que en Star Trek, la misión de investigación pronto se torna en misión de rescate, en la que contaremos con la ayuda de Gretchen, una dicharachera antropóloga que va en busca de los restos de una antigua cultura protogermánica.
Los primeros 45 minutos de Trüberbrook son donde el juego lo da todo o, al menos, donde más dispuesto está uno a perdonar sus incipientes fallos; luego, nos pierde. Lo intentamos perdonar sencillamente porque entra por los ojos. El estudio btf ha utilizado la famosa técnica de photogrammetry —la que hizo posible, por ejemplo, los detallados modelos de las naves de Star Wars: Battlefront (DICE, 2015) a partir de las miniaturas originales de la película—, que aquí se ha usado para los modelos de casi todos los elementos del escenario. Se han escaneado con iluminación real y luego se han animado, lo que le da al resultado un aspecto visual tremendamente cuidado, algo a medio camino entre las maquetas de Aardman y la animación digital más clásica. Sus escenarios, con esas texturas nítidas y casi palpables y una iluminación que parecer ser el propio flexo de nuestra habitación arrojando luz sobre la maqueta hacen que, pese a lo genérico de sus ambientes, uno no se canse de mirar a la pantalla en ningún momento.
Los primeros minutos los protagoniza Gretchen en una preciosa escena en mitad de la noche, donde la iluminación tan particular de sus entornos brilla con luz propia. Pretende ser un breve tutorial de lo que vamos a tener que hacer durante el resto de la aventura, donde jugaremos con Tannhauser. Desafortunadamente, desde el principio uno empieza a sospechar que, tras su pulido apartado visual, hay demasiados problemas. Trüberbrook pretende ser una aventura gráfica point-and-click heredera de los clásicos y, en eso, se mueve con poco tino. Al pulsar un botón, se despliega en la parte superior un inventario que muestra los objetos que tenemos con nosotros, pero que no podemos ni analizar ni usar donde queramos. El inventario se puede mirar pero no tocar, y parece servir para recordarnos los elementos que tenemos a nuestra disposición mientras resolvemos los puzles… pero nada más.
Como no es posible interactuar con el inventario directamente, el juego nos advierte de qué objetos concretos pueden usarse con cada elemento del escenario, que están marcados con una equis en rojo para poder distinguirlos del resto del atrezo de la maqueta. Esto debería hacer el proceso de resolución más dinámico, pues no hay que elegir sujeto, verbo y objeto como en los juegos con el motor SCUMM, pero termina siendo mucho peor. La creatividad que permiten los verbos en las aventuras clásicas se pierde aquí, pues cuando pulsamos para usar un objeto del inventario sobre un elemento del escenario no sabemos exactamente qué va a ocurrir. La mayoría de las veces nada y, así las cosas, vamos pulsando sobre todos los objetos del escenario con todas las posibilidades hasta que, en algún punto, el milagro ocurre: el puzle se resuelve como por arte de magia y viene a la mente Sean Connery en La última cruzada (Steven Spielberg, 1989): «A veces me siento a pensar ¡y la solución se presenta sola!».
Lo insulso y frustrante de los puzles se pasa por alto en los primeros compases del juego, cuando aún tenemos curiosidad por ver en qué desemboca la trama y qué es de ese misterioso lugar en las montañas. Por desgracia, a diferencia de ese Layton y la villa misteriosa del que tanto bebe el pueblo, las soluciones del juego a sus enigmas nunca son explicaciones racionales —ni tan siquiera dentro de la lógica de su universo—, sino que todo tiene que ver con misteriosos fantasmas de otras dimensiones y oscuras conspiraciones, donde no terminamos de saber muy bien qué investigamos ni por qué; cuándo la trama ha dejado de interesarse por encontrar el artículo robado de Tannhauser y cuándo ha pasado a meterse de lleno en los misterios que han quedado al descubierto.
A la escena inicial en mitad de la noche, que entra por los ojos pero se desmorona en cuanto tocamos los botones, hay que sumarle una secuencia introductoria, justo después, en la que aparecen los títulos de crédito y que pone de manifiesto que el terreno en el que la gente de btf se siente verdaderamente cómoda es en el audiovisual. Se nota el mimo puesto en cada imagen, en sus diseños y sus particulares técnicas gráficas. En cierto modo, queda la duda de si esto debería ser un videojuego o si encajaría más en el estilo de lo que llevaron a cabo DigixArt y Aardman con 11-11: Memories Retold (2018), donde unos se encargaron de la parte jugable y los otros del apartado artístico.
El último rastro de ese querer y no poder lo presentan los diálogos y las voces. Su estilo recargado y la lentitud con la que están recitadas las líneas del guion terminan haciendo de las conversaciones de Trüberbrook algo soporífero en un juego donde los personajes carismáticos y los diálogos con gancho deberían ser uno de los ingredientes esenciales. En Star Trek: Discovery uno se ríe de la excesiva efusividad de los diálogos y de los términos inventados. Aquí es más bien una exasperación prolongada, mientras se pulsan botones sobre sus bellos escenarios. Hasta que, de pronto, la solución se presenta sola.